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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

Una voz en la niebla (64 page)

BOOK: Una voz en la niebla
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Por el momento, Bastien no se planteaba ninguna pregunta en cuanto a sí mismo o su capacidad de mantener sus emociones bajo control. Solo importaban las posibilidades de salir de ese avispero. Y de encontrar a Opale.

A todo esto, el hombre no había respondido a su pregunta sobre Opale. Tan solo un «Ya te lo explicaré más tarde».

—No dices nada —dijo de pronto el hombre a Bastien.

El muchacho pensó: no había que provocarlo. Pero debía desarmarlo un poco… ganar tiempo. Hacer que siguiera hablando.

—¿Por qué no viniste a verme? ¿Por qué escribiste suplantando a Jules?

Algo cruzó por los ojos del hombre: su rostro, claro está, solo expresaba el horror que había padecido, pero sus ojos, en cambio, decían muchas cosas.

—No tuve opción —murmuró el hombre con un punto incomprensible de remordimiento en la voz—. No soy… de este mundo. No pertenezco a él. Y tú tampoco, por cierto. Te dejé porque no tenía otra. Lo que me sucedió lleva… —se tocó la cara—, lo que me sucedió lleva su tiempo.

Bastien asintió con un movimiento de cabeza. Entonces la vio: la niebla. Lentamente, de modo casi subrepticio, unos filamentos blancuzcos como los hilos de una telaraña empezaban a deslizarse por la puerta, a hilvanar un tejido transparente y móvil a sus pies. ¡Las sombras blancas!, exclamó en su interior. Sus aliadas… ¿o las aliadas del hombre? ¿O las aliadas de ambos? Después de todo, por sus venas fluía la misma sangre.

—En cuanto a Jules… yo soy Jules. No te mentí. Jules vive en mí… Jules y otros. Los niños sin luz viven en mí. Los que murieron demasiado pronto. Y algún día, vivirán en ti también. Algún día, te reencontrarás con Jules y…

—¡NO TE MUEVAS, PIERRE!

Bastien dio un salto, al igual que el hombre. Ambos volvieron la cabeza hacia la puerta y Bastien descubrió allí algo absolutamente alucinante: ¡el escritor de la conferencia apuntaba a su «padre» con un revólver!

Pierre Andremi observó a su antiguo amigo… Sí, esa era la palabra: amigo. Igual que Caroline había sido su único amor, Nicolas le Garrec había sido el único chico al que Pierre nunca había podido sentirse unido. Sin duda, Nicolas representaba lo que le habría gustado ser en otra vida, es decir, normal de alguna manera… O diferente, según se pusiera uno del lado de Laville-Saint-Jour o del lado del resto del mundo. También inocente. Y en cierto modo: protegido… Protegido por su madre quien, aun a duras penas, lo había mantenido a salvo. Por eso Pierre le había ofrecido la cabeza de su padrastro. Por eso también, había tratado de atraer a Nicolas hacia ellos: no se puede purificar lo que ya está mancillado. Lo contrario, en cambio, es posible. Y delicioso.

Pero Nicolas había resistido… y Pierre lo había envidiado más aún. Y también odiado. Nicolas constituía un fracaso: ver ahora a Nicolas, con su hermoso rostro intacto, su pelo tan negro como el de Bastien y como él mismo lo había tenido, siendo que hoy ya no quedaba en su cráneo más que carne blancuzca y sin piel, era lo más amargo de todo: siempre había pensado que si Nicolas hubiera cruzado la frontera, el camino habría sido distinto. Condenar a su amigo para salvarse él: así se resumía la ecuación. Y en cierto modo, seguía siendo verdadera hoy. Por eso no había renunciado. Por eso le había anunciado su regreso. Por eso, ahora vislumbraba una repentina verdad: Nicolas era quien, de los dos, parecía más el verdadero padre de Bastien. El hombre que tenía ante sí personificaba el doble idealizado que su inconsciente proyectaba. Aquel que él debería haber sido si Laville-Saint-Jour no le hubiera impuesto otro destino…

—Solo faltabas tú, Nicolas… Te creía ocupado escribiendo. En principio, los escritores no actúan, ¿o me equivoco? Son más bien pasivos.

Nicolas miró al monstruo sin rostro: la visión iba más allá de lo imaginable. Por un fugaz instante, se le encogió el corazón: así que en esto se había convertido Pierre. Así que esto es lo que quedaba de su juventud en Laville-Saint-Jour…

Capítulo 82

C
léance Rochefort detuvo el coche justo delante de la entrada a las cocinas del Saint-Ex, bajó de él mientras se subía el cuello de su abrigo de piel, palpó en su bolso la forma del pequeño revólver que llevaba siempre consigo.

Caminó a paso firme en dirección al porche, insensible a los remolinos de niebla; sus tacones resonaban contra los adoquines, encendida de ira. Pierre le había tocado las narices: una actitud que la ponía fuera de sí, tanto más cuanto que estaba ligada a él para siempre; ella, que siempre había visto sus deseos satisfechos, a quien nadie se le resistía. Luego había estado ilocalizable. ¿Por qué? No tenía ni idea; en principio, su teléfono vía satélite funcionaba en cualquier circunstancia, así que puede que lo hubiera apagado… o que la niebla de Laville-Saint-Jour produjera interferencias (no era supersticiosa, o al menos mucho menos que la mayoría de los villenses, pero de todos modos, no se debía subestimar el poder de las sombras blancas, ¿no?).

Daba igual: tenía que avisarle. Por un lado, la mitad de la casa de los Moreau —¡la casa de Pierre, vaya!— acababa de volar por los aires a causa de una explosión. Por otro —¡ante todo!-Justo antes de prender fuego a sus pintarrajos, la madre del mocoso había recibido la visita de la profesora, acompañada de Nicolas. Era evidente que Audrey Miller había seguido la pista, con la ayuda del… ¡del traidor! La pista de Bastien. ¿Adónde se dirigían esos dos ahora? Cléance no lo sabía: las cámaras de que disponía solo cubrían La Talcotière y la antigua casa de los Andremi. Pierre, en todo caso, debía ser alertado lo más rápido posible, dado que aparentemente las amenazas que pesaban sobre Audrey no la habían disuadido de actuar contra sus intereses.

Oh, sí, claro que podría haber llamado a Antoine para que transmitiera el mensaje en su lugar —después de todo, aún debía de estar por los alrededores—, pero ya no se fiaba de él para nada: su desliz, uno entre tantos, con la profesora manifestaba su poca adhesión a la causa. De modo que había decidido acudir ahí lo más aprisa posible, aun cuando no hubiera utilizado la entrada de servicio desde hacía casi veinte años, aun cuando no supiera muy bien cómo colarse hasta las profundidades del pentáculo.

Cuando cruzó el porche, escuchó un ruido a su espalda. Se dio la vuelta, barrió la calle con la mirada. Imposible distinguir nada: en sus sobresaltos, la bruma arrastraba retazos de luz robados a las farolas y fragmentos de vida, que engullía de inmediato.

Se detuvo unos instantes, se encogió de hombros, entró en el Saint-Ex, algo molesta con los olores del comedor que se escapaban por las bocas de ventilación. El colegio parecía desierto; el patinillo de las cocinas solo estaba iluminado con las pálidas letras de las salidas de emergencia. Rodeó el refectorio, rebasó las cocinas para llegar hasta el murete y buscar el tragaluz. Para su sorpresa, lo encontró abierto (pero ¿cómo iba a meterse ahí dentro?), se asomó para escudriñar la negra abertura y se sobresaltó al descubrir este fenómeno: algunos filamentos de niebla se separaban de la masa para sumergirse por la abertura y avanzar por el túnel como si fueran anguilas.

—¿Dónde está mi hijo?

Cléance Rochefort se quedó petrificada. Conocía esa voz. Claro, ¿quién, si no? Así que habían ido allí… también ellos. ¿Cómo podía no haberlo imaginado?

Lentamente, introdujo su mano en el bolso, agarró la culata del minúsculo revólver… un chisme, casi un juguete. Pero que podía hacer mucho daño.

Se dio la vuelta lentamente, clavó su mirada en los ojos azorados de Audrey Miller. Conque era ella, la del ruido a su espalda. Debía de estar ya aparcada ahí cuando Cléance llegó y la había seguido. Sola. Llevaba en la mano lo que parecía una pala, que había debido de coger por el camino; los factótums del Saint-Ex siempre dejaban tiradas las herramientas en esa parte del colegio reservada al personal de servicio.

Cléance calibró rápidamente la situación, el tiempo necesario para sacar el revólver del bolso (e, inexperta como era, se preguntó de pronto si le había quitado el seguro). Decidió optar por la prudencia y ganar tiempo.

—No lo sé —dijo—. No es asunto mío.

—Oh, sí, sí que es asunto suyo… ¡Fue usted quien me habló esta mañana del peligro que corría mi hijo por mi culpa! Usted mejor que nadie sabe dónde se encuentra.

—Se lo repito, Audrey, no sé dónde está. Yo no me ocupo de esas… cosas.

Cléance Rochefort vio en los ojos de su enemiga el brillo de una cólera furiosa.

—¡Me importa un cuerno si es usted quien da las órdenes o si solo las cumple! ¡El cabronazo de mi marido está de su parte, con Andremi! ¿Cómo cree que van a salir de esta? Sabemos quiénes son. ¡SABEMOS QUIÉNES SON! ¡La policía ya está avisada, llegarán aquí en cuestión de minutos! ¡Tenemos los lugares, los nombres, todo!

Cléance Rochefort vio dibujarse una silueta detrás de la profesora, que se dirigía hacia ellas dos —una silueta que reconocía incluso con la niebla— y no pudo reprimir una sonrisa de triunfo.

—Pedazo de fulana de tres al cuarto —bufó—, no ha avisado a nadie y no ha hecho nada. Usted lo sabe y yo también. Y quiere saber la verdad: ¡su hijo está perdido! ¡PERDIDO! ¿me oye? Jocelyn nos lo ha entregado, Jocelyn nos lo ha dado en ofrenda… Y en el próximo solsticio, nosotros lo ofreceremos a nuestra vez. ¡Y debería sentirse orgullosa! ¡Sí, orgullosa por el honor que le hacemos, que Pierre le hace!

Vio cómo los ojos de la profesora se abrían ante la violencia del shock. Luego Audrey Miller lanzó un alarido y alzó la pala con una fuerza sorprendente para ser tan delgada. Cléance Rochefort retrocedió, trastabilló, notó cómo se le rompía un tacón con un adoquín, se vio acorralada, ahí en un momento, en su colegio, a diez metros de las basuras y…

PLOP.

La discreción del ruido fue proporcional al dolor que se desató en la espalda de Audrey, justo encima de los riñones. Su gesto se descompuso, soltó la pala, sintió cómo una parte fundamental de ella cedía bajo el impacto. Su cuerpo se desplomó entre salpicaduras de niebla, y un líquido caliente hizo que su ropa se pegara al suelo. Luego el dolor desapareció y el mundo se volvió blanco. No se dio cuenta de que estaba escupiendo sangre por la boca, al igual que tampoco vio cómo la niebla se deslizaba por el suelo, contra su cuerpo para introducirse por el tragaluz. Tan solo reconoció el rostro de Antoine que se inclinaba sobre ella, y su voz que le susurraba frías excusas al oído. Cerró los ojos para huir de él, y vio unas imágenes que la acompañaron hacia la muerte: el océano de amor que la había inundado cuando nació su hijo, su boquita cuando dijo «Mamá…», y la cazadora azul que le había comprado una semana antes para combatir los fríos de Laville, y su mano que le acariciaba la cara cuando lo arropaba antes de ir a dormir… Justo antes de sucumbir, dirigió una última plegaria a Nicolas: «Sálvalo… Encuentra a mi hijo y sálvalo…».

Cléance Rochefort dirigió a su marido una mirada entre fría y asombrada.

—¿Un silenciador? —dijo mirando el cañón de su arma—. No te creía tan…

Antoine Rochefort estaba arrodillado ante Audrey comprobando su estado. Se incorporó, satisfecho. Cléance observó que llevaba guantes, lo que no era habitual en él.

—Hay muchas cosas que no sabes.

Ella asintió con la cabeza: no se equivocaba. También había muchas que hubiera preferido ignorar. Mientras recogía la pala, le preguntó, en tono entre cortante e irritado:

—Bien, y ahora ¿qué hacemos?

Por toda respuesta, Antoine volvió y le asestó un violento palazo en la cabeza. Ni siquiera tuvo tiempo de que le doliera, se desplomó a algunos metros del cuerpo de su antigua amante. Como había hecho con esta última, comprobó su pulso: su mujer aún vivía, pero estaría fuera de combate varios minutos. Perfecto…

Evaluó el ángulo que separaba a ambas mujeres, dispuso la escena —la posición de la pala como si Audrey hubiera sido quien hubiera propinado el golpe, el cuerpo de su esposa— tal y como acababa de concebirla, en el instante en que había visto el enfrentamiento entre las dos mujeres. La ocasión venía que ni pintada.

Puso su revólver en la mano de Cléance, sacó de su bolso el juguete con el que le gustaba salir a pasear. Y ahora, sería doble o nada. En el peor de los casos, sería su palabra contra la suya. Al final, si la suerte lo acompañaba, sería él quien tomaría las riendas del colegio, de los laboratorios, y de lo demás… Eso fue lo acordado entre ellos hace mucho tiempo, un pacto ante notario que debía garantizar la continuidad de sus negocios si uno de los dos resultaba incapacitado para ello. Sin duda, Cléance había visto la ocasión de proseguir la obra de Pierre… junto a Pierre. Pasara lo que pasase. Pero tal y como le había dicho, por haberse consagrado moralmente a otro, por haberse conservado para él en cierto modo, su mujer desconocía todo de la verdadera naturaleza de su marido.

Sacó el móvil del bolsillo del abrigo y marcó el número de la policía. En ese momento, el eco de tres disparos se escapó por el tragaluz y observó cómo la niebla se lanzaba en cascada por él…

Capítulo 83

B
ertegui avanzó en dirección a la luz, desde donde parecía llegarle un eco lejano de voces, confuso, impreciso. ¿Cuánto llevaba caminando por ese dédalo oscuro? No lo sabía. El tiempo había dejado de correr… El día anterior, la sana sonrisa de su mujer, la risa de su hija pertenecían a otra vida.

—… ier!

¡Un grito más fuerte! Bertegui se detuvo: estaban ahí… En algún lugar, a su alcance. ¡Estaba seguro!

«en el centro del Pentáculo…

«los túneles para llegar a los aquelarres…»

¡Tenía que pensar como ellos! ¡Pensar como ellos! Aceleró el paso, recorrió los últimos metros que lo separaban de las vacilantes luces.

Se pegó contra el muro, esperó; a lo lejos, las voces seguían… Echó un vistazo a la sala: una especie de vestíbulo que daba a unos corredores, aureolado con el fuego vacilante de las antorchas que colgaban de la pared. Una verdadera antecámara de la galería de los horrores. El lugar parecía desierto, inmóvil… Y, sin embargo, no lo estaba: el Jabalí observó la niebla que se deslizaba a ras de suelo, que se hinchaba incluso entre las paredes, como si quisiera recubrir los muros. ¿Cómo podía llegar hasta ahí la niebla? Hasta el extremo… ¡sí, sí! de casi cubrir sus zapatos. Siguió el movimiento de la niebla que ondulaba con asquerosos sobresaltos y se percató de que fluía en una sola dirección, guiada por el flujo de una marea.

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