Una voz en la niebla (48 page)

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Authors: Laurent Botti

Tags: #Misterio, Terror

BOOK: Una voz en la niebla
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—¿Como lo del cura de San Miguel? ¿Por eso quiere enviar a alguien?

—Exacto. Quizá no sea nada, ha podido salir… pero quiero estar informado de todo. Un poco más tarde veré a los del departamento para informar a los muchachos, pero entretanto, corre la voz.

—Entiendo —dijo Clément. Vaciló antes de continuar—. Lo que es seguro es que con lo del suicidio, pasaron muchas cosas raras…

—¿El suicidio? ¿Qué suicidio?

Leves veteados en las mejillas imberbes, preludio de la inevitable variación de color de las orejas del teniente: rojo, rosa, fucsia, color violín, dependiendo de la temperatura ambiente y la violencia de las emociones.

—Pues, ya sabe, hace un mes… el chico con la bolsa en la cabeza…

—¿Y cuál es la relación?

—Los padres… yo conocía a los padres. Por eso quería que viniera, por si hubiera habido que abrir una investigación.

—¿Los padres?

—Sí… Ellos tampoco salen en los expedientes, pero… se llevaron algún susto. Lo sé. Fui yo quien los interrogó en su momento.

Obsequió a Bertegui con una prolongada mirada en morse villense, se levantó con ánimo de despedirse. Cuando iba a salir, se volvió para hacer esta observación sin aparente relación, como quien no quiere la cosa:

—Lo que me pregunto yo ahora es adónde ha ido a parar el corazón del toro.

Capítulo 53

A
pesar de sus respetables dimensiones, el despacho de Cléance Rochefort parecía más el tocador de una coqueta que la estancia de un directivo donde se firmaban contratos de exportación y nóminas: sofás tapizados en terciopelo, un gran escritorio art déco, plantas verdes y arreglos florales, todo ello envuelto en un inmueble de sillares de piedra de un lujo discreto, alejado de la imagen
high-tech
de la marca.

La señora presidenta estaba al teléfono, con las gafas caladas en la nariz, con un folleto en las manos, y explicando con firmeza a su interlocutor, a quien Audrey se imaginó temblando al otro lado de la línea, que «… la chica que me ha encontrado, Pedro, se supone que está feliz por utilizar Re-Oliane, no por tomar a los lectores que van a ver este anuncio por unos gilipollas…».

Mientras continuaba con su diatriba, señaló con la mirada a Audrey el sillón que había frente a ella.

Audrey dudó: ¿realmente había sido buena idea acudir? ¿Qué quería la mujer de Antoine? ¿Por qué la había pasado con la directora cuando había solicitado hablar con Daniel Moreau? ¿Era el nombre del destinatario de la llamada el que había alertado a la telefonista o… el suyo? A decir verdad, le parecía increíble verse catapultada ahí, tan rápido. De su cama a la sede de Hecticon. Y en apenas treinta minutos. ¿Quién da más?

La joven tomó asiento; esperó, incómoda, mientras observaba a la señora presidenta en acción. A la luz de las revelaciones de Nicolas sobre su pasado común, con la curiosidad de alguien que se reencuentra con un antiguo conocido tras unos años de interrupción, se preguntó qué impronta había dejado la adolescente de diecisiete años en la mujer de hoy. Aquella que había dirigido una sonrisa luminosa a Nicolas le Garrec en una foto de hace veinte años, con su radiante belleza brillando ante el objetivo.

Nada, decidió. Absolutamente nada. Con su traje sastre de color crudo, que había debido de costarle una fortuna, con su pelo bien tirante para realzar la estructura de sus pómulos de aristócrata, con sus gafas de Dior caladas, Cléance Rochefort decididamente había perdido toda la fragilidad de la juventud y todo el brío que la acompaña. Mujer de, hija de, ex amante de, rica, poderosa a su modo, autoritaria, e incluso cortante en ese momento, elegante, bella y seca. En definitiva, concluyó Audrey: una arpía.

—¡… búsqueme una por California, o dondequiera que sepan sonreír, por el amor de Dios! La quiero sana… ¡no una anoréxica de
fashion underground
!

Dicho esto colgó. Sin mirar a Audrey, tiró el folleto sobre la mesa, se quitó las gafas y lanzó un suspiro irritado.

—Y ahora vamos a lo nuestro —dijo por fin con aquella blanca sonrisa, firma de los Rochefort, que no auguraba nada bueno, y Audrey se arrepintió al punto de estar allí, maquillada de cualquier manera, el pelo cepillado contra toda sensatez, con vaqueros y botas, pero apenas había tenido tiempo de hacerlo mejor.

Misteriosamente comprendió que iba a entablarse entre ellas un combate cuyas reglas desconocía. Un combate, presentía ahora, que iba a perder por KO en el primer asalto.

—Supongo que está usted sorprendida, señora Miller —atacó directamente Cléance Rochefort—. Sí, estoy de acuerdo en que es un trámite poco habitual, pero ya ha oído que vamos a lanzar un nuevo producto, y son siempre temporadas estresantes. De todas maneras, lo que tengo que decirle va a ser muy breve: deje en paz a Antoine…

La orden iba envuelta en una suntuosa sonrisa, pero había sido dictada con el suficiente aplomo para dejar a Audrey sin palabras: un tic que la dejaba sin recursos cada vez que se hallaba en presencia de aquella mujer.

—No… entiendo qué quiere decir —balbuceó—. No he tratado de…

—Lo que quiero decir es que parece usted pensar, bueno, en realidad no sé el qué concretamente…, que mi marido no debería haber matriculado al hijo de uno de mis empleados con cargo a mis laboratorios, si no he entendido mal…

¿Era de Bastien de quien quería hablar? Audrey se había imaginado más bien que sería de Antoine, pero ¡no a propósito de eso! Así que Antoine le había contado su conversación a la entrada de la biblioteca. Pero ¿con qué fin? ¿Qué extraña relación mantenían aquellos dos para que él le fuera contando a su mujer los detalles de su ruptura con una amante?

En todo caso, el enfrentamiento pintaba más fácil. El colegio era su terreno. Y Bastien, su alumno.

—Las dudas que albergo a propósito de ese chico van mucho más allá de las formalidades de inscripción. Es un joven que tiene problemas y, por esa razón, me ocupo de ello. Saber quién ha pagado su matrícula es bastante secundario, a la postre… —vaciló—, aun cuando efectivamente, me sorprendió que fuera el único caso del colegio que gozara de ese trato.

Cléance Rochefort insistió en seguir sonriendo.

—Audrey… Desde luego, que se implique en su trabajo es algo que la honra, pero verá usted, sería una pena que interfiriera con el mío.

—¿Cómo dic…?

—Los laboratorios Hecticon me pertenecen. Así como el centro para el que trabaja.

Pese a sus esfuerzos, Audrey notó cómo el rojo le subía a las mejillas. Cléance Rochefort no solo era la mujer de su fugaz amante: también era, en cierto modo, su patrona. Lo que, de pronto, daba un cariz completamente distinto a la entrevista. Convocada ante la jefa para un rapapolvo.

—Como ya le he dicho, me parece… genial que se apasione usted por su trabajo, pero en última instancia me corresponde a mí decidir a quién quiero acoger en mi centro. Y en qué condiciones. Sobre todo cuando se trata de los hijos de mis empleados.

—Mi marido… mi centro… mis laboratorios… mi colegio… mis empleados…

Audrey afrontó en silencio esos ojos de color de azulejo que la miraban fija y fríamente. Y de pronto, tuvo una revelación: la autoridad de salón, la sonrisa Rochefort, el tono imperioso no reflejaban para nada la soltura que se podía atribuir a primera vista a la señora presidenta, sino una verdad más vulgar: Cléance Rochefort era una mujer sin amor. Aún peor: engañada. Ultrajada. Iracunda. Desesperada, quizá.

Y por supuesto, lamentable. Eso era lo que había matado a la chica de la foto. Pese a todos sus triunfos, el amor no había llamado a su puerta. Se había cansado de esperar. Se había convertido en… eso.

—En absoluto se trata de un caso comparable a lo que puede pasar en algún barrio conflictivo, señora Rochefort —comenzó con una civilizada sonrisa en los labios—. Quizá no lo sepa, pero su hermano pequeño sufrió un trágico accidente que le costó la vida. Un accidente de coche ante la mirada de Bastien. Un accidente un poco extraño, que perturba mucho a mi alumno… —una pausa, tras la que se atrevió a decir— provocado por un Mercedes azul oscuro.

Cléance Rochefort encajó el golpe: por primera vez, Audrey vio cómo los labios se cerraban por un segundo y se fruncían las arrugas sobre la boca como los pliegues de un abanico, antes de volver a su estado natural, rodeando la sonrisa.

—Entiendo que todo eso le preocupe. Pero en última instancia no pierda de vista las razones de su presencia en el Saint-Ex, Audrey…

—¿Las razones?

—Tiene más que perder que no que ganar, ¿comprende? Mucho más que perder…

Audrey pestañeó con nerviosismo: la había pillado desprevenida. ¿Había entendido bien las segundas? ¿De verdad Cléance Rochefort había dicho eso? ¿Había hablado con medias palabras del combate que libraba por su hijo? Sus palabras tenían el tono de una… advertencia. No, de una amenaza. Pero era imposible, ¿no?

Porque Audrey nunca había mencionado delante de Antoine sus «problemas personales», como conviene decir. Lo que había confesado con naturalidad a Nicolas en la terraza de los Rochefort, lo había omitido ante Antoine, incluso entre las sábanas, incluso después de varias semanas. En ese caso, ¿cómo podía estar al corriente Cléance Rochefort? Algo no marchaba… no cuadraba.

Como si le hubiera adivinado el pensamiento, Cléance Rochefort dio por terminada la entrevista con estas palabras, puesta de pie mientras le tendía la mano:

—En serio, Audrey, todos nosotros apreciamos mucho que se implique tanto, y de cualquier manera, actuará usted como mejor le parezca, pero… piense en su hijo más que en los de mis empleados.

Audrey le dio la mano, muda, pasmada. Cléance Rochefort había ganado. Y acababa de despedirla. Se retiró, avergonzada, todavía bajo la confusión de sus emociones y el shock de la puntilla. Cuando ya había recorrido la mitad del camino hasta la puerta, un leve arranque de orgullo le dio la energía para tratar de aclarar un último punto.

—¿Por qué me han pasado con su despacho cuando he llamado por teléfono? —preguntó de buenas a primeras dándose la vuelta; de todos modos, le parecía que había rebasado ya esa frontera más allá de la cual ya no es necesario andarse con rodeos.

Cléance Rochefort se había quitado ya las gafas y tecleaba en el ordenador. Levantó la vista, escaneó a Audrey con la mirada de pies a cabeza, aparentemente para juzgar la legitimidad de su empleada a la hora de plantear semejante pregunta.

—Daniel Moreau no… no está localizable ahora —dijo finalmente—. Ni siquiera nosotros logramos dar con él. Todas sus llamadas están desviadas a mi línea…

«Daniel Moreau no está localizable… Piense en su hijo…» Las palabras perseguían a Audrey mientras pasaba, casi a la carrera, ante la mirada impávida de la telefonista, de la sede de Hecticon al muy haussmanniano y parisino boulevard Carnot.

¿Cómo habían podido dar ese vuelco las cosas?, se preguntó mientras se metía en su Clio. Cerró la portezuela, se abandonó al relativo silencio del habitáculo, o al menos se esforzó en ello sin conseguirlo: estaba demasiado estupefacta, y si los ruidos del mundo le llegaban amortiguados, en su cabeza vibraban preguntas, dudas, sospechas. Había dado muestras de poco juicio al aceptar encontrarse con Cléance Rochefort.

¿Quién era esa gente? ¿Qué hacía… exactamente? ¿Y qué decir de la amenaza? Piense en su hijo… ¿Cómo lo habían sabido? ¿Había encargado Antoine una investigación? Pensándolo bien, había notado como una mirada clavada en ella en los últimos días. ¿Desde cuándo, de hecho?

La respuesta se impuso luminosa, espeluznante: el día que había ido a pedir explicaciones acerca de las formalidades de inscripción. Cuando había hablado por primera vez de Bastien a Antoine.

¿De qué más era capaz esa pareja extraña… y maldita?

«Piense en su hijo…» De pronto, sintió que le fallaba el corazón, notó cómo se paraba, como si le acabara de golpear un puñetazo en medio del pecho. Acababa de comprenderlo: Cléance Rochefort no se refería a sus intentos de acercarse a David, sino… ¡sino a algo mucho peor!

¡David está en peligro! ¡En verdadero peligro!

Pero ¿qué iba a hacer? ¿Qué podía hacer? Se esforzó en controlar la respiración, esperó aún para sobreponerse al pánico que se había adueñado de ella de un modo tan brutal, antes de decidirse a llamar a Nicolas le Garrec. Quizá él tuviera alguna idea. O alguna explicación.

Después de todo, él los conocía.

Todavía con dudas, giró la llave de contacto, introdujo un CD. Se disponía a arrancar cuando recibió el golpe fatal: una alta silueta acababa de aparecer justo en la esquina, al comienzo del bulevar, en medio de la niebla. Pelo canoso, un elegante abrigo oscuro… Medio minuto después, Joce, su ex marido, empujaba a su vez la puerta de los laboratorios Hecticon.

Capítulo 54

«¿H
as hablado con tu padre por teléfono esta mañana?» Era una pregunta anodina, que su madre había lanzado con aire ausente. Y sin embargo, desde que se la había formulado hacía dos horas, Bastien no dejaba de darle vueltas y más vueltas como a las piezas de un rompecabezas. No había llegado a oír ni tres frases de la clase de historia —que había versado sobre el imperio bizantino en tiempos de Justiniano— y mucho menos los cuarenta minutos de mates que acababan de pasar entre bostezos generalizados (y tapándose la nariz cuando se acercaba el señor Dupuis entre eructos y bocanadas pestilentes de un aliento que habría merecido una pensión de invalidez). Me extraña que no haya llamado, porque teníamos que hablar de algo, había insistido su madre. Precisamente ante esas palabras, la preocupación había hecho acto de presencia, de modo que ni siquiera había intentado hablar con ella de los cuadros, aun cuando tal era su intención, después de pasar una corta noche soñando con cielos color púrpura, bajo los que un rostro macilento y borroso le susurraba palabras inaudibles, con un cuchillo en la mano. Su padre, sobre todo después de la conversación del día anterior, debería haber llamado. Y sin embargo, nada… ni llamada, ni respuesta al SMS que le había dejado justo antes de entrar en clase.

Con cuidado de evitar la mirada del señor Dupuis, repentinamente arrebatado por sus explicaciones líricas (y aromáticas) sobre los polígonos, Bastien entreabrió su estuche, en el que había escondido su móvil, y comprobó la pantalla. Todavía nada.

Ni su padre ni Opale, ausente esa mañana, igual de muda que el día anterior.

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