Vacas, cerdos, guerras y brujas (7 page)

BOOK: Vacas, cerdos, guerras y brujas
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Estos incidentes desagradables producen enfrentamientos entre los vecinos y aumentan la sensación general de insatisfacción. Como señala Rappaport, los incidentes en los que están implicados los cerdos aumentan necesariamente con más rapidez que la misma piara.

Para evitar estos incidentes y estar más cerca de sus huertos, los maring comienzan a dispersar sus casas en un área más extensa. Esta dispersión reduce la seguridad del grupo en caso de reanudación de las hostilidades.

Todos se vuelven más nerviosos. Las mujeres comienzan a quejarse de su exceso de trabajo. Discuten con sus maridos y regañan a sus hijos. Pronto empiezan los hombres a preguntarse si no habrá ya "suficientes cerdos".

Bajan a inspeccionar el rumbim y ver la altura que ha alcanzado. Las quejas de las mujeres aumentan de tono, y finalmente los hombres acuerdan, con considerable unanimidad y sin hacer recuento de los cerdos, que ha llegado el momento de iniciar el kaiko.

Durante el kaiko celebrado en el año 1963, los tsembaga sacrificaron las tres cuartas partes del número total de cerdos y consumieron siete octavas partes de su peso total. Gran parte de esta carne se distribuyó entre los parientes políticos y aliados militares que fueron invitados a participar en las fiestas a lo largo de todo el año.

En los rituales culminantes celebrados el 7 y el 8 de noviembre de 1963, los tsembaga mataron 96 cerdos, distribuyendo carne y manteca, directa o indirectamente, entre una población estimada en dos mil o tres mil personas.

Los tsembaga se reservaron unas 2.500 libras de carne de cerdo y manteca, es decir, 12 libras por cada hombre, mujer y niño, cantidad que consumieron en cinco días consecutivos de glotonería desenfrenada.

Los maring utilizan conscientemente el kaiko como una ocasión para recompensar a sus aliados por la asistencia anterior y ganarse su lealtad en futuras hostilidades. A su vez los aliados aceptan la invitación al kaiko porque les da la oportunidad de comprobar si sus anfitriones son lo suficientemente prósperos y poderosos para garantizar un apoyo continuo; por supuesto, también los aliados anhelan la carne de cerdo.

Los huéspedes se atavían con sus mejores galas. Se adornan con collares de cuentas y conchas, ligas de conchas de cauri en las pantorrillas, pretinas de fibra de orquídea, taparrabos a rayas de color púrpura ribeteados con piel de marsupiales, y montones de hojas en forma de acordeón rematadas con un polisón en sus nalgas. Coronas de plumas de águila y papagayo envuelven sus cabezas, engalanadas con tallos de orquídeas, escarabajos verdes y cauris, y coronadas con un ave del paraíso entera disecada. Cada hombre ha pasado horas enteras pintándose la cara con dibujos originales, y se adorna con la mejor pluma del ave del paraíso, que atraviesa su nariz junto con un disco o la concha dorada en forma de medialuna de una ostra perlífera. Visitantes y anfitriones se pavonean ante los demás danzando en la pista construida expresamente para la ocasión, preparando así el terrenos para alianzas amorosas con las espectadoras, así como alianzas militares con los guerreros.

Más de 1.000 personas se apiñaban en el terreno de la danza de los tsembaga para participar en los rituales que siguieron al gran sacrificio de cerdos presenciado por Rappaport en 1963. Paquetes de manteca salada de cerdo se amontonaban como premio especial tras la ventana situada en lo alto de un edificio ceremonial de tres lados colindante con el terreno de danza. En palabras de Rapaport:

Varios hombres subieron a lo alto de la estructura y desde allí proclamaron a la multitud, uno a uno, los nombres y clanes de los hombres homenajeados. Cuando era llamado, el homenajeado cargaba hacia la ventana blandiendo su hacha y lanzando gritos.

Sus partidarios le seguían de cerca dando gritos de guerra, tocando tambores y esgrimiendo armas. Una vez en la ventana, los tesembaga a los que había ayudado el hombre homenajeado en el último combate, le llenaban la boca con la manteca salada y fría de la panza y le pasaban por la ventana un paquete que contenía más manteca para sus seguidores. El héroe se retiraba entonces con la manteca colgando de su boca, y con él sus partidarios, profiriendo gritos, cantando, tocando los tambores y danzando. Las llamadas se sucedían rápidamente, y los grupos que cargaban hacia la ventana se enredaban a veces con los que se retiraban.

Todo esto tiene una explicación práctica dentro de los límites establecidos por las condiciones tecnológicas y ambientales básicas de los maring. En primer lugar, el ansia de carne de cerdo es un rasgo perfectamente racional de la vida de los maring, dada la escasez general de carne en su dieta. Aunque pueden complementar en ocasiones su dieta de vegetales básicos con ranas, ratas y algunos marsupiales, la carne de cerdo domesticado es su mejor fuente potencial de proteínas y grasas animales de alta calidad. Esto no significa que los maring sufran de forma aguda una deficiencia en proteínas. Al contrario, su dieta de ñames, batatas, taro y otros alimentos vegetales les proporciona una gran variedad de proteínas vegetales que satisfacen, aunque no sobrepasan, los niveles normales de nutrición. Sin embargo, la obtención de proteínas del cerdo es otra cuestión. En general las proteínas animales están más concentradas y son, desde el punto de vista metabólico, más eficaces que las vegetales, de ahí que la carne sea siempre una tentación irresistible para las poblaciones humanas que se limitan principalmente a alimentos vegetales (nada de queso, leche, huevos o pescado).

Además, hasta cierto punto, la cría de cerdos está bien fundada en la ecología de los maring. La temperatura y humedad son ideales. El ambiente húmedo y sombreado de las faldas de las montañas favorece la cría de cerdos y permite a estos animales obtener una parte fundamental de su alimento hozando libremente en el bosque. La prohibición absoluta de la carne de cerdo —la solución en el Oriente Medio— sería una práctica sumamente irracional y antieconómica en estas circunstancias.

Por otro lado, un crecimiento ilimitado de la población porcina sólo puede acarrear una situación de competencia entre el hombre y el cerdo. En semejantes casos, la cría de cerdos se convierte en una sobrecarga para las mujeres y pone en peligro los huertos de los que depende la supervivencia de los maring. A medida que aumente la población porcina las mujeres maring tienen que trabajar cada vez más. Finalmente, se encuentran con que ya no trabajan para alimentar personas, sino a los cerdos. Por otra parte, cuando se empieza a explotar tierras vírgenes, la eficiencia de todo el sistema agrícola cae en picado. Este es el momento adecuado para el kaiko, a cuya celebración contribuyen los antepasados cumpliendo la doble función de estimular un esfuerzo máximo en la cría de cerdos y de evitar que éstos acaben con las mujeres y los huertos. Ciertamente, su tarea es más difícil que la de Yahvé o Alá, puesto que siempre es más fácil administrar un tabú total que otro parcial. Sin embargo, la creencia de que debe celebrarse un kaiko tan pronto como sea posible para hacer felices a los antepasados, libera efectivamente a los maring de animales que se han vuelto parásitos e impide que la población de cerdos se convierta en "algo demasiado bueno".

Si los antepasados son tan inteligentes, ¿por qué no fijan simplemente un límite al número de cerdos que cada mujer maring puede criar? ¿No sería mejor mantener un número constante de cerdos en vez de permitir que la población de cerdos pase por un ciclo de extremos de escasez y abundancia?

Esta alternativa sería preferible sólo si cada clan de los maring dispusiera de un tipo de agricultura completamente diferente, tuviera gobernantes poderosos y leyes escritas, hubiese alcanzado un crecimiento demográfico cero y careciese de enemigos: en una palabra, si no fueran maring. Nadie, ni siquiera los antepasados, puede predecir qué número de cerdos constituye "algo demasiado bueno", esto es, una cantidad excesiva. El momento en que los cerdos se convierten en una carga no depende de una serie de constantes, sino de un conjunto de variables que cambian cada año. Depende de la población existente en toda la región y en cada clan, de su estado de vigor físico y psicológico, de las dimensiones de su territorio, de la extensión disponible de bosque secundario, y de la situación e intenciones de los grupos enemigos en los territorios vecinos. Los antepasados de los tsembaga no pueden decir simplemente "no criaréis sino cuatro cerdos", puesto que no hay forma de poder garantizar que los antepasados de los kundugai, dimbagai, vimgagai, tuguma, aundagai, kauwasi, monambant y todos los demás se vayan a poner de acuerdo sobre este número. Todos estos grupos han entablado una lucha para hacer valer sus respectivos derechos a una parte de los recursos de la tierra. La guerra y la amenaza de guerra sondean y ponen a prueba estos derechos. El ansia insaciable de cerdos por parte de los antepasados es una consecuencia de esta belicosidad de los clanes maring.

Para dar satisfacción a los antepasados, se debe hacer un esfuerzo máximo no sólo para producir tanto alimento como sea posible, sino también para acumularlo en forma de piara de cerdos. Este esfuerzo, aun cuando produce excedentes cíclicos de carne de cerdo, aumenta la capacidad del grupo para sobrevivir y defender su territorio.

Esto se consigue diferentes maneras. En primer lugar, este esfuerzo extra exigido por el ansia de cerdos de los antepasados eleva los niveles de ingestión de proteínas para el grupo entero durante la tregua del rumbim, lo que da lugar a una población más alta, más sana y más vigorosa. Además, mediante la celebración del kaiko al finalizar la tregua, los antepasados garantizan un consumo de dosis masivas de proteínas y grasas de alta calidad en el período de mayor tensión social, es decir, en los meses que preceden inmediatamente al desencadenamiento de la lucha intergrupal. Finalmente, acumulando grandes cantidades de comida extra en forma de carne de cerdo de gran valor nutritivo, los clanes maring logran atraer y recompensar a aliados cuando más necesidad tienen de ellos: justo antes de estallar la guerra.

Los tsembaga y sus vecinos son conscientes de la relación entre éxito en la cría de cerdos y poderío militar. El número de cerdos sacrificados en el kaiko proporciona a los huéspedes una base precisa para evaluar la salud, energía y determinación de los anfitriones. Un grupo que no logre acumular cerdos no se hallará en condiciones de sostener una buena defensa de su territorio, y no atraerá a aliados poderosos. No es una simple premonición irracional de derrota la que se cierne sobre el campo de batalla cuando no se les ofrece a los antepasados suficiente carne de cerdo en el kaiko. Rappaport insiste —pienso que correctamente— en que en un sentido ecológico fundamental, el número de cerdos excedentes en un grupo indica su fuerza productiva y militar a la vez que valida o invalida sus derechos territoriales. En otras palabras, desde el punto de vista de la ecología humana, el sistema entero produce una distribución eficiente de plantas, animales y hombres en la región.

Estoy seguro de que muchos lectores van a insistir entonces en que el amor a los cerdos es inadaptativo y sumamente ineficiente, puesto que se ajusta a periódicos estallidos bélicos. Si la guerra es irracional, también lo es entonces el kaiko. Una vez más permitidme resistir a la tentación de explicar todas las cosas a la vez. En el próximo capítulo examinaré las causas materiales de la guerra de los maring. Pero de momento permitidme señalar que la porcofilia no es causa de la guerra. Millones de personas que nunca han visto un cerdo emprenden la guerra; y la porcofobia (antigua y moderna) tampoco aumenta de una manera ostensible el carácter pacífico de las relaciones intergrupales en el Oriente Medio. Dada la frecuencia de la guerra en la prehistoria e historia del hombre, no podemos sino asombrarnos ante el ingenioso sistema ideado por los "salvajes" de Nueva Guinea para mantener largos períodos de tregua. Después de todo, mientras el rumbim de sus vecinos permanece plantado, los tsembaga no tienen que preocuparse de verse atacados. ¡Ojalá pudiéramos decir lo mismo de las naciones que plantan mísiles en vez de rumbim!

Las guerras que emprenden tribus primitivas dispersas como los maring suscitan dudas acerca de la cordura de los estilos de vida humanos. Cuando las naciones-estado modernas emprenden la guerra, a menudo nos rompemos la cabeza tratando de encontrar la causa precisa, pero rara vez faltan explicaciones alternativas plausibles entre las cuales elegir.

Los libros de historia están repletos de detalles de guerras emprendidas para controlar rutas comerciales, recursos naturales, mano de obra barata o mercados de masas. Las guerras de los imperios modernos pueden ser lamentables, pero no son inescrutables. Esta distinción es básica para la "detente" nuclear actual, que se funda en el supuesto de que las guerras implican algún tipo de equilibrio racional de ganancias y pérdidas. Si Estados Unidos y Rusia van a perder evidentemente más de lo que posiblemente puedan ganar mediante un ataque nuclear, es probable que ninguno de ellos desencadene una guerra como solución a sus problemas. Pero sólo cabe esperar que este sistema impida la guerra si las guerras en general se relacionan con condiciones prácticas y mundanas. La probabilidad de la autoaniquilación no disuadirá de la guerra si ésta se desencadena por razones irracionales e inescrutables. Si las guerras se emprenden, como creen algunos, principalmente porque el hombre es "belicoso" o "agresivo" por instinto, porque es un animal que mata por deporte, por gloria, por venganza, o por puro amor a la sangre y a la excitación violenta, entonces ya podemos ir despidiéndonos de esos mísiles.

Los motivos irracionales e inescrutables predominan en las explicaciones actuales de la guerra primitiva. Puesto que la guerra tiene consecuencias mortales para los que participan en ellas, parece presuntuoso dudar que los combatientes saben por qué están combatiendo. Pero la respuesta a nuestros enigmas de la vaca, el cerdo, las guerras o las brujas no se encuentra en la conciencia de los participantes. Los propios beligerantes rara vez captan las causas y consecuencias sistemáticas de sus batallas. Suelen explicar la guerra describiendo los sentimientos y motivaciones personales experimentadas inmediatamente antes del desencadenamiento de las hostilidades. Un jíbaro a punto de ponerse en camino para emprender una cacería de cabezas, acoge con satisfacción la oportunidad de capturar el alma del enemigo; el guerrero crow anhela tocar el cuerpo del enemigo fallecido para demostrar su valor; algunos guerreros se inspiran en el pensamiento de la venganza, otros en la perspectiva de comer carne humana.

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