Read Vacas, cerdos, guerras y brujas Online
Authors: Marvin Harris
Los maring y los yanomamo, al igual que la mayor parte de las sociedades primitivas, practican la poliginia, lo cual significa que muchos hombres tienen varias esposas. Todas las mujeres se casan tan pronto como pueden tener hijos y permanecen casadas mientras dura su vida reproductiva. Cualquier varón normal puede dejar embarazadas a cuatro o cinco mujeres fértiles durante la mayor parte del tiempo. Cuando fallece un hombre maring, hay muchos hermanos y sobrinos que esperan incorporar la viuda a su hogar. Incluso desde el punto de vista de la subsistencia, se puede prescindir totalmente de la mayor parte de los varones, cuya muerte en combate no crea necesariamente dificultades insuperables a su viuda e hijos. Entre los maring, como ya he mencionado en el capítulo anterior, las mujeres son las que más trabajan en los huertos y en la cría de los cerdos. Esto es cierto para todos los sistemas de subsistencia basados en la agricultura de tala y quema del mundo. Los hombres contribuyen a las tareas hortícolas quemando el manto del bosque, pero las mujeres están perfectamente capacitadas para realizar por sí solas este trabajo pesado. En la mayor parte de las sociedades primitivas, siempre que hay que transportar cargas pesadas —leña o cesta de ñames— se considera a las mujeres, no a los hombres como "bestias de carga" adecuadas. Dada la aportación mínima de los varones maring a la subsistencia, cuanto mayor es el porcentaje de mujeres en la población, mayor es la eficiencia global de la producción alimentaría. En lo que atañe a la comida, los hombres maring son como los cerdos: consumen mucho más de lo que producen. Las mujeres y los niños comerían mejor si se dedicaran a criar cerdos en vez de hombres.
Por consiguiente, el significado adaptativo de la guerra de los maring no puede radicar en el efecto bruto de las muertes en combate sobre el crecimiento de la población. Al contrario, pienso que la guerra preserva el ecosistema maring mediante dos consecuencias más bien indirectas y menos conocidas. Una de ellas se relaciona con el hecho de que, a resultas de la guerra, los grupos locales se ven forzados a abandonar las áreas de los huertos de primera calidad cuando todavía no han alcanzado el techo de la capacidad de sustentación. La otra consiste en que la guerra incremente la tasa de mortalidad infantil femenina; y así pese a la insignificancia demográfica de la mortalidad masculina en combate, la guerra actúa como regulador efectivo del crecimiento de la población regional.
En primer lugar, voy a explicar el abandono de las tierras hortícolas de primera calidad. Hasta años después de producirse un aplastamiento, ni vencedores ni vencidos explotan el área central de los huertos del grupo derrotado, integrado por los mejores lugares de bosque secundario de altitud media. Este abandono, aunque temporal, contribuye a mantener la capacidad de sustentación de la región. Cuando los kundegai derrotaron a los tsembaga en 1953, arrasaron sus huertos, destruyeron los árboles frutales, profanaron los cementerios y los hornos de los cerdos adultos que encontraron y se llevaron a sus a aldeas todas las cría de los mismos. Como señala Rappaport, las depredaciones se orientaban a hacer imposible la vuelta de los tsembaga a su propio territorio en vez de a la adquisición de un botín. Los kundegai, temiendo la venganza de los espíritus ancestrales de los tsembaga, se retiraron a su propio territorio. Una vez allí, colgaron ciertas piedras de combate mágicas en bolsas de red en el interior de un refugio sagrado. Estas piedras sólo se descolgaban cuando los kundegai se hallaban en situación de dar gracias a sus propios antepasados en el siguiente festival de cerdos. Mientras las piedras permanecían suspendidas, los kundegai temían a los espíritus de los tsembaga y se abstenían de trabajar sus huertos o cazar en su territorio.
Finalmente, sucedió que los mismos tsembaga volvieron a ocupar las tierras abandonadas. Como ya he dicho, en otras guerras los vencedores o sus aliados acaban explotando las tierras abandonadas temporalmente en la huida. Pero, en cualquier caso, el efecto inmediato de un descalabro militar cosiste en que las zonas del bosque cultivadas de forma intensiva se dejan en barbecho mientras que áreas previamente sin explotar —las zonas fronterizas del territorio del perdedor— se ponen en cultivo.
En las tierras altas de Nueva Guinea así como en todas las demás regiones forestales tropicales, la tala y quema repetidas de la misma área constituyen una amenaza para la capacidad de recuperación del bosque. Si el intervalo entre sucesivas rozas es muy corto, el suelo se vuelve seco y duro, y los árboles pueden volver a crecer. Las hierbas invaden el emplazamiento de los huertos y todo rico bosque primario en praderas erosionadas y barrancosas que no se pueden explotar mediante una agricultura de tipo tradicional.
Sabemos que esta secuencia ha producido millones de acres de praderas en todo el mundo.
Entre los maring, se ha producido una deforestación relativamente pequeña.
Hay algunas zonas de praderas permanentes y de bosques secundarios degradados en el territorio de grupos grandes y agresivos como los kundegai (el grupo responsable del aplastamiento de los tsembaga en 1953). Pero la destrucción de formas de vida consecuencia del intento de forzar al bosque a mantener más cerdos y hombres de los que puede tolerar, se evidencia en muchas regiones cercanas de las tierras altas de Nueva Guinea. Por ejemplo, un estudio reciente sobre la región foré meridional emprendido por el doctor Arthur Sorensen, miembro de Los Institutos Nacionales de la Salud, muestra que los foré han causado daños irreversibles de gran escala en el hábitat de su bosque primario, en un área de cuatrocientas millas cuadradas de la Cordillera Central. La espesa hierba kunai ha invadido los emplazamientos de huertos y caseríos abandonados, siguiendo al movimiento de asentamiento a medida que se interna en los bosques vírgenes. Cabe constatar una destrucción general del bosque en las regiones en las que se ha practicado la horticultura durante muchos años. En mí opinión el ciclo regulado por el ritual de guerra, paz del rumbim y sacrificio de cerdos ha ayudado a proteger el hábitat de los maring de un destino similar.
Pese a todos los extraños acontecimientos que tienen lugar durante el ciclo ritual —plantación del rumbim, sacrificio de cerdos, suspensión de las piedras de combate mágicas y la misma guerra— el problema que más llama mi atención, que más fascinante me parece no es otro que el de la regulación temporal. En la región habitada por los maring, los huertos deben quedar en barbecho durante un mínimo de diez a doce años consecutivos antes de poder quemarlos y replantarlos sin peligro de degradarse en pradera. Los festivales del cerdo se celebran también aproximadamente dos veces en cada generación, es decir, cada diez o doce años. Esto no puede ser una simple coincidencia. Por consiguiente, creo que ahora podemos responder al menos a la pregunta: "¿Cuándo tienen los maring cerdos suficientes para dar gracias a los antepasados?" La respuesta es: "Tienen cerdos suficientes cuando el bosque ha vuelto a crecer en el área de los antiguos huertos del grupo vencido".
Los maring, al igual que otros pueblos que practican la tala y la quema, viven de "comerse el bosque": quemando árboles y cultivando en las cenizas. El ciclo ritual y la guerra ceremonial les impiden "comer" demasiado bosque con excesiva rapidez. El grupo derrotado se retira de las tierras mejor adaptadas por su topografía para la horticultura. Esto permite la regeneración del manto forestal en aquellos sectores que la voracidad de los maring y sus cerdos pone en peligro. Durante la estancia entre sus aliados, los vencidos pueden volver a explotar partes de su territorio, pero en lugares del bosque primario alejados de sus enemigos que no corren peligro alguno. Si consiguen criar muchos cerdos y recuperan su fuerza con ayuda de sus aliados, intentarán volver a ocupar sus tierras y ponerlas de nuevo en plena producción. El ritmo de guerra y paz, fuerza y debilidad, abundancia de cerdos y escasez de cerdos, huertos centrales y huertos periféricos, esto evoca los ritmos correspondientes en todos los clanes vecinos. Aunque los vencedores no tratan de ocupar inmediatamente el territorio del enemigo, plantan los huertos más cerca de la frontera del territorio del enemigo aplastado que antes de la guerra. Lo que todavía es más importante, su población de cerdos se ha reducido drásticamente, lo que provoca al menos una reducción temporal en el índice de crecimiento hacia el umbral de la capacidad de sustentación del territorio.
Cuando la población porcina se acerca a su máximo, los vencedores descuelgan las piedras de combate mágicas, arrancan el rumbim y se preparan para entrar en el territorio desocupado y regenerado de nuevo, en son de paz si sus enemigos de antes son todavía demasiado débiles para entablar un combate con ellos, o con ánimo vengativo si sus enemigos anteriores se han reforzado.
En las pulsaciones vinculadas de gente, cerdos, huertos y bosques podemos comprender por qué los cerdos adquieren una santidad ritual considerada incompatible con el carácter de los cerdos en otras partes del mundo. Puesto que un cerdo adulto come tanto bosque como un hombre adulto, el sacrifico de cerdos reduce el sacrificio de hombres en el clímax de cada ritmo sucesivo.
No es pues de extrañar que los antepasados ansíen los cerdos; de lo contrario, ¡tendrían que "comerse" a sus hijos e hijas!
Queda un problema. Cuando los tsembaga fueron expulsados de su territorio en 1953, buscaron refugio junto a siete grupos locales diferentes. En algunos casos, los clanes junto a los que marcharon a vivir acogieron a "refugiados" adicionales de otras guerras anteriores y posteriores a la derrota de los tsembaga. Parecería, por lo tanto, que la amenaza ecológica a los territorios del grupo aplastado simplemente se había trasferido de un lugar a otro, y que los refugiados pronto comenzarían a devorar los bosques de sus anfitriones.
De ahí que el simple desplazamiento de la gente no baste para impedir que la población degrade el medio ambiente. Debe haber asimismo algún medio de limitar el crecimiento real de la población. Esto nos lleva a la segunda consecuencia de la guerra primitiva que he mencionado hace un momento.
En la mayor parte de las sociedades primitivas, la guerra es un medio eficaz de control demográfico, ya que un combate intenso y periódico entre grupos favorece la crianza de niños en vez de niñas. Cuanto más numerosos son los varones adultos, más poderosa es la fuerza militar que un grupo dependiente de armas de mano puede reclutar para el campo de batalla y más probabilidad tiene de conservar su territorio frente a la presión ejercida por sus vecinos.
Según un estudio demográfico sobre más de 600 poblaciones primitivas realizado por William T. Divale, miembro del Museo Americano de Historia Natural, hay un desequilibrio permanentemente extraordinario a favor de los muchachos en los grupos de edades infantil y juvenil (aproximadamente hasta los quince años de edad). La razón media entre muchachos y muchachas es de 150:100 pero algunos grupos tienen incluso el doble de muchachos que de muchachas. La misma razón entre los tsembaga se aproxima a la media de 150:100. Sin embargo, cuando examinamos los grupos de edad adulta, la razón media entre hombres y mujeres en el estudio de Divale se aproxima más a la unidad, lo que sugiere una tasa de mortalidad más elevada para los hombres maduros que para las mujeres maduras.
Las bajas en combate constituyen la causa más probable de la mayor tasa de mortalidad entre los hombres adultos. Entre los maring, las bajas de varones en combate sobrepasa a las de mujeres en una proporción de 10 a 1. Pero, ¿cómo se explica la situación inversa en las categorías de edad infantil y juvenil?
La respuesta de Divale es que muchos grupos primitivos practican el infanticidio femenino manifiesto. Se ahoga a las niñas, o simplemente se las deja abandonadas en el bosque. Pero más frecuentemente, el infanticidio es encubierto, y la gente niega habitualmente que lo practique, lo mismo que los agricultores hindúes niegan que matan a sus vacas. Al igual que la proporción desequilibrada entre bueyes y vacas en la India, la discrepancia entre las tasas de mortalidad infantil femenina y masculina obedece normalmente a una "pauta de negligencia" en el cuidado de las criaturas y no a una agresión directa a la vida de la niña. Incluso una pequeña diferencia en la sensibilidad de la madre a los llantos de los hijos que solicitan alimento o protección podría explicar por acumulación el desequilibrio total en la razón entre mujeres y hombres.
Únicamente un conjunto sumamente poderoso de fuerzas culturales puede explicar la práctica del infanticidio femenino y el tratamiento preferencial otorgado a las criaturas del sexo masculino. Desde un punto de vista estrictamente biológico, las mujeres son más valiosas que los hombres. La mayor parte de los varones son, por que se refiere a la producción, superfluos, puesto que basta un sólo hombre para dejar embarazadas a cientos de mujeres.
Sólo las mujeres pueden dar a luz y amamantar a los niños (en sociedades que carecen de biberones y de fórmulas que sustituyan a la leche materna). De existir algún tipo de discriminación sexual contra las criaturas, predeciríamos que los varones serían las víctimas. Pero sucede al revés. Esta paradoja es más difícil de comprender si admitimos que las mujeres están capacitadas física y mentalmente para realizar todas las tareas básicas de producción y subsistencia con independencia total de cualquier ayuda de los varones. Las mujeres pueden realizar todas las actividades que realizan los hombres, aunque tal vez con alguna pérdida de eficiencia donde se requiere fuerza bruta. Pueden cazar con arcos y flechas, pescar, poner trampas, y talar árboles si se les enseña o se les permite aprender. Pueden transportar y transportan cargas pesadas, pueden trabajar y trabajan en los huertos y campos en todo el mundo. Entre los horticultores de tala y quema como los maring, las mujeres son los principales productores de alimentos. Incluso entre grupos cazadores como los bosquimanos, el trabajo de la mujer subviene a más de dos terceras partes de las necesidades nutritivas del grupo. En cuanto a los inconvenientes asociados con la menstruación y el embarazo, las líderes actuales de los movimientos de liberación de la mujer tienen toda la razón cuando señalan que se pueden eliminar con facilidad estos "problemas" en la mayor parte de las tareas y actividades productivas mediante pequeños cambios en los planes de trabajo. La presunta base biológica de la división sexual del trabajo es completamente absurda. Mientras todas las mujeres de un grupo no se encuentren al mismo tiempo en el mismo período de embarazo, las mujeres podrían administrar perfectamente por sí solas las funciones económicas consideradas como prerrogativa natural de hombre, como, por ejemplo, la caza o el pastoreo.