Valentine, Valentine (20 page)

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Authors: Adriana Trigiani

Tags: #Romántico

BOOK: Valentine, Valentine
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Alfred entra en la tienda.

—¿Qué coño pasa aquí? —dice con brusquedad mientras se acerca al vestíbulo donde Hatcher está inspeccionando las escaleras.

—Quiero comprar el edificio y el negocio —digo yo.

Alfred ríe. El sonido de su risa cruel me atraviesa y destruye la confianza en mí misma, como ha sucedido a lo largo de toda mi vida. Luego dice:

—¿Con qué? ¡Estás soñando!

Mueve la mano en círculos como si ya fuera el propietario de la compañía de zapatos Angelini y del número 166 de Perry Street.

—¿Cómo podrías comprar esto? Ni siquiera puedes comprar la plancha.

Cierro los ojos y contengo las lágrimas. En vez de doblegarme, como siempre hago, busco el registro más grave de mi voz y digo con firmeza:

—Estoy trabajando en ello.

Scott Hatcher entra, guarda sus manos en los bolsillos y mira a la abuela:

—Estoy preparado para hacerle una oferta, una oferta en metálico. Señora Angelini, quiero comprar el 166 de Perry Street.

Tiro de mi gorro de lana para cubrirme las orejas, que me escuecen de frío. Camino por Little Italy esta noche de martes, las calles están vacías y la reluciente pérgola sobre Grand Street parece el último poste de la carpa dejado por el circo ambulante antes de abandonar el pueblo. Giro en Mott Street. Empujo la puerta de Ca' d'Oro. El restaurante está medio lleno. Saludo a Celeste, que está detrás de la barra, y me dirijo a la cocina.

—Hola —digo, desde el umbral.

Roman está decorando dos platos de ossobuco con perejil fresco. El camarero los coge y me empuja para pasar al salón. Roman sonríe, viene hacia mí y me da un beso en cada mejilla antes de quitarme el gorro.

—Estás helada.

—Y peor estaré cuando me quede sin trabajo y sin techo.

—¿Qué ha pasado?

—La abuela ha recibido una oferta por el edificio.

—¿Quieres trabajar conmigo?

—Mis
gnocchi
son como plastilina y la carne de ternera me queda como goma.

—Entonces, retiro mi oferta.

—¿Cómo se hace, Roman? ¿Cómo se compra un edificio?

—Necesitas un banquero.

—Tengo uno, mi ex novio.

—Espero que hayáis terminado en buenos términos.

—Sí, no soy de la clase de persona que busca el melodrama en su vida privada, lo cual, si tienes en cuenta el melodrama de mi vida profesional, es muy bueno.

—¿Qué ha dicho tu abuela?

—Nada. Escuchó la oferta, siguió trabajando, subió las escaleras, se vistió y se fue al teatro.

—¿Ya ha confirmado al comprador que le venderá el edificio?

—No.

—Entonces quizá no lo haga.

—No conoces a mi abuela, nunca se arriesga, va a lo seguro.

Roman me besa, mi rostro se calienta con su tacto, es como si el cálido sol italiano hubiera salido esta noche amarga y fría. Siento una corriente de aire que viene de la puerta trasera, apuntalada con una lata de tamaño industrial de tomate pelado y triturado San Marzano. Paso mis brazos alrededor de su cuello.

—¿Has notado que desde nuestra primera cita no he traído más que malas noticias? El cáncer de mi padre, mis problemas financieros…

—¿Eso qué tiene que ver con nosotros?

—¿No crees que tengo una mala racha?

—No.

—Estoy preparada para más malas noticias. Vamos, dilo, quizás estás casado y tienes siete hijos malcriados en Tenafly.

Ríe.

—Pues no.

—Espero que tengas cuidado al cruzar las calles.

—Soy muy cuidadoso.

El camarero entra en la cocina y dice:

—Mesa dos. Raviolis de trufa.

Me mira a mí y luego, impaciente, a su jefe.

—Debería irme —digo, y doy un paso atrás.

—No, no, espera mientras trabajo.

Miro la cocina.

—Soy buena con la vajilla.

—Bueno, entonces, adelante.

Sonríe y se dirige al horno. Me quito el abrigo y lo cuelgo, cojo un delantal limpio que estaba en la parte de atrás de la puerta, lo paso alrededor de mi cabeza y lo ato a la altura del talle.

—Te prefiero a Bruna —me dice.

Observo mi reflejo en el metal pulido de la nevera; sonrío por primera vez en lo que va de día.

6

El hotel Carlyle

La abuela y yo llegamos puntuales a nuestra reunión con Rhedd Lewis, de Bergdorf Goodman. Ella se baja del taxi y me espera en la esquina mientras pago al conductor. Dejo a toda prisa el asiento y me reúno con ella en la esquina de la calle Cincuenta y Ocho y la Quinta Avenida.

La abuela lleva un sencillo traje pantalón negro y, en el cuello, una cadena gruesa de oro de la que pende un lujoso y enorme colgante. El dobladillo de sus pantalones se convierte en un suave pliegue sobre el empeine de sus zapatos negros con franjas doradas. Sujeta cerca de ella el bolso en bandolera, fabricado en cuero negro. Su postura es recta y alta, como el maniquí que posa, con un abrigo de tela de espiga diseñado por Christian Lacroix, detrás de ella, en el escaparate del gran almacén.

El exterior de Bergdorf es realmente majestuoso; construido en los años veinte, alguna vez fue una casa particular con una fachada de arenisca gris acentuada por el cristal emplomado de las ventanas. Fue una de las grandes residencias que la familia Vanderbilt construyó en Manhattan. Esta esquina es una de las más famosas de Nueva York ya que domina, hacia el norte, la piazza del hotel Plaza y, hacia el este, la Quinta Avenida.

La abuela me sonríe, ha pintado con bastante gracia sus labios, de un tono rojo brillante.

—Me encanta tu traje —dice ella.

Llevo una chaqueta corta del diseñador B. Michael, es de seda y lana azul marino con un generoso cuello claudine, y hace juego con unos pantalones de pernera ancha. Le hice al diseñador unos zapatos para su madre, así que este traje es su parte del trato.

—Estás muy guapa, abuela.

Entramos en la tienda a través de la puerta giratoria situada en una de sus esquinas. Esta sección parece un invernadero, excepto por los expositores, que están llenos de bolsos de diseño en lugar de plantas exóticas. Una araña de luces, cubierta de prismas de color miel, ilumina el parqué de madera dorada. La abuela y yo nos dirigimos a los ascensores y a nuestra reunión. Tengo grandes esperanzas y la abuela ha hecho todo lo posible por atemperar mis expectativas.

Al salir del ascensor en la octava planta todo es silencio, incluso el sonido del teléfono tiene un tono suave. No queda nada del barullo de las compras que tienen lugar debajo de nosotros. De hecho, tienes la sensación de que estás en un delicado apartamento del Upper East Side más que en un edificio de oficinas. La refinada decoración es una mezcla de tonalidades neutras con ocasionales destellos de color en los muebles y en las obras de arte.

Me presento a la recepcionista y ella nos pide que esperemos en el sofá de dos plazas. Está forrado de moaré verde manzana y tiene adornos en azul marino. La mesa de centro es baja, un moderno círculo de metacrilato. Sobre su superficie descansan en abanico los catálogos de invierno de Bergdorf, el tema es la ropa para la estación de esquí. Estoy a punto de coger uno y hojearlo cuando una joven aparece en el umbral y dice:

—La señora Lewis las recibirá ahora, síganme, por favor.

La joven nos guía hasta la oficina de Rhedd Lewis, en la que flota una delicada fragancia de té verde y peonías rosadas. El escritorio es un sencillo rectángulo, largo y moderno, forrado de cuero turquesa. El tapete de sisal da a la habitación el aliento fresco de una villa griega en la Quinta Avenida. La silla lacada de bambú del escritorio está vacía. La abuela y yo nos sentamos en sillas Fornasetti, dos brillantes y modernos tronos con asientos de color caramelo. La abuela señala el parque que se ve desde las ventanas.

—¡Qué vista!

Me levanto de la silla. Cuando las últimas hojas de otoño se van, las puntas de los árboles de Central Park parecen una extensión interminable de los garabatos grises de Cy Twombly.

—Debió de ser un sueño vivir en esta mansión —dice la voz profunda de una mujer a nuestras espaldas.

Me vuelvo para ver a Rhedd Lewis en el marco de la puerta. La identifico por la foto que aparece en su biografía de la Wikipedia. Es alta y esbelta, lleva unos pantalones pitillo, una túnica negra de casimir y una gargantilla que podría describirse como un macetero de macramé de los años setenta. De alguna manera, la extraña combinación funciona. En los pies se mantiene fiel a los clásicos, lleva unos zapatos planos de Capezio. Camina hacia su escritorio prácticamente de puntillas.

Rhedd Lewis ronda la edad de mi madre, su postura erguida y gran porte revelan que antes fue bailarina. Su cabello rubio miel está cortado en delgadas capas y gran parte del flequillo cruza su rostro como un cortinaje.

—Gracias por venir a los barrios bajos —dice, sonriente, mientras da la mano a la abuela—. Soy Rhedd Lewis.

—Teodora Angelini, ella es mi socia, Valentine Roncalli —dice la abuela, y añade—: también es mi nieta.

Oculto el placer que me da que la abuela me presente como su socia (¡es la primera vez que lo hace!) y estiro el brazo hacia Rhedd, como si le diera publicidad de las rebajas de sofás de Big Al, en East Village.

—Me encantan los negocios familiares. Y me emociona que una joven se encargue del negocio. Los mejores diseñadores son los que heredan los conocimientos, pero no le digáis a nadie que os lo he dicho.

—Guardaremos el secreto —respondo.

—Y os diré otro: cuando se trata de artesanía, nadie como los italianos.

—Estamos de acuerdo —dice la abuela.

—Habladme de vuestro negocio. —Rhedd se apoya en el escritorio, cruza los brazos y nos mira como el profesor que ha puesto un reto a sus alumnos.

—Soy una zapatera anticuada, señora Lewis. Confío en los métodos antiguos. Mi marido me enseñó a hacer zapatos, él aprendió el negocio de su padre y he hecho zapatos de boda desde hace cincuenta años.

—¿Cómo describiría su línea de diseño?

—Sencillez elegante. Nací en diciembre de 1928 y la época en que crecí ha influido en mi trabajo. En lo que respecta al mundo del diseño, me gustan los diseñadores tradicionales, soy fan de Claire McCardell y admiro la rareza de Jacques Fath. Cuando era una chica que descubría la ciudad, mi madre me llevó a los talleres de diseñadores como Hattie Carnegie y Nettie Rosenstein. Fue maravilloso conocerlos. No terminé haciendo sombreros ni vestidos, pero lo que observé adquirió importancia cuando empecé a hacer zapatos. El trazo, la proporción, todas estas cosas que importan cuando eres un artista que confecciona ropa.

—Es verdad —dice Rhedd, y escucha con atención—. ¿Quién le gusta ahora?

La abuela asiente.

—En el negocio de los zapatos no hay nadie como la familia Ferragamo, siempre aciertan.

—¿Y su inspiración? —dice Rhedd, acariciándose el collar alrededor de la garganta.

—Ah, diría que… mis chicas. —La abuela sonríe.

—Y ¿quiénes son?

—A ver, Jacqueline Onassis, Audrey Hepburn y Grace Kelly.

—Sencillez y estilo —Rhedd coincide.

—Exactamente —dice la abuela.

Cada vez que la abuela hace referencias culturales alude a la santa trinidad del estilo para mujeres de cierta edad: la primera dama, la estrella y la princesa. Nacidas por las mismas fechas que la abuela, aunque con vidas distintas a la suya, le dieron el contexto para realizar su trabajo. Jacqueline Onassis solía llevar vestidos de corte y línea cuidada, hechos con las telas más finas; Audrey Hepburn era la niña abandonada, su estilo recibía la influencia de la danza y luego sería exaltado en la teatral ropa de noche con bordados y adornos; Grace Kelly tenía el clasicismo a la moda de la debutante que se convierte en mujer trabajadora: guantes, sombreros, vestidos línea A y chaquetas de lana.

La abuela hace énfasis en que sus musas vestían la moda, la moda no las vestía a ellas. Cree que una mujer debe invertir con prudencia y sabiduría en su guardarropa. Su filosofía es que se debe tener un abrigo estupendo, un par de zapatos de noche maravilloso y un aceptable par para el día a día. No puede entender por qué las mujeres de mi edad compran tanto, en lugar de hacer como ella; la abuela cree en la calidad más que en la cantidad. Sin embargo, en otras cosas, mi generación se parece más a la suya de lo que ella cree.

Las coetáneas de la abuela nacieron al final de la era del jazz. Tenían cierta confianza innata en sus cualidades que la generación de mi madre tuvo que luchar por defender. Aunque las mujeres de la generación de mi madre eran feministas furiosas, la de la abuela realmente les despejó el camino hacia el mundo laboral; claro, ellas dirían que se vieron obligadas a hacerlo. El grupo de la abuela incluye a las jóvenes que trabajaron en las fábricas, las industrias y las tiendas cuando los hombres combatían en la Segunda Guerra Mundial. A su regreso, ellas les devolvieron los trabajos que habían realizado mientras estaban en la guerra. La abuela cuenta que las mujeres, en los años cincuenta, terminaron de nuevo en las cocinas. Ella también acabó ahí, pero solo subía las escaleras al finalizar la jornada laboral en la tienda. La abuela fue una madre trabajadora antes de que existiera la etiqueta. En su tiempo decía que «ayudaba a su esposo», pero nosotros sabemos la verdad…: en realidad era su socia.

Rhedd da vueltas alrededor de su escritorio, se sienta y se inclina hacia delante. Acomoda el reloj Tiffany y la taza de cerámica para los lápices que tiene enfrente. La pantalla de su ordenador está empotrada en la pared que hay junto al escritorio, su protector de pantalla es una foto de los años cincuenta, en blanco y negro, de la gran modelo Lisa Fonssagrives enfundada en un vestido New Look, que fuma un cigarrillo en la bocacalle donde la abuela y yo nos bajamos del taxi hace unos cuantos minutos.

—Veréis, mi querida amiga Debra McGuire me ha hablado de vosotras. Debra tiene muy buen ojo, me trajo los zapatos que le habéis dejado para la película. He quedado muy impresionada.

—Gracias —decimos la abuela y yo al mismo tiempo.

—Y eso me ha dado una idea.

Rhedd se pone de pie y va hacia un carro de servicio que está debajo de la ventana. Se sirve un vaso de agua y luego sirve dos más, uno para cada una de nosotras, y dice:

—Trabajamos con un año de anticipación nuestros escaparates de las fiestas. Al ver vuestro zapato, he tenido la idea de los escaparates de 2008. Quiero hacerlos sobre novias, con tema ruso.

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