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Authors: Adriana Trigiani

Tags: #Romántico

Valentine, Valentine (8 page)

BOOK: Valentine, Valentine
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A los poetas y los músicos que vagaban por estas calles los han ahuyentado las limusinas negras de las acaudaladas damas del Upper East Side que van en busca de la alta costura europea. No han pavimentado aún los adoquines, pero se tiene el presentimiento de que pronto lo harán. ¿Cuántas limusinas tienen que dar tumbos sobre ellos, lanzando a los ricos a lo largo de su asiento trasero, antes de que alguien proteste? Mientras existan los adoquines tendré una prueba de mi infancia. Cuando ya no estén no tendré tan claro de dónde vengo.

Abro la puerta de un empujón. Doy un rápido vistazo al taller. El cuero que la abuela cortó esta mañana está colocado sobre la mesa de trabajo. Las ventanas de atrás están abiertas, una brisa suave sopla sobre el papel de patrones y lo hace susurrar levemente.

—¿Abuela? —exclamo.

La puerta del tocador está abierta, pero no hay señales de ella. Veo una nota en la mesa de cortar de June Lawton, nuestra cortadora de diseños: «Terminado. Te veo por la mañana».

Subo las escaleras con las bolsas de la compra. Escucho una voz de hombre en el apartamento. Habla de comida.

—Quando preparo i peperoni da mettere in conserva, uso i vecchi barattoli di Foggia —dice que hace pimientos en conserva—. Prendo i peperoni verdi, gli taglio via le cime, li pulisco, dopodichè li riempio con le acciughe —ahora dice algo sobre rellenar los pimientos con anchoas—. Faccio bollire i barattoli e poi li riempio con i pepperoni. —La voz sigue sin parecerme familiar. Él continúa—: Aggiungo aceto e spicchi di aglio fresco. All'incirca sei spicchi per barattolo.

—¿
Così tanti
? —le dice la abuela.

Entro en el apartamento con las bolsas.

La abuela está sentada a la mesa de la cocina. El hombre está sentado a la cabecera de la mesa y me da la espalda. La abuela me mira y sonríe.

—Valentine, quiero que conozcas a alguien.

Llevo las bolsas a la cocina y las pongo en la encimera. Me giro y extiendo la mano.

—Hola.

El hombre se pone de pie. De pronto me parece familiar, lo conozco de algún sitio. Rebusco en mi unidad de memoria y, al mismo tiempo, sonrío, pero mi disco duro mental no encuentra nada. Es guapo, incluso sexy. ¿Es un proveedor? ¿Un vendedor? No va vestido de marrón, así que definitivamente no es el hombre de
UPS
. Tampoco lleva anillo de bodas, hay alguna posibilidad de que no esté casado.

—Soy Roman Falconi —dice. La manera como se presenta me dice que debería conocer su nombre, pero no lo recuerdo.

—Valentine Roncalli. —Extiendo la mano, él la toma, yo aflojo el apretón, él no. Él se queda de pie y sonríe con cara de saber algo más. ¿Quizás estudió en Santa Agonía? Me acordaría, ¿o no?

—Me alegra verte de nuevo —dice Roman.

«¿De nuevo? ¿Me alegra verte de nuevo?». Doy vueltas a sus palabras en mi mente hasta que de pronto comprendo. Oh, no.

Es el tipo del apartamento del edificio Meier. Anoche. El chico con la camiseta de Campari. Este es el hombre que me vio desnuda. Recorro con las manos mi ropa, aliviada por llevarla puesta.

Roman Falconi me supera en altura. Es definitivamente más alto en persona de lo que parecía en el apartamento. Por supuesto que en un edificio de cristal, cuando oscurece, con la distancia y el ángulo, parecía más pequeño, como uno de esos bichos de la clase de ciencia, atrapados en resina.

Su nariz hace que las
schnozolas
de mi familia parezcan recatadas, pero, de nuevo, todo en su cara parece más grande de cerca. Tiene el cabello espeso y negro, cortado en capas bastante largas, pero no parece de peluquería. Sería fantástico que fuera gay. Un hombre gay podría ver mi desnudez como un estudio de la luz, el contraste y la forma. Este tío me observaba con ansia, como a un sándwich de jamón y una gaseosa fría encontradas por accidente en la guantera de un coche durante un largo viaje en el que no hay lugares donde detenerse y comer durante kilómetros. No es gay.

Sus ojos son de color marrón oscuro, el blanco alrededor es azul pálido —en esto radica su auténtico origen italiano—. Tiene una sonrisa amplia, dientes excelentes. Agito la mano para librarme de su apretón. Pone cara de sorpresa, como si dijera: ¿qué mujer es tan temeraria para dejar ir mi mano? Los grandes egos combinan con grandes manos.

—Valentine es mi nieta y la aprendiz de mi taller.

—¿Te encargas del jardín de la terraza? —dice él. Esta vez su sonrisa es, en fin, sucia.

La abuela interrumpe.

—Valentine está ahí todo el verano. Cada día. Es la verdadera jardinera de la familia, no sé qué haría sin ella. Yo ya no puedo con las escaleras.

—Abuela, tú estás bien.

—Díselo a mis rodillas. Valentine es mi salvavidas.

Deseo que la abuela deje de fanfarronear sobre mí. Cada palabra que dice la aprovecha para recordar a la mujer de la terraza y compararla con la que tiene enfrente. Este hombre me ha visto desnuda y, creedme, yo sería incapaz de entrar en algunos estados si supiera que alguno de sus habitantes también me ha visto así. Me gusta tener cierto control en el apartado de la desnudez; preferiría haber estado desnuda en mi terreno y en circunstancias en las que tuviera el control de la iluminación.

—Anoche buscaba un local a nivel de calle cerca de aquí para un restaurante. La agente me preguntó si quería ver un apartamento en la planta de arriba solo por diversión. Insistía mucho en las vistas del río. Y ciertamente la vista del río era sensacional, pero vi a una mujer en esta terraza que definitivamente la superaba.

—¿Quién? —La abuela me mira—. ¿Tú?

Le lanzo una mirada rápida.

—¿Quién más podría ser? —dice él mientras se encoge de hombros.

Cruzo los brazos frente al pecho, después los descruzo y los coloco enjarras. De cualquier manera este tío ha visto de todo, y no necesita precisamente rayos X para ver mis pechos a través de mis brazos.

—Si me disculpas, Roland…

—Roman.

—Cierto, cierto. Perdona, tengo… cosas que hacer.

—¿Qué? Ya hemos terminado el trabajo de hoy —dice la abuela.

—Abuela —respondo. Ahora estoy molesta. Le pongo la cara larga que nos ponemos una a la otra cuando nos atrapan clientes molestos—: Tengo otras cosas que hacer.

—¿Cuáles? —presiona la abuela.

Roman parece disfrutar con esto.

—Muchas cosas, abuela —le digo.

—Me gustaría ver la terraza —dice Roman, no muy inocentemente.

—Valentine puede llevarte. Id arriba —grita. La abuela se levanta y se dirige hacia el hueco de la escalera para subir—. Tengo que llamar a Feen. Prometí que la llamaría antes de la cena. Roman, ha sido un placer.

—El placer es mío, Teodora.

¿Qué pasó con la abuela que no quería extraños en el piso de arriba? ¿Qué pasó con la mujer que guarda su privacidad como si fueran bonos de ahorro metidos en una lata oxidada, escondida debajo del suelo de la mesa de la cocina? Es rapidísima para abandonar las reglas de su casa frente a este paisano. Hay algo en este tío que le agrada.

—Perdona —le digo a Roman. Luego sigo a la abuela al hueco de la escalera y le susurro—: Abuela, ¿qué leches está pasando? ¿Conoces a esta persona? Somos dos mujeres que viven solas.

—Ay, por favor. Es legal. Cálmate. —Se sujeta del pasamano y da un paso, luego se gira hacia mí—. Ha pasado mucho tiempo para ti, jovencita, ya no tienes instintos.

—Discutiremos eso más tarde —digo con otro susurro, y regreso al salón.

Roman ha retirado su silla de la mesa, se ha sentado con las piernas cruzadas y los brazos sobre el regazo. Me está esperando.

—Estoy listo para mi visita.

—¿No crees que ya has visto bastante por aquí? —digo.

—¿Tú crees? —dice sonriendo.

—Mira, no te conozco. Quizá solo eres un bicho raro que va por ahí impresionando ancianitas y hablando un italiano de mierda…

—Eh, eso duele —dice él, poniendo la mano sobre su corazón.

Su gesto me hace gracia.

—Está bien, no tan de mierda; de hecho, creo que hablas muy buen italiano. Y lo sé porque yo no.

—Te puedo enseñar.

—Vale, está bien. Si alguna vez decido… —¿adónde se han ido mis palabras? Me está confundiendo con esto e intento resistirme—, aprender a hablar mejor italiano. —Ahí está, lo he dicho. ¿Por qué me mira de esa manera, casi bizco? ¿Qué está buscando?

—Escucha —dice—, me gustaría prepararte una cena.

—Gracias, pero no tengo hambre.

—Quizás en este momento no, pero en algún momento tendrás hambre —dice Roman, que sigue de pie—, y, cuando eso ocurra, cuenta conmigo.

Roman busca en el bolsillo trasero y saca su billetera, extrae de ella una tarjeta y la coloca sobre la mesa.

—Si cambias de parecer sobre esa cena, llámame —dice Roman, girándose con la intención de marcharse—, no deberías avergonzarte de tu cuerpo, es adorable.

Le escucho silbar mientras baja la escalera. Cuando sale, la puerta de la entrada se cierra de golpe. Siento curiosidad por el alto desconocido, voy a la mesa y miro la tarjeta, que dice:

El problema de la tarjeta de presentación de un hombre es que, si se lo permites, te acompañará toda la vida. Primero la cuelgo en la nevera, como si algún día fuéramos en verdad a pedir algo de ese lugar. Luego, la guardo en mi billetera, donde permanece un par de días junto a los cupones de Bloomie que recorté del correo comercial. Ahora está en mi bolsillo, de camino a mi habitación, donde la inserto en la ranura del espejo, sobre la cómoda. Se une a las fotos escolares de mis sobrinas y sobrinos y a un cupón de descuento para un tratamiento profundo de acondicionador en la peluquería de Eva Scrivo.

La abuela me ha convencido de que necesitábamos informar a Alfred acerca de nuestra precaria situación financiera. Lo invitó a venir esta tarde para entregarle nuestros registros y libros. Y, porque ante todo somos mujeres italianas, le estamos preparando su plato favorito,
focaccia
[6]
de tomate y albahaca, con la intención de ablandarlo un poco y apelar a su sentido del deber con la familia mientras intentamos poner las cosas de nuestro lado.

Alfred pela una naranja mientras se sienta en la silla del abuelo, en la cabecera de la mesa. Coloca con cuidado la cáscara sobre una servilleta de tela. El libro manuscrito de contabilidad y la chequera del negocio de la abuela, así como el ordenador portátil y la calculadora de Alfred, están desperdigados frente a él. Lleva traje y corbata, sus zapatos Oxford de Berluti, de color rojo cobalto, están lustrados en un acabado borgoña vítreo. Estudia las imágenes en la pantalla del ordenador mientras tamborilea distraídamente con los dedos.

La abuela y yo hemos despejado la encimera de granito y la usamos como tabla de picar. He dejado un hueco en el centro de un montículo de harina, vierto un huevo en él, la abuela añade otro. Agrego levadura a la mezcla y comienzo a amasar la harina y los huevos hasta formar la masa. La abuela espolvorea harina en la encimera mientras yo doblo y vuelvo a doblar la masa hasta formar una bola lisa. La abuela coge la bola, la coloca con las manos sobre una bandeja engrasada para hacer galletas y con los pulgares hace pequeñas hendiduras en la masa. Tira de sus bordes hasta formar un rectángulo, que al final llena la bandeja. Saco rebanadas de tomate fresco de un bol y con ellos formo una capa sobre la masa. La abuela trocea la albahaca fresca encima de los tomates, luego rocía la bandeja con el dorado aceite de oliva. Meto la focaccia en el horno caliente.

—Muy bien: abuela, Valentine, sentaos.

La abuela y yo nos sentamos a lado y lado de la mesa, una frente a la otra. Giramos nuestras sillas para verle. La abuela retuerce un paño de cocina rayado alrededor de su mano y lo pone sobre su regazo.

—Abuela —empieza Alfred—, has hecho un buen trabajo al lograr que la tienda continúe, lo que no has hecho es dinero.

—Cómo podríamos… —empiezo, pero Alfred levanta la mano para detenerme.

—Primero tenemos que mirar la deuda —continúa—. Cuando murió el abuelo, en vez de ir a buscar un socio financiero, que hubiera sido muy sabio en ese momento, pediste un préstamo con el edificio como garantía para mantener el taller abierto. Bueno, el abuelo pidió prestados trescientos mil dólares. Tú conservaste su préstamo, pero, desafortunadamente, solo pagaste los intereses, así que diez años después, sigues debiendo trescientos mil dólares al banco.

—¿Aunque haya estado pagando todo este tiempo?

—Aunque hayas pagado. Los bancos saben cómo hacer dinero, y es así como lo hacen. Ahora, abuela, aquí es donde te metiste en problemas —sigue Alfred—. Usaste el único patrimonio que tenías para pedir más dinero, hipotecaste el edificio. El verdadero problema es que ellos te dieron un préstamo globo, con bajo interés al principio, pero que luego, como indica su propio nombre, se infla. Y ahora el pagaré ha vencido y tus pagos se duplican el año que viene. Otra vez, los banqueros han sido astutos, saben que en esta zona el valor de tu propiedad no ha hecho más que incrementarse y piensan en el dinero que ganarás cuando vendas el edificio.

—Ella no quiere vender —intervengo.

—Lo sé, pero la abuela usó el edificio como garantía. Cuando el abuelo se fue, la abuela no pudo amortizar la deuda nueva, ya que era responsable de la deuda anterior. En cualquier caso, el negocio solo producirá lo que produce.

—Traté de producir más —suspira la abuela.

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