Valentine, Valentine (3 page)

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Authors: Adriana Trigiani

Tags: #Romántico

BOOK: Valentine, Valentine
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Con su brillante pintalabios rojo, un traje veraniego de dos piezas, confeccionado en lino rojo, el cabello blanco cubierto por un sombrero y grandes gafas octogonales de carey negro con motas pardas, parece una amable dama del
Upper East
que no ha trabajado un solo día de su vida. Pero la verdad es que lo único que tiene en común con esa sociedad de matronas es el traje sastre. La abuela es una mujer trabajadora que posee su propio negocio. Hemos fabricado zapatos tradicionales de boda en Greenwich Village desde 1903.

—La abuela está estupenda —respondo a Alfred.

—Apenas puede andar —comenta él.

—Necesita prótesis en las rodillas —le digo.

—Necesita más que eso.

—Alfred, excepto por las rodillas, está en excelentes condiciones.

—Contigo todo es siempre de color de rosa —suspira Alfred—. Estás en la negación. La abuela tiene casi ochenta años y está en declive.

—Eso es ridículo. Yo vivo con ella. Me da cien vueltas.

—Eso no es difícil.

Y allá vamos, este es el primer golpe. No quiero pelear en la boda de mi hermana, así que lo dejo estar, pero él no.

—La abuela no andará por ahí siempre. Debería jubilarse y disfrutar de los niños. Hay un bonito lugar para ancianos en las afueras.

—Ella ama la ciudad, se moriría en los suburbios.

—Soy la única persona en esta familia que puede enfrentarse a la verdad. Ella necesita jubilarse. Deseo comprarle un apartamento.

—Qué generoso.

—No estoy pensando en mí.

—Sería la primera vez, Alfred.

La ley de la jungla entre los hermanos empieza a causar efecto. El tono de Alfred, su mirada, y el hecho de que hemos dejado de bailar envía una alarma silenciosa a mis hermanas. Tess, que presiente una riña, ha llegado al borde de la pista de baile e intercambia una mirada conmigo, me dispara un vistazo que significa «¿me necesitas?».

—Gracias por el baile. —Me giro para darle la espalda a Alfred y me encamino a la mesa de los «amigos», ahora vacía porque todos los mayores de sesenta han salido en estampida a la pista de baile gracias a la intemporal versión de
After Lovin
.

Me abro camino en medio del gentío y paso junto a mis padres. «Es nuestra canción», grazna mi madre mientras levanta el brazo de mi padre como haría con una cinta en las fiestas del primero de mayo. Ambos tiran uno del otro hasta que mamá planta su mejilla en la de papá. Parecen dos siameses unidos por la línea del colorete. Engelbert Humperdinck solía ser el cantante favorito de mi madre hasta que Andrea Bocelli le provocó la primera catarsis emocional de su vida. Escucha a Bocelli en el automóvil, mientras conduce por Queens y llora. A través de sus lágrimas dice: «No necesito terapia porque Andrea hace fluir mis penas».

Me siento a la mesa vacía de los «amigos», levanto el tenedor y ataco mi ensalada. He perdido el apetito; dejo el tenedor e inspecciono la abarrotada pista de baile que, cuando entrecierro los ojos, parece una obra puntillista de lentejuelas, cuentas de azabache y cristales de Swarovski sobre un lienzo de lamé.

—¿Qué te ha dicho Alfred? —pregunta Tess, mientras se desliza en la silla vecina. Tess, mi hermana mayor por un año y medio, es una castaña pechugona y sin caderas. El traje de dama de honor le confiere la forma de una copa de
champagne
. A pesar de su físico explosivo, es la más sesuda de las tres hermanas, quizá porque ayudaba a Alfred con las tarjetas mnemotécnicas cuando ella tenía cuatro años de edad. El rostro de Tess tiene forma de corazón, como el de mamá, y posee la segunda mejor nariz de la familia. Su cabello negro ondulado hace juego con sus pestañas, tan tupidas que nunca ha tenido que usar rímel.

—Sugirió que yo era una perdedora. —Tiro hacia arriba del escote de mi vestido, con fuerza, como si tirara de una bolsa de basura Hefty repleta para sacarla del cubo.

—A mí me dijo que era una mala madre, porque no pongo límites a Charisma y a Chiara.

Echo un vistazo a la mesa veneciana donde Charisma, de siete años, hace un hoyo con el dedo en un
cannoli
y se lo pasa a Chiara, de cinco, que sopla y expulsa el relleno. Tess pone los ojos en blanco.

—Es una fiesta, dejemos que se diviertan un poco —dice Tess.

—Alfred quiere que la abuela se jubile.

—Está haciendo campaña. —Tess revisa el color de sus labios en el reflejo del cuchillo de la mantequilla—. Ya sabes, estas residencias de ancianos pueden ser agradables de verdad.

—¡No me digas que estás de acuerdo con él!

—¡Eh! Estoy de tu parte —dice Tess con amabilidad.

—Cada vez que Alfred saca el tema, es como si me apuñalara.

—Eso es porque te preocupas por la abuela. —Tess introduce el cuchillo en una rosa de mantequilla, después la extiende en lo que queda del panecillo de Bob Silverstein—. Y la compañía de zapatos es tu medio de vida.

Mi hermana parece aburrida, lo cual me indica que ella ha tenido la misma discusión con Alfred y no ha llegado a ningún lado. No quiero arruinar la fiesta, así que cambio de tema.

—¿Qué tal tu mesa?

—¿Por qué mamá nos ha dispersado como pacificadores de la
ONU
? ¿No entiende que nos gustamos
de verdad
y queremos sentarnos juntas? De acuerdo con poner a Alfred y a Clic-clac en la mesa de los «pedantes», pero…

—Llámala Pamela. ¿Quieres una guerra de parientes políticos?

Miro alrededor para asegurarme de que no estén cerca. Alfred lleva trece años casado con Pamela. Ella mide 1,48 y usa tacones de aguja de doce centímetros, incluso en la playa, y se rumorea que también cuando da a luz. La llamamos Clic-clac porque sus tacones hacen este sonido cuando camina rápido, con pasitos cortos.

—La pequeña herencia de la tierra. Nada es más atractivo para un hombre que una mujer que cabe en su billetera.

—Me gustaría ser alta como tú —dice Tess para consolarme—. Por lo menos tienes buen gusto, no como Pam. Sea como sea, ellos son el uno para el otro. Alfred es apático y está claro que Clic no tiene sangre en las venas. Esta cuchara —Tess la esgrime—, tiene más personalidad.

Tess mira hacia Charisma y Chiara, que toman las aceitunas negras de los entremeses y las ponen sobre sus ojos. Las niñas se ríen mientras las aceitunas ruedan por sus caras y caen al suelo. Tess les indica con la mano que paren. Las niñas se van, correteando. Tess agita las manos hacia Charlie, su esposo, para que vigile a las niñas. Él está atrapado en la mesa de los «maleducados», escuchando a los invitados quejarse de sus pésimos lugares junto a la cocina.

—Mira a los hijos de Alfred —dice Tess.

Nuestros sobrinos, Alfred júnior y Rocco, parecen dos banqueros en miniatura con sus corbatas de lazo y las servilletas recién planchadas sobre las piernas.

—He oído que Pamela los llevó al curso «Los buenos modales y yo» en Nuestra Señora de la Misericordia. Se portan tan bien… —dice Tess con un suspiro.

—¿Tenían otra opción? —Tiro otra vez del frente del vestido, miro el reloj, siento como si hubieran pasado quince años entre la sopa y la ensalada—. El señor Delboccio me ha tocado el culo.

—Qué repulsivo —dice Tess.

—Si te digo la verdad, con el Spanx puesto apenas lo sentí. Me podría sentar en una parrilla caliente y no me enteraría.

—Entonces, ¿cómo sabes que te tocó?

—Por la cara de la señora Delboccio. Creía que cogería el candelabro y le golpearía.

—Probablemente ya ha bebido demasiado. Y ahí hace tanto calor que el licor se va directo al cerebro y lo pone en salmuera. Prométeme que te casarás durante una tormenta de nieve.

—Lo prometo, y también prometo que me casaré en el ayuntamiento un martes.

—Vamos, te perderías todo esto. —Tess gira la cabeza para mirar el mar de parientes y luego vuelve a mirarme—. Bueno, el ayuntamiento está bien, vestiremos nuestros trajes: trajes de día y ramilletes en las muñecas.

Aparecen por las puertas de la cocina, como pepitas de chocolate en la masa de una tarta, los camareros vestidos de esmoquin. Con una mano cargan enormes bandejas plateadas llenas de alimentos y cubiertas con campanas de metal y, con la otra, abren súbitamente unas mesas plegables de metal y colocan las bandejas encima. En rápida sucesión, colocan en la mesa los platos llenos de solomillo, una delicada guarnición de puré de patatas y largos espárragos frescos. Al ver que se sirve la comida, la pista de baile se vacía de inmediato. Los invitados regresan a sus mesas como un equipo de fútbol que se dirige al vestuario durante el descanso. Tess se pone de pie.

—Debo irme, viene el plato principal.

Los «amigos» toman sus asientos y asienten aprobatoriamente ante los platos. El solomillo es caro y demuestra el nivel de opulencia, algo que los italoamericanos aprecian más que el fin de la guerra fría y los tubos de pasta de anchoa por encargo.

—Entonces, ¿cómo va la zapatería? —pregunta Ed Delboccio. Su calva se parece a las campanas de plata de las fuentes de ensalada que los camareros han apilado en la esquina—. Dime una cosa, ¿en estos tiempos alguien quiere zapatos hechos a mano?

—Por supuesto. —Trato de no sonar irritada, pero seguro que no lo he logrado, porque todos en la mesa me miran.

—No te ofendas —dice el señor Delboccio, y sonríe—, es solo una pregunta para sacar un tema de conversación. ¿Por qué alguien encarga zapatos hechos a la antigua usanza si puede comprarlos baratos en estos centros comerciales de saldos? Shirley es una asidua de esos almacenes,
KGB


DSW
—lo corrige su esposa.

—Lo que sea, lo bueno es que me he ahorrado un montón de pasta en estos lugares de saldos, créeme.

La señora Delboccio le da un codazo.

—Por Dios, Ed, es totalmente diferente. No le compras zapatos a Valentine como si los compraras en Payless. Son un lujo. Y Valentine trabaja con Teodora, ella es… —Me hace señas con el tenedor mientras busca la palabra.

—Ella es la maestra y yo soy su aprendiza.

—También cuidas de tu abuela, ¿verdad? —dice la señora Delboccio.

—Ella se cuida sola.

—Pero vives con ella, lo cual está muy bien. Estás renunciando a tu libertad por cuidar a Teodora, eso es muy generoso.

La señora Delboccio sonríe, sus labios se estiran como la cremallera de un monedero. Su cabello color magenta está apilado sobre su cabeza y lo ha rociado con laca para darle un acabado brillante. Se ajusta el prominente collar de oro
stampato
. Las uñas púrpura combinan con su vestido, que hace juego con los zapatos.

—Hoy en día es raro encontrar una chica que cuide de una persona mayor —dice el señor Delboccio. Cuando se inclina hacia mí exhala su aliento, que huele a una mezcla de canela y embutido de cabeza de jabalí, no estropeado, solo refrigerado—. Por eso estoy ahorrando, me iré a uno de esos apartamentos en un hogar de ancianos. Tendré que pagar por lo que mis padres y los de Shirl tienen gratis. Cuando llegue la hora, Dios no lo permita, dudo que nuestros hijos nos acojan.

La señora Delboccio le lanza una mirada reprobatoria.

—Bueno, no lo harán, Shirl. Hay que admitirlo —replica el señor Delboccio mientras toma su cuchillo y aplasta un poco de patata contra el pedazo de carne que ya está en su tenedor y lo mete en su boca—. Ellos tienen sus propias vidas, no es como nuestra generación. Nosotros acogíamos a todos los miembros de la familia sin tener en cuenta su condición; no imagino a nuestros hijos haciendo lo mismo.

—¿Por qué te convertiste en zapatera? —pregunta la señora La Vaglio. Es una rubia delgada, lleva, aún hoy, el mismo corte de pelo que Linda Evans en
Dinastía
. Los La Vaglio viven en Ohio. Supongo que mi historia no es conocida en el Medio Oeste.

—Daba clases de literatura en un instituto de Queens —empiezo.

—Y entonces rompiste con tu novio. ¿Cuántos años estuviste con él? —me interrumpe. Supongo que, después de todo, mi historia sí llegó a Ohio.

—Durante la universidad y algo más. —No iba a dar una cronología a esta gente. Usarían la pasta de aceitunas para marcar mi frente con una P de «perdedora».

—Tu primer amor —dice la señora Delboccio, y mira a su marido—. Ed y yo tenemos la misma historia, con un final diferente. Lo conocí cuando tenía dieciocho, nos casamos a los veinticuatro y aquí estamos.

—Sois una inspiración para todos nosotros —digo, poniendo demasiada sal en mi ensalada.

—Gracias —dice Shirley con aire satisfecho.

—Tu madre estaba muy preocupada por ti en esa época —dice Sue Silverstein mientras se estira y me palmea la mano.

—No hay de qué preocuparse. Adoro las vicisitudes que he tenido en la vida. —Es adorable que los amigos de mis padres beban demasiado y me digan cosas que ni mi madre me diría.

—Una actitud positiva lo es todo —dice Max Silverstein, amenazándome con su tenedor.

—Sabes que nuestro hijo Frank está completamente disponible —dice la señora Delboccio antes de sorber su vino—. No es gay —añade a continuación—, solo es selectivo.

—Bueno, yo estoy buscando selectividad —digo con una sonrisa forzada.

La señora Delboccio oprime el muslo de su marido debajo de la mesa, para que él recuerde que he dicho algo positivo sobre Frank.

—¿Hace cuánto que te plantaron? —pregunta el señor Delboccio.

—¡Ed! —chilla su esposa.

—Tres años —digo entre dientes.

El señor Delboccio silba por lo bajo y dice:

—Tres años desde tu gran momento.

—¿Ahora sales con alguien? —pregunta la señora La Vaglio.

—Si fuera así, lo habría traído a la boda. —La señora Delboccio habla de mí como si el vino que me bebo con glotonería fuera una poción mágica que me hiciera invisible.

—Podría conseguir una cita, mírala. —El señor Delboccio contempla mis pechos como si fueran dos peces exóticos nadando en direcciones opuestas en un estanque—. Debe de querer estar sola.

—No os preocupéis por mí —digo apretando los dientes—. Estoy bien.

—Nadie dice que no lo estés —dice el señor Delboccio, que termina su
bombón
con té helado y golpea el vaso en la mesa como si fuera un hacha. Busco a los camareros con la mirada. ¿Podría alguien servir a este tío, por favor? El camarero interpreta mi señal, pero trae un recipiente con salsa. El señor Delboccio remoja en ella lo que queda de su carne—. Valentine, así están las cosas: como mujer, tienes una ventana. Una ventana que te ofrece la oportunidad de mostrar el rostro, la figura y la vitalidad para atraer a un hombre. Ergo, tienes que agarrar a un chico mientras la ventana esté abierta, porque una vez que se cierra, bam, pierdes la oportunidad, y estás en un armario sin ventilación. Sola. ¿Entiendes? Se ha cortado el oxígeno, ningún hombre puede sobrevivir ahí. ¿Lo coges?
Tic, toc
. Un hombre siempre puede encontrar una mujer, pero una mujer no siempre puede encontrar a un hombre.

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