Valentine, Valentine (2 page)

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Authors: Adriana Trigiani

Tags: #Romántico

BOOK: Valentine, Valentine
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Sentía mi rostro frío y embadurnado hasta que Nancy zambulló un cepillo Kabuki en el polvo de maquillaje y blanqueó mi piel con pequeños círculos, como si fuera la última fase del encerado en el lavado de coches de Andretti. Cuando terminó, yo parecía un cachorro recién nacido, ojos enormes y húmedos y nada de nariz.

Estoy en el lavabo de mujeres y hago una de las muchas pausas para retocar el pintalabios, porque en las bodas suelo
comer
de verdad. Después de semanas de régimen para entrar en el vestido, imagino que me merezco una ronda de
pink ladies
—con su ginebra, su zumo de limón y su clara de huevo—, todos los entremeses que sea capaz de tragar y suficientes cannoli para dejar un oscuro cráter en la bandeja giratoria, en el centro de la mesa veneciana. No me preocupo, quemaré toda esta comida bailando la versión larga de
Electric Slide
. Pesco el pintalabios del bolso. No hay nada peor que unos labios desnudos en cuyo borde parece que una ventosa ha dejado una huella de lápiz perfilador color ciruela. Relleno entre las líneas, donde el color ha desaparecido.

Mis hermanas y yo tenemos un juego desde la niñez; cuando no nos vestíamos de novias, jugábamos a «planificar nuestros funerales». No es que mis padres fueran morbosos o que nos hubiera pasado algo particularmente terrible, es que somos italianos y, por lo tanto,
donde las dan, las toman
, es la ley del universo Roncalli: a cada cosa feliz le corresponde una triste. Las bodas son para gente joven y los funerales son las bodas de la gente vieja. Y he aprendido que tanto lo uno como lo otro requieren una planificación a largo plazo.

Hay dos reglas inquebrantables en nuestra familia. Una es asistir a todos los funerales de todas las personas con las que alguna vez hayamos tenido contacto. Esto incluye a gente con la que estamos relacionados (parientes de sangre, familia política y primos de la familia política), pero también se extiende más allá de los amigos cercanos hasta abarcar profesores, peluqueros y médicos. Cualquier profesional que haya dado una opinión o un diagnóstico de carácter personal da la talla. Hay una categoría especial para quienes hacen entregas a domicilio, en la que se incluye al
tío
Larry, nuestro mensajero de
UPS
, quien se fue de repente una mañana de sábado, en 1983. Mamá nos sacó de la escuela al lunes siguiente y nos llevó al funeral en Manhasset.

—Es por respeto —nos dijo en aquel momento, pero nosotros sabíamos la verdadera razón: a ella le encantaba vestirse con elegancia.

La segunda regla de la familia Roncalli es asistir a todas las bodas y bailar con cualquiera que te lo pida, incluyendo al repulsivo primo Paulie, a quien echaron de la escuela de baile Arthur Murray por meterle mano a la profesora (el caso se resolvió fuera de los juzgados).

Hay una tercera regla: no admitir nunca la cirugía de nariz de mamá de 1966. No importa que su remodelada nariz sea una copia exacta de la de Annette Funicello, y que nosotras, sus hijas biológicas, tengamos el perfil de Marty Feldman. «Nadie lo adivinaría… a menos que vosotras lo digáis —nos advirtió mi madre—. Y si cualquiera os pregunta, simplemente decid que el gen nasal de vuestro padre fue el dominante».

—¡Aquí estás! —Mi madre irrumpe en el lavabo como una mandarina constreñida por ataduras, toda
chiffon
y plumas, como si alguien hubiera echado su conjunto en una licuadora y apretado el botón de «triturar»—. ¿No son maravillosos estos espejos? —mi madre se aleja del espejo, mira sobre su hombro para revisar la parte trasera de su vestido y dice, satisfecha—: Soy una sílfide. No dejes que nadie te diga lo contrario, Jenny Craig funciona. ¿Qué tal tu mesa?

—La peor.

—Vamos, estás en la mesa de los «amigos». Se supone —odio cuando hace esto, pero de todos modos lo hace: cierra las manos en puño y las agita como si batiera huevos—, que debes animar la cosa.

—Mamá, por favor.

—Esa actitud tóxica te refrena. Sale de ti como un vertido de petróleo en alta mar.

Mi madre me observa mientras se aplica el pintalabios sin mirarse en el espejo, y luego cierra el cilindro de plata con un chasquido.

—Debiste traer un acompañante si no querías que todas las parejas que conocemos te ofrecieran a sus hijos solteros como pinchos de albóndiga.

—Los Delboccio me quieren emparejar con Frank. —Me apoyo en la pared y cruzo los brazos, porque Dios sabe que no puedo sentarme con este vestido. El Spanx podría reventarme el bazo.

—¡Qué estupendas noticias! ¿Lo ves?, el destino hizo que te sentaras en la mesa de los «amigos».

—Mami, Frank es gay.

—Oh, vosotras las chicas usáis la carta del gay a la menor oportunidad. ¿Qué importa que el hombre tenga cuarenta y tres, nunca se haya casado y cada primavera lleve de excursión a las islas a todo el club de
mahjong
de su madre? Eso no significa automáticamente que sea gay. Quizás solo es un hetero que huele bien, que sabe cómo vestir y que habla con los viejos como si importaran. Hazme un favor. Sal con Frank. ¡Ve a bailar! ¡A restaurantes! ¡Te vestirás elegante, saldrás por la ciudad y te divertirás con un tío atractivo que sabe cómo tratar a una mujer! «Marchoso de corazón», ese es el verdadero significado de la palabra
gay
.

Mamá me mira y la expresión que ve en mi rostro derrite su corazón, lo ha hecho siempre, desde que tengo memoria. Ella está de mi parte, soy consciente de ello todo el tiempo.

—Tienes tanto que ofrecer, Valentine. No quiero que fracases, ¡eres una ganadora! ¡Eres graciosa! —Mi madre me da un gran abrazo—. Ahora, déjame verte. —Mamá pone las manos en mi cara—. Eres totalmente original. Tus grandes y hermosos ojos castaños tienen la distancia de separación exacta. Tus labios, gracias a Dios, vienen del lado de mi familia. Los labios de los Roncalli son tan delgados que necesitan velero para masticar. Y tu nariz, a pesar de lo que dijo Nancy hoy…

—Mami, estoy bien.

—Fue maleducada, pero me mordí la lengua, porque hay dos tipos de personas con las que nunca debes discutir: los artistas del maquillaje y los fontaneros. Ambos te pueden arruinar. Y tu nariz es perfecta. Tienes un puente suave, que es adorable de perfil, y es recto, mientras que el mío tenía una protuberancia.

Me sorprende que mi madre aluda a «la operación».

—¿La tenía?

Ni siquiera había visto su antigua nariz. Solo existe una fotografía de mamá con su vieja nariz: es una foto del grupo de francés de su instituto; su cabeza es tan pequeña que es muy difícil verla.

—Ah, sí, tenía una horrenda protuberancia, pero ¿sabes?, yo veía esa protuberancia tal y como era, un fallo imprevisto que podía arreglarse. Hay cosas en la vida que se pueden arreglar, así que las arreglas y pasas a lo siguiente.

—¿Quieres decir que necesito cirugía de nariz?

—No la tocaría. Además, una persona alta puede llevar esta nariz. Así que agradece que obtuvieras toda la altura que había en la familia.

—Gracias, mamá.

Entre la gente común, alguien que mide 1,72 es apenas alto, pero en mi familia soy un gigante piel roja.

Mi madre abre su bolso de lentejuelas con forma de copa de martini, saca un vaporizador de Dolce & Gabbana con tapa roja y se rocía la nuca.

—¿Quieres un poco? —me ofrece.

—No. Creo que iré con mi fragancia natural a la mesa de los «amigos».

Mi madre alza el brazo y rocía su cabello; lleva un moño en forma de cruasán, salpicado de lentejuelas de coral que, dependiendo de la latitud y longitud en la que te encuentres bajo las luces de la pista de baile, pueden cegarte de por vida.

En mi infancia solía observar su transformación frente al espejo antes de salir con mi padre. Eficiente y organizada, se colocaba de pie ante su tocador y estudiaba las herramientas. Abría los estuches de sombras, destapaba los tubos y agitaba los frascos. Entonces se ponía a pensar mientras hacía girar el lápiz de ojos en el sacapuntas. Con el tiempo, una cerosa S de color chocolate caía en la papelera. Tomaba el lápiz y lo deslizaba sobre el borde del párpado inferior; así lo dejaba listo para los trazos más amplios. Luego elegía una brocha, la sumergía en la paleta de colorete y, después, como si fuera Miguel Ángel pintando la pestaña de un santo en el techo de la Capilla Sixtina, daba minúsculas pinceladas debajo de la ceja.

—¿Pasa algo, Valentine?

—No, solo que te quiero, eso es todo.

—No puedo esperar —empieza mi madre, pero luego se detiene a pensar—. ¿Sabes qué? Si eres la única de mis hijas que se queda soltera hasta la vejez, estaré orgullosa de ti todos los días de tu vida. Si
eso
es lo que quieres.

Es lo que más me gusta de ella. Mamá cree que estar sola es un padecimiento, el equivalente a perder una mano, pero nunca me hace sentir que debo estar de acuerdo con ella.

—Mamá, soy feliz.

—Podrías ser más feliz.

—Supongo que eso es verdad.

—¡Aja! —Me apunta con el dedo—. Puedes reinventar tu vida en tus propios términos, no tienes por qué vivir con mi madre y hacer zapatos.

—Amo mi trabajo y amo el lugar en el que vivo.

—Nunca lo entenderé. Yo siempre quise mudarme y nunca pensé en ser zapatera.

Mamá y yo caminamos cogidas del brazo hacia la recepción, como dos asteroides, uno rosa y el otro anaranjado brillante, volando a través de este cielo azul Tiépolo. Entonces entiendo que los invitados no nos observan por eso. Debe de parecer que sostengo a mi madre porque ha bebido demasiado o, Dios no lo quiera, porque es tan vieja que necesita ayuda. Prácticamente puedo oír los mecanismos del cerebro de mi madre cuando su mente llega a la misma conclusión. Mamá suelta mi brazo con una floritura y hace un giro de 360 grados en el centro de la pista de baile vacía. Hago una reverencia hasta la cintura, como si hubiéramos planeado el movimiento. Mi madre me lanza un saludo juvenil mientras se desliza hacia la mesa de los «padres» y deja que yo vuelva a la tiranía de la de los «amigos».

La recién estrenada suegra de mi hermana, la señora McAdoo, lleva un recargado ramillete de rosas púrpura, que pende de su vestido de crepé lila como un neumático rojo rubí. La piel blanca de la señora McAdoo se confunde con su cabello cortado hasta los hombros, a la altura de la barbilla. Mi madre nunca permitiría una hebra de cabello blanco en su cabeza. Lo único gris que encontrarás en la proximidad de la persona de mi madre es el piso de terrazo del vestíbulo de nuestra casa.

—¡Las matronas pertenecen a las cárceles! Además, no creo en las canas. Es un anuncio para la muerte. Encanecer es como decir —entonces gesticula hacia un punto distante—: ¡ven y llévame, ángel de la muerte!

No, mamá usa el castaño azabache intenso, ahora y por siempre (o mientras L'Oreal lo produzca).

Miro alrededor del salón, trescientos doce invitados o más. Ayer eran un montón de Post-its en un tablero de la cocina de mi madre y hoy están en la mesa que les corresponde según nuestra versión de la jerarquía italoamericana. Primer nivel: padres, amigos cercanos, profesionales, compañeros de trabajo, primos, niños. Segundo nivel: parientes políticos. Y en el tercero: la isla (familiares con los que no nos hablamos porque algo fue mal, no importa que no recordemos qué); y los dos últimos: los maleducados (que respondieron tarde) y los dementes (no preguntéis).

Debo parecer solitaria en la pista de baile. ¿Por qué no he traído un acompañante? Gabriel se ofreció, pero no quería que se sintiera obligado a aletear el baile del pollo con la prima Violet Ruggiero con este calor. ¿Cómo es posible que entre toda la gente de este salón yo sea la única soltera de menos de cuarenta? Alfred, mi hermano, percibe mi desamparo y me toma de la mano cuando la música empieza. Es un poco raro bailar
Can you Feel the Love Tonight
con el hermano con quien tienes una tensa relación, pero saco el mejor provecho de ello. Después de todo es un compañero de baile, aun cuando sea un familiar, y una aprovecha lo que hay.

—Gracias, Alfred.

—Bailo con todas mis hermanas —dice, como si marcara en una lista las tareas pendientes para el mecánico de los Tubos de Escape Midas.

Nos balanceamos unos momentos, pero me cuesta dar conversación a mi hermano.

—¿Sabes por qué Dios inventó a los hermanos en las familias italianas?

—¿Por qué? —pregunta, mordiendo el anzuelo.

—Porque Él sabe que las hermanas solteras necesitan a alguien con quien bailar en las bodas.

—Será mejor que inventes un chiste mejor cuando llegue tu brindis.

Tiene razón, y no me siento nada bien al respecto. Mi hermano tiene treinta y nueve años, pero yo no lo veo como el maduro padre de dos niños, solo veo al niño quejica que conseguía sobresalientes y no tenía amigos en la escuela. El único momento en que su humor gruñón se animaba era los jueves, cuando la chica de la limpieza venía y él la ayudaba a fregar el suelo. Alfred era el más feliz en ese momento, cuando tenía el cepillo en la mano y el cubo con el amoniaco.

Alfred conserva el mismo remolino en la coronilla y la misma contención seria de su juventud. También tiene la vieja nariz de mamá y el labio superior delgado de la familia de papá. No confía en nadie, incluyendo a la familia, y puede hablar durante horas sobre las perversidades de los medios de comunicación y del Gobierno. Alfred tiene preparado el informe de «El día del juicio final» cualquier día de la semana. Es el primero en llamar cuando una casa se incendia en la zona uno de Nueva York y es el primero en enviar correos electrónicos masivos cuando se anuncia la plaga de chinches de la Costa Este. También es un experto en las enfermedades más habituales en las familias de origen mediterráneo (las autoinmunes son su especialidad). Pasamos la última cena de Navidad escuchando su manual de instrucciones sobre la prediabetes, y la verdad es que consiguió que el pastelillo al ron bajara sin problemas.

—¿Qué tal la abuela? —pregunta Alfred.

Entonces le echo un vistazo a nuestra abuela, la madre de mi madre, Teodora Angelini, a la que han encajado en la mesa de la «demencia» para que pudiera sentarse con sus primos y su última hermana viva, mi tía abuela Feen. Mientras sus iguales se dedican a sus platos, seleccionando las nueces que coronan la ensalada, ella se sienta recta, en una postura militar. Mi abuela es esa solitaria rosa roja en un jardín de zarzas grises.

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