Valentine, Valentine (7 page)

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Authors: Adriana Trigiani

Tags: #Romántico

BOOK: Valentine, Valentine
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La abuela tiene la cara ovalada, la frente tersa y la nariz aguileña. Sus lisos labios tienen el suave toque de coral que queda de su pintalabios. Sus ojos marrones y profundos estudian con atención el diario. Se ajusta las gafas y luego se sorbe los mocos. Saca un pañuelo de la manga de su camisón y se suena la nariz, devuelve el pañuelo a su lugar y continúa leyendo. Estas son las cosas, imagino, que recordaré cuando se haya ido. Recordaré sus hábitos y excentricidades, la manera como lee el diario, la manera como vigila la mesa de los patrones en el taller, la manera como apoya el cuerpo sobre la mano para cerrar el recipiente hermético cuando envasamos los tomates. Ahora tengo una nueva imagen para añadir a la lista: la mirada de esta tarde cuando me dijo que la zapatería Angelini tiene endeudado hasta el suelo de la terraza. Me lo he tomado con calma, pero la verdad es que me siento como si necesitara respiración artificial, sin suficientes agallas para preguntarle al doctor cuánto tiempo me queda.

—Me estás observando —dice la abuela, mirándome por encima de sus gafas—. ¿Qué?

—¿Por qué me no hablaste de los préstamos? —pregunto.

—No quería preocuparte.

—Pero soy tu aprendiz, que en francés significa «la que ayuda».

—¿De verdad?

—En realidad no. La cuestión es que estoy aquí para ayudar. Desde el momento en que me convertí en tu aprendiz,
tus
problemas se volvieron
mis
problemas. Nuestros problemas —la abuela empieza a discrepar, la freno—. No discutas conmigo ahora. Quiero dominar el arte de fabricar zapatos porque quiero diseñarlos algún día y no puedo hacerlo sin ti.

—Tienes talento. —La abuela me mira—. Definitivamente tienes talento.

Tomo asiento en el borde de la cama y me giro para verla.

—Entonces, confíame tu legado.

—Lo hago, pero, Valentine, más que el éxito de este negocio, de hecho, más que nada en este mundo, quiero paz en mi familia. Quiero que te lleves bien con tu hermano, quiero que intentes entenderle.

—Quizás él debería tratar de entendernos, no estamos en 1652, en una granja de la Toscana en la que el primogénito controla todo y las chicas lavan los platos. No es nuestro
padrone
, aunque actúe como tal.

—Es listo, quizá pueda ayudarnos.

—Bien, la primera cosa que haré mañana será fumar la pipa de la paz con Alfred. —Miento. No haré nada que signifique una servidumbre más profunda, emocional o económica, respecto a mi hermano—. ¿Necesitas algo más antes de que me vaya a la cama?

—No.

El teléfono suena en la cómoda y ella lo descuelga.

—Hola —dice—. ¡Ciao, ciao! —Se sienta en la cama y agita la mano en señal de buenas noches—. II matrimonio é stato bellissimo. Jaclyn era una sposa straordinaria. Troppa gente, troppo cibo, la musica era troppo forte, ed erano tutti anziani. —Se ríe.

Me levanto y camino hacia la puerta. Puedo descifrar unas frases aquí y allá. Bonita boda, hermosa novia, música estridente. El tono elocuente de la abuela ha cambiado, sus formidables palabras en italiano caen una sobre la otra y ella casi no puede respirar, como una alumna cotilla de instituto después de su primer baile. Cuando habla italiano, es más ligera, se vuelve una chica. ¿Con quién habla? Echo un vistazo hacia atrás, en su dirección, pero la abuela cubre el micrófono.

Me dice adiós con la mano.

—Es larga distancia, mi curtidor de Italia.

Entonces sonríe y vuelve a su llamada.

De camino al dormitorio apago las luces del corredor. Últimamente estas llamadas de Italia se han hecho más frecuentes. El cuero debe de ser un tema hilarante entre los zapateros y los curtidores, a juzgar por la manera en que la abuela se ríe al teléfono. Sea quien sea con quien está hablando tiene mucha energía para las cinco de la mañana, hora de Italia. Pero ¿cómo puede reír cuando el lobo está en la puerta con una orden de embargo? Voy hacia mi habitación, que está unos veinte grados más fresca que el corredor. Cierro la puerta detrás de mí para que el aire frío no flote por el corredor y se resfríe la abuela.

Estoy tan alterada que no puedo quedarme en la cama, así que paseo. Qué día. Un día de boda tan caluroso que cuando bailaba con el suegro de Jaclyn me dejó una huella húmeda de su mano en el vestido. La humillación en la mesa de los «amigos», dando explicaciones, explicando mi vida a un montón de gente que solo veo en las bodas y los funerales, lo cual debería decirme algo acerca de su lugar en mi universo. Y luego regresar a casa, a las malas noticias, las cuales, en lo más profundo, no me sorprenden tanto como deberían, si soy completamente sincera conmigo misma. He notado un cambio en el ánimo de la abuela en el taller, preferí ignorarlo, lo cual fue un error que no cometeré de nuevo. De ahora en adelante, no fingiré que todo está bien cuando no lo está. Estoy enfadada con la abuela por manejar mal el negocio. Me enfada que asumiera las deudas del abuelo sin reestructurarlas o sin consultarlo con profesionales que le ofrecieran consejo. Ha puesto en marcha el mecanismo para que el taller cierre, o quizá sea su manera de que la decisión de jubilarse llegue sola. Puedo verlo ahora: Alfred cerrará el taller, venderá el edificio, me quedaré en la calle, y la abuela se irá a vivir a una de esas impersonales y frías residencias. Algún día sus bisnietos verán las fotografías de los zapatos que ella hacía como si fueran reliquias en las vitrinas de un museo.

Cuando llegué para trabajar aquí, debería haberme sentado con ella y pedirle que me explicara todo, no solo la historia de nuestro negocio familiar o los secretos del oficio, sino los hechos que no se discuten, los números, la verdad acerca de lo que se necesita para mantener pujante una pequeña compañía independiente en esta era de comercialización masiva y mano de obra extranjera barata. No lo hice porque estaba en deuda con ella por hacerme su aprendiza y permitirme aprender cómo hacer zapatos. Estaba en deuda con ella y ahora tendré que pagar el precio.

Hubiera hecho las cosas de otra manera si mi mentor no hubiera sido mi abuela. Nunca sentí que podía hacer preguntas, porque ¿quién era yo para hacerlas? Y ahora sé que debería haber preguntado. ¡Tendría que haberme hecho valer! Desperdicié mucho tiempo. Y ahí está la raíz de mi enfado y mi frustración, algo tan obvio que debí haberlo comprendido antes. Me tomé mi tiempo, hasta los treinta, para encontrar mi vocación, y entonces asumí decidida que los detalles se resolverían solos. Debí haber comenzado a trabajar aquí a tiempo completo cuando era joven y mi abuelo estaba vivo. Debí convertirme en la aprendiz de los dos inmediatamente después de la universidad, en lugar de tomar el desvío de Bret y de una carrera de profesora con la que nunca me comprometí del todo. Quizás así no me encontraría en este apuro.

Soy de aquellas que florecen tardíamente y sé, pues algo entiendo sobre plantas, que en ocasiones las plantas tardías no llegan a florecer. Quizá nunca me convertiré en la artesana que espero ser porque no tendré un maestro que me enseñe ni un lugar donde perfeccionar mi oficio. La zapatería Angelini cerrará y con ella se esfumará mi futuro.

Me metí a medias en el oficio de zapatera cuando debí sumergirme a fondo. Vine los fines de semana y ayudé a trazar los diseños, curtir el cuero, teñir la seda o cortar los ojales; pero, al principio, para mí no era una vocación, fue como si no estuviera obligada a ser zapatera. Solo quería una excusa para pasar el tiempo con la abuela.

Entonces, como suele suceder, tuve una revelación.

Un sábado por la mañana, cuando todavía daba clases de literatura en el instituto de Forest Hills, vine a ayudar. Cubrí la mesa de cortar con una estupenda pieza de terciopelo, tomé un lápiz y tracé los bordes, marcando dónde irían al final las costuras del zapato. Tracé el diseño por instinto, sin romper el flujo de la línea, como si algo o alguien me guiara. Tuve una conexión sin esfuerzo con la tarea, vino a mí de manera tan natural como respirar. Había encontrado mi vocación. Sabía que era eso, no más docencia, dejaría atrás esa carrera y mi vida en Queens, y por desgracia, a Bret, que tenía ya su propio plan de vida, que no incluía a una artista combativa con préstamos estudiantiles, sino una vida tradicional, en el centro de la cual habría una madre que se quedaba en casa y criaba a sus hijos mientras él se hacía con Wall Street. Yo no encajaba en esta imagen y él tampoco encajaba en la mía. El amor, decidí entonces, tendría que esperar hasta que yo comenzara de nuevo.

De la cómoda saco mi libreta de dibujo y extraigo el lápiz de su espiral. Abro la libreta de golpe y paso las páginas con mis esbozos de empeines, plantillas, cabezadas y tacones dibujados con vacilación al principio, y con mano firme al final. «Llegaré —pienso, mientras observo los dibujos—. Estoy mejorando, solo necesito más tiempo».

Paso las páginas y vuelvo a leer las anotaciones que garrapateé en los márgenes: ¿probar piel de cabritilla aquí? ¿Qué tal un elástico ahí? ¿Terciopelo? A lo largo de todas las páginas, el conocimiento impartido por la abuela me proporciona las instrucciones y los datos que necesito en todo momento, ideas que se pueden volver a consultar y a las cuales te puedes remitir día a día, durante la actividad del taller. Finalmente, desemboco en una página en blanco. Escribo:

«
Cómo salvar la compañía de zapatos Angelini
»

Estoy completamente abrumada. Agrego:

«
Desde 1903
»

Han pasado ciento cuatro años. Los Angelini recibieron educación, casa y vestido gracias a los beneficios de su tienda de zapatos, una vida formada y financiada con el trabajo de sus propias manos. No puedo dejar que el negocio muera, pero ¿qué significa este negocio ahora en un mundo en el que los zapatos artesanales son un lujo? Elaboramos zapatos tradicionales de boda en un mundo en el que los zapatos se manufacturan y se producen masivamente en cuestión de minutos y son ensamblados con mano de obra barata en fábricas de rincones del mundo que nadie conoce, o peor aún, que todos pretenden que no existen. Hacer zapatos a mano es un arte antiguo, como soplar vidrio o elaborar edredones o hacer conservas de tomate. ¿Cómo sobrevivir en este mundo contemporáneo sin perder todo lo que mi bisabuelo construyó? Escribo:

«
Fuentes de ingresos
»

Observo las palabras hasta que mis ojos se empañan. Las únicas personas que conozco con un verdadero conocimiento del dinero y cómo llegar a él son Bret y Alfred, dos hombres a los que preferiría no pedir ayuda. Giro la libreta y la cierro, meto el lápiz de nuevo en la espiral y la arrojo al suelo. Apago la luz. Me vuelvo y tiro de la sábana. «Haré que esto suceda —me prometo a mí misma—. Debo hacerlo».

3

Greenwich Village

BuonItalia es una tienda italiana ubicada en Chelsea Market, un viejo almacén reformado de la calle Quince lleno de tiendas de especialidades en las que se vende de todo, desde tartas de fiesta con la imagen de Scarlett O'Hara (con falda de rayas, al estilo preguerra de secesión, hecha de glaseado) hasta langostas vivas.

El rústico y luminoso edificio es un pequeño centro comercial del buen comer, pero ninguna tienda supera a BuonItalia, que tiene mis artículos favoritos en abundancia, importados de Italia. Se puede encontrar de todo, recipientes gigantes de Nutella (una crema de chocolate hecha de avellanas, no hay nada como extenderla sobre un cruasán recién hecho); la infusión de manzanilla de Bonomelli; la
farina
Molino Spadoni (la única que la abuela consiente en añadir a la sopa y que yo he comido desde que era una cría) y grandes latas de
acciughe salate
, anchoas originarias de Sicilia, con las que rellenamos los pimientos y que comemos con pan caliente.

En la parte trasera de la tienda hay varios frigoríficos abiertos, repletos de pasta fresca hecha a mano. Una de las variedades de fideo favoritas de mi abuela está de oferta,
spaghetti al nero seppia
, un
linguini
[4]
delgado, hecho con la tinta negra del calamar. En el paquete parecen tiras de regaliz salpicadas con harina de maíz. Los preparará con limón fresco, mantequilla y ajo.

Cojo un paquete de rúcula
[5]
, algunos champiñones blancos y firmes y algunos pimientos asados para elaborar una ensalada. La abuela ama los rizos de chocolate negro Zia Tonia en el helado de vainilla, su propia versión del
stracciatella gelato
, así que también cojo una tarrina. De camino a la salida me detengo en la tienda Wine Vault y compro una botella de vigoroso
chianti
siciliano.

Mientras camino por Greenwich Street, de regreso al taller, recuerdo que, de pequeña, mi madre no nos permitía ir más al norte de Jane Street, donde el viejo Meatpacking District se mezcla con el residencial West Village. Mi madre creía que si los rápidos camiones de carne no te mataban, lo haría el contacto con los traficantes de droga.

A comienzos de los años ochenta hubo una enorme discusión sobre si los abuelos venderían la tienda y se irían del barrio. Hubo algunos asesinatos sin resolver en los muelles del río Hudson y fiestas que duraban toda la noche en clubs de la West Side Highway que tenían nombres de partes que solo se oyen durante una colonoscopia. Muchos de los contemporáneos de los abuelos y sus vecinos temían lo peor, vendieron sus edificios a precios de saldo y se mudaron a Long Island, a Connecticut o a la costa de Jersey. La abuela mantiene el contacto con los Kirshenbaums, propietarios de una imprenta en Jane Street y que ahora viven en Connecticut. Los que aguantaron hasta el aburguesamiento de los años noventa han tenido mejor suerte. Mis abuelos aguantaron y ahora la abuela obtendrá las ganancias. Esta franja a lo largo del Hudson se ha convertido en una de las zonas más deseadas y caras de la isla de Manhattan.

Recuerdo que en mi niñez era un área residencial más popular, un barrio de clase trabajadora con un toque de pueblo pequeño. Los jardines no estaban bien cuidados. Si encontrabas algo verde cerca del portal de casa era mera suerte. Los edificios se mantenían, no se renovaban. Las paredes de ladrillo rojo estaban desconchadas y agrietadas, tan azotadas por el viento y la lluvia que eran de un color rosa apagado, mientras que a los escalones de cemento les faltaban trozos, estaban consumidos por el clima, como las orejas de las antiguas estatuas griegas.

En los jardines delanteros solía haber enormes contenedores grises amarrados con cadenas, y bicicletas que colgaban de las alambradas. Ahora esos mismos jardines muestran urnas de mármol rebosantes de plantas exóticas, y se han sustituido las bicicletas por enredaderas ornamentales de anaranjadas bayas agridulces que en primavera se cargan de hijuelos y en otoño de frutos. La belleza de revista ha sustituido a la vida real.

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