Valentine, Valentine (27 page)

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Authors: Adriana Trigiani

Tags: #Romántico

BOOK: Valentine, Valentine
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Roman conduce hasta un aparcamiento de Sullivan Street.

Deja la llave dentro y hace una seña al guarda, quien le devuelve el saludo. Caminamos por la calle y me besa debajo de un poste de alumbrado.

—¿Cuál es tu piso? —le pregunto.

—Aquel —dice, y señala un edificio de apartamentos, una antigua fábrica de algo, con un anuncio grabado en la puerta que no puedo leer.

Me toma de la mano y corremos hacia la entrada. Subimos en el ascensor hasta la cuarta planta, nos besamos, y cuando la cabina se detiene con una sacudida, nuestros labios van a parar a la nariz del otro y nos reímos.

Las puertas del ascensor se abren y dan a un enorme loft que ocupa toda la planta y que tiene ventanas en ambos lados. El suelo está formado de anchos tablones de roble con aspecto antiguo, salpicados de lunares, las cabezas de clavos viejos. Cuatro grandes columnas blancas delimitan el centro del espacio y crean un abierto mirador interior. Diseños espirales de yeso forman ribetes en el techo estilo catedral, mientras que las pilastras descansan contra las paredes, lo que da al loft un aspecto de bodega de museo antiguo. La extensa pintura que ocupa la pared más lejana muestra una solitaria nube blanca en el azul cielo nocturno.

La cocina industrial, del tamaño del loft, está detrás de nosotros. Se ve limpia y en orden, equipada con modernos electrodomésticos. Sobre la encimera cuelga una exagerada lámpara de cristal de Murano que representa madreselvas en naranja y verde.

Su cama, en la esquina más lejana del lugar, tiene cuatro columnas, entre ellas, una cenefa de muselina lisa y blanca. Los radiadores plateados escupen vapor al silencioso piso. Debemos de estar a cuarenta grados y empiezo a sudar.

—Vamos a quitarte el abrigo —dice.

Me besa mientras desabotona el abrigo. No se detiene ahí, también desabrocha los diminutos botones de perlas de mi jersey rosado de cachemir y lo desliza por encima de mis hombros. Durante un segundo me pregunto cómo me veré, luego dejo de pensar en ello, al fin y al cabo ya me ha visto desnuda. Me quita las gotas de la frente.

—¿Es la calefacción o somos nosotros?

—Nosotros —le aseguro. Y entonces baja la cremallera de mi blusa. Le ayudo a quitarse el abrigo, se pelea con las mangas de su camisa hasta que tiro de una, como si fuera una envoltura. Nos reímos un momento, después volvemos a besarnos. Sostengo entre mis manos su rostro sin soltarlo mientras nos movemos por el lugar. Dejamos en el suelo un rastro de nuestra ropa, como si fueran pétalos de rosa, y llegamos a la cama. Me coge en brazos y me deposita sobre el cubrecama de terciopelo. Se estira y abre la ventana, el viento sopla y encrespa la cenefa como colada de verano en el tendedero. El aire frío cae sobre nosotros mientras Roman se tiende sobre mí.

Hacemos el amor bajo la música de la caprichosa caldera y el silbido del viento navideño. Sentimos calor y frío, luego frío y calor, pero sobre todo calor mientras nos entrelazamos el uno en brazos del otro. Sus besos me cubren como el edredón de terciopelo que ahora descansa en el suelo, como un paracaídas.

Me hundo en sus cojines, soy una cuchara en la masa de la tarta de chocolate.

—Cuéntame una historia —dice mientras me atrae hacia él y refugia su rostro en mi cuello.

—¿Qué clase de historia?

—Como la de los tomates.

—Bueno, veamos. Érase una vez… —empiezo.

Cuando voy a continuar, Roman se queda dormido. Miro al suelo y al cubrecama, sabiendo que en algún momento de las siguientes horas la caldera descansará y me congelaré, pero no lo hace y no me congelo. La única cosa que llevo puesta mientras duermo son sus brazos. Me siento tibia, segura y deseada por el hombre que adoro y que está tendido a mi lado como un misterio: pero lo conozco lo suficiente para dormir profundamente y soñar esta noche de Navidad. Qué dichoso lugar para descansar mi fatigado corazón, remendado como los bolsillos del anciano que envejeció demasiado para soñar.

8

Mott Street

—Esa es mi idea de una Navidad feliz —dice June mientras muerde un donut relleno de mermelada de frambuesa y cierra los ojos. Luego mastica y sorbe su café—. ¿Sabes?, el sexo en las fiestas es el mejor. Tienes buena comida, una conversación inteligente o, en vuestro caso, una pelea que prepara el ánimo para que te lleven al huerto. Después de una riña lo necesitas. Sacar las manías fuera.

—Suena como si hubieras estado allí —digo. Claro que… ¿dónde no ha estado June?

—Oh, podría contarte acerca de un día de San Patricio en Dublín, que te haría…

—June —dice la abuela. Ha entrado al taller con el abrigo puesto y la bufanda atada debajo de la barbilla. Deja su bolso y se quita los guantes y el abrigo.

—Iba a contarle a Valentine sobre el granuja con acento irlandés que conocí en las vacaciones de 1972. Seamus no tenía vergüenza, créeme, era un hombre encantador.

—Me gustaría que escribieras un libro. De esa manera disfrutaríamos los detalles como una experiencia literaria —dice la abuela, colgando su abrigo—, y tendríamos la opción de pedir el libro en la biblioteca… o no.

—No os preocupéis, nunca escribiré un libro. No puedo ser tan explícita cuando escribo. —June da la vuelta al papel de patrones en la mesa de cortar como si fuera un matador moviendo un capote—. Solo lo soy en la vida real.

—La señal de una verdadera artista —le digo mientras caliento la plancha.

—¿Qué os parece? —dice la abuela, que se quita el pañuelo que le cubre la cabeza. Se gira con lentitud para mostrar el nuevo color de pelo. ¡El cabello blanco se ha esfumado! Ahora va de castaño claro, con un corte a lo
garçonne
, en largas capas que caen hacia delante. Tiene mechas de color dorado pálido alrededor del rostro, donde solía haber pequeños rizos apretados. Sus ojos negros brillan al contrastar con su piel rosada y el cálido color caramelo de su cabello—. He usado el vale de regalo de Eva Scrivo que me disteis por Navidad. ¿Qué os parece?

—Dios Todopoderoso, Teodora, te has quitado veinte años de encima —dice June sorprendida—. Y yo te conocí hace veinte años, así que te lo digo con franqueza.

—Gracias —dice la abuela, que sonríe abiertamente—. Quería una apariencia nueva para mi viaje a Italia.

—Bueno, pues ahí la tienes —le digo.

—Quiero decir nuestro viaje a Italia —dice la abuela, mirándome—. Valentine, quiero que vengas conmigo.

—¿En serio?

Solo he estado en Italia en un viaje del colegio y me encantaría visitar el país con mi abuela. Cuando mis abuelos iban a Italia era estrictamente por negocios, a comprar suministros, conocer a compañeros artesanos, compartir información y aprender nuevas técnicas. Por lo general, durante un mes. Cuando era pequeña iban cada año, aunque los últimos años tuvieron que espaciar los viajes e iban cada dos o tres. Al morir el abuelo, hace diez, la abuela reanudó los viajes anuales.

—Abuela, ¿estás segura de que quieres que te acompañe?

—Ni siquiera contemplaría la idea del viaje sin ti. Quieres ganar el concurso de los escaparates de Bergdorf, ¿no? —pregunta la abuela mientras hojea sus archivos—. Pues necesitamos los mejores materiales, ¿no crees?

—Por supuesto.

Estamos esperando el diseño del vestido que nos prometió Rhedd Lewis. He aprendido que los únicos que trabajan con fechas límite en el mundo de la moda son los que hacen las cosas, no los que las venden.

June baja las tijeras y mira a la abuela.

—No has llevado a nadie a Italia en años, al menos desde que Mike murió.

—Sé que no lo he hecho —dice con tranquilidad.

—Entonces, ¿a qué se debe? —pregunta June, uniendo el papel de patrones al cuero.

—Ha llegado el momento —dice la abuela. Luego echa un vistazo al taller y se asoma a los contenedores de plástico, buscando algo que hacer—. Además, algún día Valentine se encargará del negocio y necesita conocer a todas las personas con las que tengo trato.

—Me gustaría que partiéramos esta misma noche. Por fin veré el Spolti Inn y conoceré a los curtidores e iré a las sederías del Prato. Lo he esperado toda mi vida.

—Y los italianos te esperan a ti —dice June.

—June, tengo una relación —le explico, y me pregunto si se habrá enterado de lo ocurrido la víspera de Navidad.

—Lo sé, pero es la ley de la selva. Mi experiencia me ha ensañado que siempre que salía con un hombre, atraía a más. Y en Italia, créeme, los hombres hacen cola.

—Por las propinas: porteros, camareros y botones de hotel —le digo.

—No hay nada de malo en que un hombre haga el trabajo duro por ti —dice June, guiñando un ojo.

—Valentine tendrá mucho trabajo. No le quedará tiempo para hacer amistades.

—Qué mal —suspira June.

—Esa es la verdadera razón por la que te llevo —dice la abuela—. Harás el trabajo mientras yo hago amistades.

Pienso en esas llamadas desde Italia para pedir cuero a altas horas de la noche, que parecían alargarse más de lo necesario. Pienso en el hombre de la fotografía enterrada en el fondo del tocador de la abuela y recuerdo nuestras conversaciones sobre el tiempo, que se derretía como hielo entre sus manos. ¿En realidad me está llevando a Italia para enseñarme y poder dejar la compañía de zapatos Angelini en mis manos o hay algo más? Esperaba que la abuela volviera a casa después de su visita a Eva Scrivo con una versión de su peinado anterior; corto, con volumen y de color plata, pero ha entrado aquí pareciendo la versión tercera edad de la Posh Beckham que va a una noche al bingo para jubilados. ¿A qué es debido?

Alguien llama a la puerta.

—Que comience el martirio —dice June con alegría.

—Abuela, viene Bret a nuestra reunión.

—¿Tan pronto? —dice la abuela en un tono que me indica que preferiría que esta reunión no se llevara a cabo.

—Abuela, te pido por favor que tengas la mente abierta.

—He cambiado mi cabello por completo, puedes asumir que estoy abierta a nuevas cosas.

Abro la puerta. Roman está de pie en la entrada con un ramo de rosas rojas en una mano, la otra la esconde detrás de su espalda.

—¡Qué sorpresa! —digo.

—Buenos días —dice Roman, y se inclina para besarme mientras me entrega las flores—, pasaba por aquí.

—¡Son preciosas! Gracias, pasa.

Roman me sigue al interior del taller. Lleva unos tejanos, una cazadora de piloto de lana, y en los pies, unos zuecos amarillos de plástico con unos gruesos calcetines blancos.

—¿No tienes frío en los pies?

—No con mis calcetines Wigwam —dice sonriente—, ¿te preocupas por mí?

—Solo por tus pies. Tenemos que trabajar tu calzado, ahora estás con una zapatera. Me hiciste dejar la lasaña Lean Cuisine, y yo no puedo dejarte ir por ahí con zuecos de plástico. Me encantaría hacerte un par de botas de cabritilla.

—No diría que no —dice, riéndose. De su espalda, Roman hace aparecer otros dos ramos de flores, y le da uno a la abuela y otro a June—. Para las chicas de los zapatos Angelini.

Ellas se deshacen en agradecimientos. Luego, Roman nota el cabello de la abuela.

—Teodora, me gusta tu pelo.

—Gracias —ella agita el ramo frente a Roman—, no debiste.

—Falta un mes para el día de San Valentín —dice June, oliendo su ramo.

—Todos los días son San Valentine para mí —dice Roman, y me mira—. Bueno, ¿cuántos de tus novios han usado esta frase?

—Todos —le digo.

En el cuarto de baño lleno dos jarrones de cristal tallado con agua, le doy uno a la abuela y el otro a June. Encuentro un tercer jarrón y lo lleno con agua para mi ramo.

La abuela arregla sus rosas en el jarrón y dice:

—Es grato descubrir que todavía hay hombres que saben cómo complacer a una dama.

—En todos los sentidos —dice June, guiñándome un ojo.

La abuela coloca las flores de June en el otro jarrón mientras el taller cae en un silencio de muerte, solo interrumpido por el susurro del papel de patrones mientras June lo corta. Roman, que es un tío bueno, da vueltas a los cepillos de la máquina de teñir, esperando que alguien diga algo que no esté relacionado con su/mi/nuestra vida sexual.

—Y ni siquiera habéis probado mi comida —le dice Roman a June.

—Estoy impaciente —brama June.

—Vale, June —le advierto.

Una cosa es que June nos cuente su vida sexual cuando solo estamos las chicas y otra totalmente diferente es pintar el retozón cuadro Los buenos pobos de ayer frente a Roman.

Alguien abre la puerta principal.

—Buenos días, señoras —grita Bret desde el vestíbulo.

Bret entra en la tienda con un traje de Armani azul marino, una llamativa corbata amarilla y camisa blanca. Lleva unos mocasines Dior negros, lustrados y con borlitas.

Bret le ofrece la mano a Roman y dice:

—Bret Fitzpatrick.

—Roman Falconi —dice él a su vez, dándole un firme apretón de manos.

—Supongo que estás aquí buscando unos zapatos de boda… —bromea Bret.

—¿Qué, tenéis algo del número cuarenta y tres? —Roman mira a la abuela y a June y luego a mí.

Aquí están, mi pasado y mi futuro en colisión frontal. Los examino, es obvio que me gustan altos y con trabajo. También soy la hija de mi madre y, por lo tanto, soy criticona. Los zuecos de Roman parecen zapatos de payaso gigantes junto a los lisos y brillantes mocasines de Bret. Si me dieran a elegir, preferiría que en este momento mi novio llevara zapatos serios.

—Bret es un viejo amigo —dice la abuela.

—Nos está ayudando a encontrar nuevas oportunidades de negocio para la tienda —explico.

Roman mira a Bret y asiente, luego dice:

—Bueno, no os interrumpo más. Tengo que irme. Faicco vende unas piernas de ternera estupendas, vienen de una granja de agricultura ecológica en Woodstock. Nuestro plato especial para esta noche es el ossobuco.

Roman me da un beso de despedida.

—Gracias por las flores —dice la abuela, sonriendo.

—Por las mías también —dice June.

—Ya nos veremos, chicas —dice Roman, y se da media vuelta para irse—. Encantado de conocerte.

—El gusto es mío —dice Bret mientras Roman se va.

—No ha sido embarazoso para nada —dice June mientras sostiene con los labios fruncidos un alfiler—. Algo nuevo conoce a algo viejo.

—¿Es tu nuevo novio? —dice Bret, mirando la puerta.

—Es chef —alardea la abuela.

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