Authors: David Wellington
Caxton miró a su alrededor. Muchos de los presentes ya habían oído ese discurso, pero los nuevos tenían la expresión que ella esperaba: la miraban con la boca abierta y unos ojos como platos.
Tenían miedo.
Mucho mejor así. Debían tenerlo.
Fetlock volvió a levantar la mano y Caxton le cedió la palabra.
—Dice que debemos encontrar también a Malvern. Yo creía que estaba bajo custodia.
Caxton sacudió la cabeza.
—Estaba bajo custodia de Arkeley cuando éste se convirtió en vampiro. Fui a buscarla después, pero no la encontré. Es evidente que Arkeley se la llevó antes de desaparecer. Tal vez deseaba poder contar con un mentor, alguien que le explicara lo que necesitaba saber sobre su nueva existencia. A lo mejor quería protegerla. Ésa es otra cosa que sabemos de los vampiros: se juntan y cuidan unos de otros. Malvern está libre en algún lugar y, en cierto modo, es tan peligrosa como él.
—¿No había una orden judicial que prohibía que la ejecutaran? —preguntó Fetlock.
—Sí —respondió Caxton—, pero fue revocada después de la masacre de Gettysburg. El sistema judicial finalmente abrió los ojos y se dio cuenta de que esa vieja vampira suponía una amenaza real. Si la encuentro, tengo derecho a matarla allí mismo. Y eso es lo que tengo intención de hacer.
Le sacó el tapón al rotulador y lo encajó en el extremo opuesto.
—Tenemos un plan para cazarlos a los dos. Estoy entrevistando a diversos sujetos y siguiendo todas las pistas con la ayuda del agente Glauer. Pero necesito que ustedes me ayuden a dar con su guarida. Sospechamos que se encuentra en algún lugar de Pensilvania, dentro de los límites de nuestra jurisdicción. Pondría estar en cualquier sitio, aunque lo cierto es que los vampiros tienen unas exigencias muy concretas en cuanto a su guarida. Estará en algún lugar aislado al que no suelan ir fisgones y curiosos durante el día. Ese lugar puede estar bajo tierra o parcialmente enterrado. En el pasado los hemos visto usar plantas de laminación de acero, cabañas de caza y estaciones eléctricas abandonadas. Posiblemente cada uno de ustedes conoce un lugar como ése en su zona. Quiero que vayan a echar un vistazo, pero tengan cuidado. Acérquense al lugar únicamente de día, a la luz del sol. E incluso entonces deben andar con pies de plomo, pues los siervos se mantienen activos durante el día y colocan trampas contra cualquiera que amenace a sus amos. Si encuentran algo, alguna señal de ocupación reciente, algo que les parezca fuera de lo normal, deben marcharse de inmediato. Llámenme y yo iré a echar un vistazo. Así es como vamos a lograr que los vampiros se extingan. ¿Alguna pregunta?
No había preguntas. Todos se levantaron y se dispusieron a abandonar la sala. Algunos de ellos se paraban a hablar un momento con la agente Caxton, pero la mayoría se marchaban sin decir nada. Fetlock fue de estos últimos. Caxton creía que iba a esperar para hablar con ella, pero cuando levantó los ojos, el marshal ya había desparecido.
Caxton estuvo trabajando durante el resto del día, ocupándose del papeleo, el trabajo que más detestaba. Debía elaborar un informe completo sobre lo sucedido la noche anterior en Mechanicsburg. A continuación tuvo que soportar una conferencia telefónica interminable con el fiscal del distrito y el jefe de policía de Mechanicsburg, durante la cual hablaron de las pruebas disponibles y discutieron por qué había que emprender acciones judiciales contra Rexroth. A Caxton le parecía obvio: el tipo había asesinado y mutilado a dos personas. Sin embargo, las ruedas de la justicia giran muy despacio y para cuando firmó el registro y volvió a salir a la calle eran ya las cuatro de la tarde y el sol se estaba poniendo. Antes de que terminara el día, debía entrevistarse con Angus e intentar contactar con la mujer de Arkeley.
En cuanto a esa última misión, del dicho al hecho había un buen trecho. Llamó al número que le había proporcionado Raleigh y dejó sonar diez tonos antes de colgar. Lo cierto era que no esperaba obtener respuesta. Iba a tener que ir a ver a la mujer, y tenía que hacerlo cuanto antes. Probablemente, Astarte había sido el último familiar a quien Arkeley había visto antes de aceptar la maldición. De momento, sin embargo, Caxton tenía que conformarse con Angus, que ya le había dicho que llevaba veinte años sin ver a su hermano.
Angus se hospedaba en un motel de mala muerte situado junto a la carretera de Hershey, en un edificio de una sola planta, con vistas a una zona comercial del extrarradio, construido caprichosamente en medio de un oscuro aparcamiento. El cartel que anunciaba habitaciones libres parpadeaba frenéticamente junto a la ruta 322. Tan sólo había luz en dos de las habitaciones. Al otro lado de la carretera había un campo sin labrar, cubierto de malas hierbas y montones de nieve, que brillaba bajo la última luz púrpura y naranja del atardecer. Caxton aparcó cerca de la oficina del motel y salió al frío exterior. La temperatura había bajado considerablemente desde el servicio funerario de la mañana. Caxton se agachó para coger el abrigo del asiento trasero y en aquel momento, por el rabillo del ojo, vio una lucecita naranja que se encendía y chisporroteaba entre las sombras, ante la puerta de una de las habitaciones. Se trataba tan sólo de la brasa de un puro. Angus le dirigió una sonrisa desde la oscuridad y la saludó con la mano. Había sacado dos sillas de su habitación y las había colocado ante la puerta. Tenía una botella de ron Malibú y una botella de dos litros de coca cola para mezclarlo. Le tendió un vaso del motel y se sentó.
—He pensado que, si le parece bien, podemos charlar aquí. Y si no, mala suerte —le dijo con una sonrisa—. Es que no me dejan fumar en la habitación.
—Está bien —dijo Caxton, que se sacó una grabadora digital del bolsillo—. ¿Le importa si grabo la conversación?
—No —respondió Angus.
Puso en marcha la grabadora e intentó aclararse las ideas. ¿Qué iba a preguntarle en primer lugar? Glauer siempre le decía que debía empezar con un chiste que ayudara a disipar la tensión inherente a cualquier conversación con un policía, pero no sabía ningún chiste. Con todo, sí sabía conversar.
—¿De dónde viene eso de Angus y Jameson? —dijo para romper el hielo—. ¿Son viejos nombres familiares?
Angus se rió.
—¿Quiere que le hable de nuestra familia? Pues bien, el único lujo que nos pudimos permitir fueron esos nombres. Supongo que cuando eres más pobre que una rata, te agarras a lo que puedes y los nombres son gratis. Fue nuestro padre quien nos bautizó. Él sí era un personaje. Lo llamaban Piernaslargas Arkeley, porque siempre salía corriendo cuando se acercaba la policía. Como suele decirse, era un hombre que apuraba la vida al máximo, lo que significa que disfrutaba de los whiskys, los puros y las jovencitas. Nos tuvo con setenta años, y llegó a los ciento uno. Y su última novia acudió a su funeral. Nuestra madre, Fae, pertenecía a una larga estirpe de brujas de las montañas de Carolina del Norte. Si quería, podía hacer que la leche se cortara en el cazo o hacerle un desconchón a la pintura de un Cadillac con una mirada, pero murió joven. Probablemente por tener que cuidarse de los dos hijos de Piernaslargas Arkeley.
—A su padre no le gustaba la policía, qué interesante... ¿Era contrabandista? —preguntó Caxton, que creía recordar que Jameson lo había mencionado en una ocasión.
Angus asintió.
—Pues sí. Durante un tiempo parecía que el joven Jameson iba a seguir sus pasos y terminar al otro lado de la ley. En nuestros años mozos éramos unos verdaderos demonios. Nos dedicamos a hacer travesuras de lo más creativas, sobre todo porque donde nos criamos no había nada mejor que hacer.
—¿Dónde fue eso?
Angus sacudió la cabeza.
—El lugar no tenía nombre. Era una zona de Carolina del Norte a la que la electricidad no llegó hasta los años sesenta, no sé si me explico. Nosotros lo llamábamos Bald Hill, pero no va a encontrarlo en los mapas.
Caxton sonrió.
—Qué gracia, nunca habría dicho que había sido un chico de campo.
Angus se rascó la barbilla.
—Es normal, porque no lo fue. Se marchó en cuanto pudo. Intentó aprender el oficio de su padre, pero en una ocasión en que la policía pescó al viejo Piernaslargas (no fue la primera vez ni la última), Jameson fue a ver a su madre y le dijo que quería marcharse. Que había visto la luz y quería hacerse policía, porque al final éstos siempre ganaban. La vieja Fae sonrió de oreja a oreja, le dio cuarenta dólares que guardaba en un viejo tarro de pomada y lo mandó a la Escuela de Policía de Raleigh-Durham. Por lo que yo sé, no regresó nunca a Bald Hill. Trabajó de policía en la ciudad durante un tiempo, pero eso tampoco lo satisfacía, de modo que se examinó y logró entrar en el FBI.
—En los marshals —dijo Caxton.
Angus asintió.
—A Piernaslargas no le pareció nada bien y lo desheredó. No obstante, yo siempre pensé que Jameson había hecho lo mejor que podía hacer. Siempre pensé que me habría gustado hacer lo mismo, pero en lugar de eso me pasé cuarenta años buscándome la vida por las montañas, trabajando en lo que buenamente podía. La vieja Fae me enseñó un poco de magia, aunque no lo suficiente como para que me metiera en problemas. Durante una época me dediqué a leer el futuro, o sea, a decirle a la gente lo que quería oír. En los ochenta me ganaba bastante bien la vida vendiéndole instrumentos de vudú y cosas parecidas a los granjeros, pero el negocio se fue a pique por el miedo a los satánicos que se dedicaban a robar bebés. Al final resultó ser todo un engaño, pero yo estaba ya en la ruina. Más tarde me pasé a los objetos religiosos: estatuas de san José de las que se entierran delante de la casa cuando las vendes, velas perfumadas con las que la gente reza para pedir dinero o amor, y cosas así.
Caxton frunció el ceño.
—¿Supo algo más de él después de que se incorporase a los marshals y se trasladara a Pensilvania?
—Como ya le dije, no hay mucho que contar. Jameson y yo nos vimos en 1984, en su boda. Antes de eso debimos de vernos en los setenta, pues recuerdo que yo aún tenía el pelo negro.
A Caxton se le cayó el alma a los pies. Aquel viaje había sido una pérdida de tiempo.
—¿Y ésa fue la última vez que lo vio? ¿Habló con él después de eso? ¿Por teléfono o por correo electrónico?
—En Navidades, casi cada año.
—Ya veo.
—Por supuesto, a menudo durante esas conversaciones él me preguntaba que cómo estaba, yo le decía que bien, yo le preguntaba qué tal le iba a él, y él me decía que andaba muy atareado y le pasaba el teléfono a Astarte o a uno de los niños.
—Ya.
Angus aplastó el puro contra el apoyabrazos de plástico de su silla hasta que éste se apagó.
—Se está agarrando a un clavo ardiendo, ¿verdad? La mejor pista de la que dispone es algo que tal vez me dijo el día de su boda. —Hablaba mirándola fijamente a los ojos—. O sea, no tiene ni idea de dónde empezar a buscarlo.
A Caxton le ardió el rostro a pesar del frío.
—Estoy sobre su pista y lo encontraré. Pero si quiere saberlo, no, no tengo demasiados indicios.
Angus se encogió de hombros y tomó un trago de su vaso helado.
—Bueno, si quiere un consejo, se lo daré, sobre todo porque es gratis. Se está equivocando, no va a sacar nada de hablar con sus familiares.
—Necesito entrevistar a todos los que lo conocieron, por si acaso.
Angus sacudió la cabeza.
—Usted sabrá lo que necesita. Lo que yo le digo es que mi hermano se preocupaba menos por sus seres queridos que por lo que tomaba para desayunar. ¿Ha visto a sus hijos? Apenas lo conocen, aunque lo que sí conocen bien es el odio. Lo odiaron por no estar con ellos durante la mayor parte de sus vidas, porque estaba demasiado ocupado cazando vampiros, y cuando sí estaba, lo odiaban porque no los quería lo suficiente. Los dos son unos crios mimados, aunque es posible que tengan motivos para serlo. En su día, Jameson fue mi hermano, mi hermano pequeño, y yo me preocupaba por él. Pero desde que se enfrentó al primer caso de vampiros, poco antes de su boda, nunca volvió a ser el hombre que yo había conocido. De hecho, nunca volvió a ser un hombre.
La reacción instintiva de Caxton ante las palabras de Angus la sorprendió. Notó que se le encogía el corazón. Se dio cuenta de que estaba a punto de levantarse y marcharse. Que estaba ofendida.
«Era un gran hombre —pensó—. Era un héroe.»
Pero suponía que todo eso también formaba parte del pasado.
—¡Demonios! —dijo Angus de repente—. ¿Qué hace ése aquí? No debía llegar hasta dentro de varias horas.
Caxton aún estaba demasiado centrada en su enfado para comprender a qué se refería. Entonces se dio la vuelta y vio un deportivo marrón último modelo que acababa de entrar en el aparcamiento del motel. Las luces la cegaron durante un instante, y se apagaron al tiempo que el coche se detenía de forma abrupta. A lo mejor se había calado, aunque también podía ser que el conductor estuviera borracho. Se fijó en la matrícula y la memorizó, por si acaso.
—¿Ha quedado con alguien? —dijo Caxton—. Aún tengo unas cuantas preguntas para usted, pero pueden esperar.
Se volvió para mirar a Angus, aunque éste tenía la vista clavada en el coche. El anciano se levantó de la silla, refunfuñando y maldiciendo. Caxton vio con asombro que se sacaba una enorme navaja del bolsillo y abría la hoja.
Caxton se volvió de nuevo hacia el coche que acababa de llegar y vio que, por la puerta abierta, algo salía del interior y se caía al suelo. Era un cuerpo, el cuerpo de un hombre, y al principio pensó que el conductor debía de estar tan borracho que ni siquiera podía tenerse en pie. Entonces se dio cuenta de que era apenas un muchacho, un adolescente que llevaba una sudadera con capucha. El muchacho se volvió hacia ellos y Caxton vio que tenía la cara desgarrada y llena de sangre, con las mejillas y la barbilla despellejadas.
—Un siervo —musitó Caxton, y fue a coger el arma. Pero Angus, navaja en ristre, ya se encontraba a medio camino del coche.
—¡Angus, vuelva aquí! —lo llamó Caxton, que desenfundó la Beretta y se levantó de un brinco. Pero el anciano estaba ya cerca del coche y pronto se las vería con el siervo.
—No se preocupe, jovencita. Yo me ocupo de él.
El siervo estaba arrodillado en el asfalto y parecía demasiado débil para levantarse. Angus agarró a la criatura por el brazo y tiró de él con fuerza hasta que logró ponerlo en pie.