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Authors: Brian Lumley

Vampiros (27 page)

BOOK: Vampiros
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Dolgikh tenía poco más de treinta años y era oriundo de Siberia y antiguo miembro del Konsomol. Era el comunista total, para quien todo se reducía al Partido y al Estado. Había hecho prácticas y más tarde enseñado en Berlín, Bulgaria, Palestina y Libia. Era experto en armas (especialmente en armas del bloque occidental) y también en terrorismo, sabotaje, interrogatorios y vigilancia; además del ruso, hablaba un poco el italiano y bastante bien el alemán y el inglés. Pero su fuerte (ciertamente su
penchant)
estaba en el campo del asesinato. Pues Theo Dolgikh era un homicida a sangre fría.

Debido a su maciza complexión, podía parecer bajo y rechoncho visto desde lejos. En realidad medía un metro ochenta de estatura y pesaba algo más de cien kilos. De fuerte osamenta y mandíbula cuadrada bajo una cara de luna coronada por una mata de cabellos negros desiguales, Dolgikh era «pesado» en todos los aspectos. Su profesor japonés en la escuela de artes marciales de la KGB, en Moscú, solía decir:

«Camarada, eres demasiado pesado para este juego. Debido a tu corpulencia, careces de velocidad y de agilidad. La lucha Sumo sería más de tu estilo. Por otra parte, tienes muy poca grasa y el músculo es sumamente útil. Como enseñarte las disciplinas de autodefensa sería sin duda una gran pérdida de tiempo, concentraré mi instrucción en las maneras de matar, para lo cual estoy seguro de que tienes las mejores condiciones, no sólo físicas sino también mentales.»

Ahora, acercándose a su presa al entrar ellos en las laberínticas y serpeantes calles y callejas próximas a los muelles, Dolgikh sintió que le ardía la sangre y lamentó que no fuese éste uno de aquellos trabajos. Después de las vueltas que le habían hecho dar la noche pasada, ¡con gusto se habría cargado a la pareja! Y habría sido tan fácil… Parecía completamente obsesionado con el barrio más sórdido de la ciudad.

A treinta metros delante de él, Kyle y Quint se metieron de pronto en un callejón empedrado y de altos edificios que cerraban el paso a la luz. Dolgikh apretó un poco el paso, llegó a la entrada del callejón y pasó de la llovizna gris a una penumbra húmeda, donde aún no había sido recogida la basura de cuatro o cinco días. En muchos lugares, las plantas superiores de los edificios estaban inclinadas. Después de una frenética noche de viernes, el distrito todavía no había despertado. Si Dolgikh hubiese tenido que quitar la vida a esos dos, éste habría sido el lugar adecuado.

Unas pisadas sonaron en su dirección, el agente ruso entrecerró los redondos ojillos para observar, en la penumbra del callejón, un par de vagas figuras que doblaban una esquina. Se detuvo un segundo y, luego, empezó a seguirlas. Pero al sentir cerca de él una presencia silenciosa, se detuvo otra vez.

Desde las sombras de un recóndito portal, una voz ronca dijo:

—Hola, Theo. Tú no me conoces, pero yo sí.

El profesor japonés de Dolgikh había tenido razón. No era lo bastante rápido. En ocasiones como ésta, su corpulencia le estorbaba. Apretó los dientes. Al prever el golpe sordo de una porra y el dolor, o tal vez el resplandor azul de un silenciador en el cañón de una pistola, giró en dirección a aquella voz y arrojó la pesada caja de herramientas. Una figura alta y sombría recibió el golpe en el pecho, gruñó, y la caja repicó sobre las losas. Los ojos de Dolgikh se estaban acostumbrando a la penumbra. Aquello estaba todavía muy oscuro, pero no vio señal alguna de armas. Así era como le gustaba.

Con la cabeza gacha, se lanzó contra las sombras del portal como un torpedo humano.

«Mr. Brown» le golpeó los dientes: dos golpes de experto calculados no para matar, sino simplemente para aturdir. Y para estar más seguro, y antes de que Dolgikh pudiese caer, Brown golpeó la cabeza del ruso contra las gruesas hojas de la puerta, con tal fuerza que astilló una de ellas.

Un momento más tarde salió de la sombra al callejón, miró arriba y abajo y se convenció de que todo estaba bien. Sólo las gotas de lluvia y los vapores apestosos de la basura. Y ahora había otro montón de basura. Brown hizo una mueca y dio una patada al cuerpo derrumbado de Dolgikh.

A esos hombrones siempre les ocurría lo mismo: presumían de ser los más corpulentos, los más fuertes. Pero esto no era siempre así. Brown pesaba casi lo mismo que Dolgikh, pero era casi un palmo más alto y cinco años más joven. Ex SAS, su instrucción no había sido delicada. En realidad, si no hubiese experimentado una especie de torcimiento de su estructura mental, probablemente habría estado todavía en el SAS.

Hizo otra mueca, encogió los hombros y se arrebujó en su impermeable. Con las manos hundidas en los bolsillos, se apresuró a ir en busca de su coche…

Capítulo 8

Aquel mismo sábado, al mediodía, Yulian Bodescu decidió que estaba harto de su «tío» George Lake. Pensó que había llegado el momento de utilizarlo para su búsqueda de conocimientos. Su objetivo concreto era sencillo: deseaba saber cómo se podía matar a un vampiro, cómo se podía hacer que un no-muerto muriese del todo, para siempre, para no volver jamás, y aprender de este modo la mejor manera de protegerse
él mismo
de la muerte.

Desde luego, podían morir por el fuego; esto ya lo sabía. Pero ¿y los otros métodos? Los métodos especificados en las llamadas obras de «ficción». George le proporcionaría el material ideal para la prueba. Mejor que el Otro, que era más un tumor gris que una inteligencia sana.

«Cuando un vampiro vuelve de entre los muertos», pensó de pronto Yulian, «¡vuelve más fuerte!».

Había puesto algo, algo de sí mismo, en Georgina, Anne y Helen. Pero no las había matado. Ahora eran suyas. Había matado a George, o al menos lo había hecho morir, y George no era suyo. Lo obedecía, sí, o lo había hecho hasta ahora. Pero ¿por cuánto tiempo? Ahora que George había superado el impacto inicial, se estaba volviendo fuerte. Y famélico.

Durante la noche, mientras dormía, Yulian se había despertado dos veces inquieto. Se sentía oprimido, amenazado. Las dos veces había oído los movimientos furtivos de Lake en el sótano. El hombre rondaba allí en la oscuridad, con el cuerpo dolorido, con las ideas como punzadas. Y tenía una sed monstruosa.

Había bebido de la mujer, de las venas de su propia esposa, pero su sangre no había sido muy de su gusto. Bueno, la sangre era sangre, lo alimentaría, pero no era la que él ambicionaba. Esta circulaba sólo en Yulian. Y Yulian lo sabía. Lo cual era otra razón de que hubiese decidido matar a George. Lo mataría antes de que lo matase a él (pues, más pronto o más tarde, George trataría de hacerlo) y antes de que George pudiese agotar a Anne; oh, sí, pues en caso contrario, tendría que habérselas pronto con los dos. Era como una plaga, y Yulian se estremecía al pensar que él era su origen, su portador.

Y había otra razón de que Lake tuviese que morir. En alguna parte, allá fuera, a la luz del sol, en los bosques y los campos, en los caminos y en los pueblos, había gente que ya observaba la casa. Los sentidos de Yulian, sus facultades de vampiro, eran más débiles de día, pero, aun así, podía sentir la presencia de los silenciosos observadores.
Estaban
allí, y de algún modo los temía.

Por ejemplo, aquel hombre de la última noche. Yulian había enviado a
Vlad
a buscarlo, pero
Vlad
había fracasado. ¿Quién era aquel hombre? ¿Y por qué observaba? Tal vez el retorno de George no había pasado del todo inadvertido. ¿Era posible que alguien lo hubiese visto salir de su tumba? No; Yulian lo dudaba mucho; la policía, siempre cándida, lo habría mencionado. Pero también era posible que la policía no hubiese considerado satisfactoria su reacción el día en que habían venido a informar de la vil profanación de una sepultura.

Y George, con su sed de sangre. ¿Qué pasaría si se desmadraba una noche? Ahora era un vampiro y se estaba haciendo cada vez más vigoroso. ¿Cuánto tiempo podría contenerlo
Vlad
? No; sería mejor que George muriese, que se fuese sin dejar rastro, sin dejar la menor prueba de que el mal estaba actuando allí. Esta vez sufriría la muerte del vampiro, de la que no podría regresar.

En la parte de atrás de la casa, se alzaba una chimenea hacia el cielo, reforzada en su base, que atravesaba el tejado de doble vertiente. Nacía de un gran horno de hierro en el sótano, una reliquia de antiguas generaciones. Aunque la casa tenía ahora calefacción central, había aún un montón de carbón polvoriento junto al horno, como un nido de arañas y ratones. En dos ocasiones, en inviernos particularmente crudos, Yulian había encendido el horno y se había detenido a observar cómo se ponía el hierro al rojo donde el grueso tubo cilindrico enlazaba el horno con la base de ladrillos refractarios de la chimenea. Había calentado admirablemente la parte de atrás de la casa. Ahora bajaría allí y encendería otra vez el horno, aunque para un fin diferente. Sudaría un poco, pero el sudor y el esfuerzo valdrían la pena.

Había una trampa en el suelo de una de las habitaciones de atrás que, desde que George bajara por ella, Yulian la había cerrado. Quedaba únicamente la entrada del costado de la casa, donde
Vlad
montaba guardia como de costumbre. Yulian tomó de la cocina un bistec grueso y que goteaba sangre, y lo llevó al perro en la entrada del sótano, donde lo dejó masticando entre gruñidos su comida mientras él bajaba la estrecha escalera a un lado de la rampa y abría la puerta.

Entonces, al penetrar en la oscuridad, sintió como un aviso instantáneo de lo que le esperaba; pero fue suficiente.

La mente de George Lake ardía de odio. Había muchas emociones atrapadas en ella, controladas hasta aquel último instante: sed, desprecio de sí mismo, un hambre inhumana, tan intensa que era casi una emoción; asco, celos tan fuertes que quemaban; pero, sobre todo, odio. Contra Yulian. Y en el momento antes de que George intentase golpearlo, la bilis de su mente tocó a Yulian como un ácido, de manera que gritó al esquivar el golpe en la oscuridad.

Pues la oscuridad había sido el elemento de Yulian mucho antes de que George lo descubriese; hecho que el nuevo y medio loco vampiro no había tenido en cuenta. Yulian lo vio agazapado detrás de la puerta, vio el arco que describía el azadón contra él. Se agachó para que no lo alcanzase la herrumbrosa herramienta, volvió a erguirse dentro del círculo de su trayectoria y apretó el cuello de George con sus dedos de acero. Al mismo tiempo, le arrancó el azadón con la mano libre y lo arrojó a un lado, y le golpeó una y otra vez con la rodilla el bajo vientre.

Para cualquier hombre corriente, la lucha habría terminado así, pero George Lake ya no era un hombre corriente, y ni siquiera un hombre. Puesto de rodillas, bajo la presión de los dedos de Yulian en su garganta, miró al joven con unos ojos que eran como carbones encendidos bajo un fuelle. Como vampiro que era, su carne gris no-muerta sacudió el dolor y encontró fuerzas para contraatacar. Irguió las piernas contra todo el peso de Yulian y le golpeó el antebrazo para desprenderse de su agarrón. El joven sintió, asombrado, que el otro lo empujaba hacia atrás y saltaba contra él para romperle el cuello.

Y una vez más, Yulian sintió miedo, pues vio que su «tío» era casi tan vigoroso como él. Esquivó el ataque de George, lo derribó y agarró el azadón del suelo de piedra. Levantó la herramienta, con intención asesina y, cuando aquél se puso en pie, se lanzó contra él. En ese momento, Anne, la querida «tía» Anne de Yulian salió de las sombras como un fantasma y se plantó entre Yulian y su marido no-muerto.

—¡Oh, Yulian! —gimió—. No, Yulian. Por favor, no lo mates…
¡Otra vez
no!

Desnuda y mugrienta, se agazapó allí, con los ojos llenos de súplica animal y los cabellos desgreñados. Yulian la apartó a un lado en el momento en que George iniciaba su segundo ataque.

—George —gruñó, entre dientes—, con ésta son dos veces las que me has atacado. ¡Veamos ahora si te gusta!

Al golpear la frente de George y abrir un boquete de cuatro centímetros cuadrados justo encima del triángulo formado por los ojos y la nariz saltaron partículas de moho de la punta afilada del azadón. La mera fuerza del golpe detuvo el ímpetu de George, que saltó como un muñeco sobre un muelle.


¡Gak!
—gritó, mientras sus ojos se llenaban de sangre que manaba luego por la nariz. Levantó los brazos en un ángulo de cuarenta y cinco grados y agitó las manos como bajo una descarga eléctrica—.
¡Gug-ak-arghh!
—farfulló.

Entonces desencajó la mandíbula inferior, cayó hacia atrás como un árbol talado y se estrelló de espaldas contra el suelo, con el azadón todavía clavado en la cabeza.

Anne se acercó a rastras y se arrojó gimiendo sobre el cuerpo retorcido de George. Era esclava de Yulian, pero George había sido su marido. Se había convertido en lo que era por culpa de Yulian, no suya.

—¡George! ¡Oh, George! —gimió—. ¡Oh, mi pobre y querido George!

—¡Apártate de él! —le ordenó Yulian—. ¡Ayúdame!

Arrastraron a George por los tobillos hasta el cuarto donde estaba el horno, con el mango del azadón repicando sobre el suelo desigual. Yulian apoyó un pie en el cuello del vampiro y arrancó el azadón de su cabeza. Sangre y una pulpa amarilla grisácea llenaron el agujero de la frente y rebosaron de sus bordes, pero continuó con los ojos abiertos; agitaba las manos y golpeaba el suelo con un talón, en una serie continua de espasmos galvánicos.

—¡Oh, se morirá, se morirá!

Anne se retorció las manos mugrientas y acunó la cabeza destrozada de George entre sollozos.

—No, no morirá. —Yulian empezó a preparar el horno—. Las cosas son así, estúpida criatura. No puede morir…; al menos, no de esta manera. Lo que lleva dentro lo curará. Ya ahora está curando su destrozado cerebro. Podría quedar como nuevo, tal vez mejor que antes…, pero esto es algo que no puedo permitir.

El fuego estaba preparado. Yulian encendió una cerilla, la acercó a un papel, abrió la rejilla de hierro para que se avivasen las llamas, y cerró la puerta del horno. Al volverse, oyó que Anne jadeaba:

—¿George?

El martilleo del talón espástico de George sobre el suelo de piedra había cesado hacía unos momentos…

Yulian dio media vuelta y la
Cosa
que había hecho chocó contra él y lo obligó a retroceder contra la puerta del horno. Aunque éste no desprendía aún calor, Yulian sintió que sus pulmones se vaciaban y jadeó con fuerza. Aspiró aire, dolorosamente, y mantuvo a raya al Otro. Los ojos feroces de George echaban chispas a través de la sangre y las mucosidades del agujero de la cabeza. Sus dientes crujían como pequeños puñales en su cara contraída; las manos se agitaban contra Yulian como aspas ciegas. Su cerebro malherido funcionaba a duras penas, pero el vampiro estaba ya curando la herida. Y su odio era más salvaje que nunca.

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