Pero tanta espesura no era agreste. Minerías Dorvalla había tallado anchas carreteras que llevaban hasta la base de los principales barrancos de la región, además de desbrozar el bosque para construir dos campos de aterrizaje circulares lo bastante grandes como para recibir a un ferry. Los enormes peñascos estaban agujereados por multitud de túneles mineros y una espesa capa de polvo de lommite cubría gran parte de la vegetación. Las máquinas excavadoras habían creado, del mismo modo, profundos cráteres que se habían llenado de aguas residuales que reflejaban el sol y el cielo como si fueran turbios espejos.
Había sido en ese lugar, y con la ayuda de varios empleados descontentos de Minerías Dorvalla, donde Cohl había preparado su plan para abordar el
Ganancias
. Pero no todo Dorvalla sentía el mismo desprecio por la Federación de Comercio, ni era tan tolerante con los mercenarios; al menos no sucedía así con quienes consideraban a la Federación la salvación de Dorvalla y la única conexión del planeta con los mundos del Núcleo.
La lanzadera salía de su traqueteante caída en barrena cuando una nave de morro achatado pasó junto a ellos, por babor, procurando que su presencia fuese evidente.
—¿Quién era? —preguntó Rella, agachándose mientras el estallido sónico creado por la nave al pasar hacía temblar al vehículo.
—Los cuerpos espaciales de Dorvalla —informó Boiny, con los ojos negros clavados en los verificadores—. Vuelve para hacer otro pase.
Cohl giró su silla hacia estribor para ver el relampagueante regreso de la nave. Era una lanzadera aguja de ala fija, con un solo piloto pero dos cañones láser.
—Se comunican con nosotros, capitán —dijo Boiny—. Nos ordenan que aterricemos.
—¿Han pedido que nos identifiquemos?
—Negativo. Sólo que nos quieren en tierra.
Cohl frunció el ceño.
—Entonces ya saben quiénes somos.
—Esa lanceta del Departamento Judicial —dijo Rella, volviéndose hacia Cohl—. El que iba a bordo debió registrar la signatura de nuestros motores.
La nave aguja aulló encima de ellos, esta vez más cerca.
—Otro pase como éste y acabarán derribándonos, capitán —advirtió Jalan.
—Mantened el rumbo hacia la base —ordenó Cohl.
La nave aguja trazó un bucle y volvió hacia ellos, esta vez disparando con los láser delanteros. Rojos rayos luminosos pasaron ante el morro redondeado de la lanzadera.
—¡Van en serio, capitán! —dijo Boiny.
Cohl se giró hacia Rella.
—Ve buscando un lugar donde estrellarnos.
—Querrás decir aterrizar, ¿verdad? —repuso ella.
—Lo he dicho bien. Hasta entonces, no bajaremos la velocidad. Acércanos a la base todo lo que puedas.
Ella rechinó los dientes.
—Será mejor que al final de este emocionante viaje haya un anillo de aurodium, Cohl.
—La nave aguja nos dispara.
—Acción evasiva —dijo Cohl.
—Es inútil. ¡Nos supera en capacidad de maniobra!
Los cañones láser de la nave aguja trazaron una línea discontinua que acabó en la cola de la lanzadera, haciéndola rotar por completo. El rugido constante que antes emitían los motores de la lanzadera pasó a ser un chillido agudo. Las llamas lamieron el casco de proa, y la cabina empezó a llenarse de espeso humo.
—¡Caemos a tierra! —gritó Rella.
Cohl la agarró por el hombro con fuerza.
—¡Mantenla enderezada! ¡Conecta los repulsores y prepárate para el impacto!
La lanzadera pasó entre los gigantescos peñascos trazando una estela de humo negro, lamiendo las copas de los árboles, quebrando las ramas de los árboles más altos. Rella se las arregló para mantener la nave horizontal unos instantes más, antes de que el morro volviera a descender. La lanzadera chocó contra un enorme árbol y se escoró hacia estribor, girando como un disco mientras aserraba las ramas superiores de los árboles.
Los pájaros salieron volando entre chillidos cuando la madera astillada saltó en todas direcciones. Los arneses de los asientos se soltaron y dos de los tripulantes se vieron arrojados contra el mamparo de estribor como muñecos. La lanzadera se volcó, cayendo hacia el suelo del bosque. Los miradores se resquebrajaron formando el dibujo de una telaraña antes de saltar en mil pedazos hacia el interior de la cabina.
El choque contra el suelo fue más duro aún de lo que habían supuesto. El estabilizador de estribor se hundió en ángulo agudo en el terreno cubierto de hojas, volteando a la lanzadera como se voltea una moneda tirada al aire. Los asientos se vieron arrancados de la cubierta y los instrumentos de los mamparos. Rodó durante lo que parecía toda una eternidad puntuada por el ensordecedor estruendo de las colisiones. El casco se hundió, los conductos reventaron liberando gases y fluidos nocivos.
Todo acabó de golpe, a la vez.
Nuevos sonidos llenaron el aire: los chasquidos del metal al enfriarse, el siseo de las tuberías agujereadas, las escandalosas llamadas de los pájaros aterrados, el tamborileo de ramas, frutos y lo que fuera al caer y golpear el casco. Toses, quejas, gemidos…
La gravedad le dijo a Cohl que estaban boca abajo. Se desabrochó el arnés y se dejó caer hasta el techo de la lanzadera. Rella y Boiny ya estaban en él, magullados y sangrando, pero cuando el capitán fue hasta ellos empezaban a recuperar la consciencia. Rodeó con el brazo los hombros de Rella y miró a su alrededor.
Los demás tripulantes debían haber muerto, o estar moribundos. Satisfecho al ver que Rella se repondría, abrió la escotilla de babor. El calor cargado de humedad llegó de pronto hasta ellos, junto con el bendito oxígeno. Cohl salió fuera y consultó la brújula de su comunicador. Desacostumbrado a la gravedad normal, sentía que su cuerpo pesaba el doble y que cada movimiento realizado le costaba un esfuerzo.
—¿Jalan sigue con vida? —preguntó Rella débilmente.
—Apenas —respondió el humano por sí mismo.
Cohl volvió dentro para ver a Jalan atrapado sin remedio bajo su consola. Posó un brazo en su hombro.
—No podemos llevarte con nosotros —dijo en voz queda.
Jalan asintió.
—Entonces, deja que me lleve a unos cuantos conmigo, capitán.
Rella se arrastró hasta Jalan.
—No tienes por qué hacer esto —empezó a decir.
—Estoy reclamado en tres sistemas —la interrumpió él—. Si me encuentran con vida, sólo conseguirán que desee estar muerto.
Boiny miró a Cohl, y éste asintió.
—Dale el código destructor. Rella, separa los lingotes en cuatro montones iguales. Pon dos en mi mochila, uno en la tuya y otro en la de Boiny. Sólo llevaremos armas y el aurodium. Nada de comida y agua. Si no llegamos a la base, la cárcel de Dorvalla se encargará de proporcionarnos todo eso. Si eso no te inspira lo bastante para seguir moviéndonos, no sé qué más decirte.
Momentos después, los tres dejaban la nave.
Cohl se puso la pesada mochila y leyó la brújula por última vez antes de dirigirse con paso decidido hacia un peñasco cercano. Rella y Boiny mantuvieron su paso lo mejor que pudieron, ascendiendo con regularidad durante el primer cuarto de hora bajo la espesa cúpula de árboles. Mientras la nave aguja pasaba una y otra vez buscando señales de su presencia. Desde el terreno elevado situado en la base del peñasco de lommite, pudieron ver que la nave aguja se había detenido y flotaba sobre las copas de los árboles.
—Ha encontrado la lanzadera —dijo Rella haciendo una mueca.
—Peor para él —dijo Cohl.
Apenas había dicho esas palabras cuando una explosión destripó el suelo del bosque, pillando desprevenida a la nave. El piloto consiguió evadir la bola de fuego, pero el daño ya estaba hecho. Los motores le fallaron, la nave se inclinó a babor y cayó como una piedra.
Una segunda nave aguja rugió sobre ellos en el mismo instante en que explotaba la otra. Le siguió una tercera que se encaminó hacia la base del peñasco en que se hallaba el trío de piratas.
La nave aguja escupió fuego contra ellos, arrancando enormes pedazos de lommite de sus laderas. La nave completó el giro y se dispuso a lanzar una segunda andanada. Un segundo sonido, mucho más grave y peligroso, se dejó oír cuando se aproximaba a su blanco. Un rayo carmesí brotó sin previo aviso de las nubes, cortando en pleno vuelo las alas de la nave aguja. Incapaz de maniobrar, la nave se estrelló de cabeza contra el farallón, deshaciéndose en mil pedazos.
—Otro del que ya no tendremos que preocuparnos —dijo Cohl, lo bastante alto como para ser oído por encima del rugido del cielo.
Rella alzó la mirada a tiempo de ver una enorme nave aparecer entre las nubes encima de ellos.
—¡
El Halcón Murciélago
! —exclamó, mirando a Cohl sorprendida—. Lo sabías. Sabías que estaría aquí.
Él negó con la cabeza.
—El plan de emergencia requería que estuviera aquí. Pero no lo sabía con seguridad.
Ella esbozó una sonrisa.
—Puede que todavía te ganes mi perdón.
—Resérvalo para cuando estemos a bordo.
Los tres se pusieron en pie e iniciaron un descenso apresurado rodeando el peñasco. El
Halcón Murciélago
se posó no muy lejos de allí, en el centro de una enfangada y sucia charca.
M
iles de especies inteligentes tenían su hogar en Coruscant, aunque ese hogar sólo consistiera en un edificio anónimo de un kilómetro de alto. Y casi todas ellas tenían voz allí, aunque esa voz sólo fuera la de un representante que llevaba mucho tiempo corrompido por los variados placeres que podían encontrarse en Coruscant.
Y toda esa multitud de voces tenía un voto en el Senado Galáctico que sobresalía como un hongo regordete en pleno corazón del distrito gubernamental de Coruscant. El Senado estaba en una amplia plaza peatonal rodeada de otras cúpulas más pequeñas y de afilados edificios cuyas cimas desaparecían en el cielo poblado de aeronaves. La plaza en sí misma dominaba una amplia llanura de rascacielos y estaba atestada de impresionantes estatuas de treinta metros de alto erigidas en honor de los fundadores de los mundos del Núcleo. Las asexuadas esculturas de largas extremidades, diseño anguloso y humaniforme, se alzaban sobre pedestales de duracreto, sosteniendo esbeltos bastones ceremoniales.
Era un motivo icónico que tenía su continuación en el interior del edificio del Senado, donde los pasillos abiertos al público que circundaban el hemiciclo principal abundaban en estatuas con un diseño espigado semejante.
El senador Palpatine caminaba a paso vivo por esos pasillos, maravillándose ante el hecho de que el Senado siguiera sin encargar o exhibir esculturas de aspecto no humanoide. Si bien algunos delegados estaban dispuestos a considerar un simple descuido la ausencia de representación no humana, había otros que lo consideraban una afrenta directa. Mientras que otros ni se planteaban el asunto, considerando poco preocupante ese problema decorativo. Pero cada vez era más evidente que habría que realizar algún cambio ya que los mundos del borde Medio y Exterior estaban principalmente habitados por especies no humanoides y éstas cada vez dominaban más el Senado, para secreta preocupación de más de un delegado humanoide del Núcleo.
Los abundantes paseos y pasillos que surcaban sus múltiples pisos y los numerosos turbo ascensores verticales y horizontales hacían que el edificio hemisférico fuera tan laberíntico como el mismo funcionamiento interno del Senado. El anuncio del canciller supremo Valorum de una sesión especial había hecho que los pasillos estuvieran más atascados que de costumbre, pero Palpatine se animó al descubrir que los delegados todavía podían sentirse motivados a dejar sus asuntos personales al margen para atender cuestiones de mayor importancia.
Caminaba flanqueado por sus dos ayudantes, Doriana y Pestage, sonriendo agradablemente a medida que se abría paso en dirección al hemiciclo, pasando junto a los guardias senatoriales situados a ambos lados del portón y entrando en la plataforma del palco asignado a Naboo dentro del vasto anfiteatro.
La plataforma del palco era circular, lo bastante espaciosa como para acomodar a media docena de humanos, e idéntica a cualquiera de los mil veinticuatro palcos que se alineaban en la pared interna de la cúpula. En realidad cada plataforma era la punta de una sala triangular del edificio donde se acuartelaban las distintas legaciones para llevar a cabo la mayoría de los asuntos mundanos y los negocios ilícitos del Senado, y dicha sala nacía en el hemiciclo para terminar en el borde exterior del hemiciclo.
Palpatine se ajustó la caída de su complicada capa y subió a la consola semejante a un podium, situada en la parte frontal de la plataforma. Dada la elevada posición de Naboo en el hemiciclo, la visión del suelo resultaba vertiginosa.
El anfiteatro estaba intencionadamente aislado de la luz natural, así como de la dudosa atmósfera del planeta, para así minimizar los efectos del anochecer en los delegados; es decir, para animar a todos los presentes a concentrarse en el asunto que pudiera ocuparles en cada momento, por mucho que las sesiones se prolongasen hasta muy avanzada la noche. Pero cada vez había más ciudadanos que veían en las circunstancias antinaturales del hemiciclo un símbolo de la cerrazón del Senado, de su aislamiento de la realidad. Creían que el Senado existía al margen de todo, debatiendo cuestiones de escaso u oculto interés, cuando no afectaban directamente al enriquecimiento ilegal de sus miembros.
Aun así, Palpatine sentía una intensidad renovada en el aire reciclado. Los cotilleos habían alertado ya a todo el mundo sobre los temas que pensaba tratar Valorum, pero había muchos que esperaban impacientes a oírlo por sí mismos y que estaban deseosos de hacerse oír.
Palpatine llevaba varios días reuniéndose con todos los senadores que podía, queriendo tomar la medida de la opinión senatorial respecto al impuesto a las rutas comerciales fronterizas. Incluso había intentado persuadir a los indecisos para que apoyaran a Valorum, y que así llevase a buen puerto sus intenciones sin necesitar el apoyo de Naboo y sus mundos vecinos. Y todo ello mientras pensaba formas de solucionar cualquier posible eventualidad.
Su propia impaciencia le pilló por sorpresa: así era de contagiosa la excitación del hemiciclo. Pero, tal y como había hecho en la ópera, Valorum demoró su llegada. El ambiente estaba revuelto para cuando finalmente apareció.
El puesto de Valorum estaba situado en un pabellón de treinta metros de alto que se alzaba desde el centro del suelo como el tallo de una flor. Y allí Valorum se encontraba solo, tras subir al bulbo de la flor en un turbo ascensor, ya que tanto el oficial de orden del Senado como el parlamentario, el escribano y el holoperiodista oficial, se hallaban debajo de él, en el círculo donde descansaba la flor. El Canciller Supremo vestía una túnica de brocado lavanda, con mangas voluminosas y una faja ancha a juego, todo ello entonado con el color predominante en el anfiteatro.