Viaje a un planeta Wu-Wei (46 page)

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Authors: Gabriel Bermúdez Castillo

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Viaje a un planeta Wu-Wei
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JOE NAVAJAS; COMERCIO AL POR MAYOR Y

MENOR DE TODA CLASE DE OBJETOS — NO

IMPRIMIMOS PERIODICOS PORNOGRAFI-

COS, COMO CIERTOS TIPOS DE LA COMPE-

TENCIA — GENERAL STORE MERCANCIAS.

Antes de que pudieran detenerle, el Manchurri había bajado, con el rostro enrojecido, y los ojos inyectados en sangre, de la mugrienta cámara de mando del autociclo; de forma prácticamente simultánea, del otro vehículo había bajado un tipo de una altura similar a la del Manchurri, ataviado con una camiseta a rayas rojas y blancas, el rostro afeitado, aunque con dos grandes patillas que descendían casi hasta sus hombros, ojos profundamente bizcos, y un aro de oro en una oreja.

—De manera que estás aquí, sucio Joe —dijo el Manchurri, colocándose con los brazos en jarras a un par de metros de distancia del otro—. Y que te atreves a poner letreros repugnantes en tu cochina carreta, comentando insultantemente mi comportamiento periodístico. Te voy a sacar los hígados, so ladrón…

Sergio quiso levantarse y salir fuera, pero el Vikingo le contuvo con la mano, haciéndole un gesto risueño. Las dos calderas de vapor continuaban resoplando y alzando sus columnas de humo al transparente aire, mientras Joe. Navajas, mirando al Manchurri torcidamente, alzaba una mano imperativa.

—Alto ahí, so cerdo —dijo—. Que el que te va a sacar los hígados y a partirte la cara voy a ser yo, escoria, más que escoria, pedazo de marica, que no sabes lo que es una mujer…

—Eso se lo dirás a tu padre, indecente —contestó el Manchurri, farfallosamente, con lengua trabada por la ira—. Digo a tu padre, aunque supongo que no podrás, porque debe estar en África acostándose con las monas, según es lo probable, a juzgar por el aborto de hijo que tiene. Pero ¿tú no sabes, desgraciao, que en cierta ocasión, y que me muera si miento, cogí con estas manos a un leopardo, sin arma alguna, y lo partí en dos? ¿Cuánto crees que me duraría la sombra de una meada, que eso es lo que eres tú?

—Pues más de lo que me durarías tú a mí, que cuando se me terció, cacé diez cocodrilos en el río Rojo, en África, y los domé de tal forma, a mordiscos y a estacazos…

—Serían con la que usa tu mujer para ajustarte las cuentas…

—Digo que a estacazos, borde, más que borde, mentiroso, borracho… Y me los traje a Europa detrás de mí, caminando uno detrás de otro, y así puso el de nueva Estoril su industria de Carteras que…

—Hijo de un mandril, te voy a matar…

—Te voy a hacer pedazos, sucia bestia, marrano…

—Para eso te tendrás que quitar la ropa interior de color rosa, so cascara amarga…

—Y tú ponerte un tapón en la boca, para que no te entre más vino…

—Si no fuera porque llevo amigos, te daba una que te acordabas toda la vida…

—Mucho palabrerío es ése, Manchurri, pero como me vuelva a encontrar contigo…

—¡Desgraciao!

—¡Estafador!

El Manchurri, volviéndose de cuando en cuando, con gesto amenazador, volvió a subir rezongando al autociclo, y tiró violentamente del grifo del vapor. El autociclo volvió a ponerse en marcha, con una brusca arrancada, en virtud del vapor acumulado, mientras el Manchurri, con el rostro descompuesto, se volvía a sus acompañantes, diciendo:

—Anda, que si no estáis vosotros aquí, le doy a ese una paliza, que…

—Fue un tiempo muy lejano —dijo el Vikingo— en que un Ministro de un Rey ya muerto hace muchos años, pensó que sería muy buena, cosa el evitar el gran dolor que todos sentían cuando la muerte se llevaba a un ser amado.

«Puso a trabajar a todos los sabios del país, y éstos, después de muchas investigaciones, pruebas y cálculos, y además con un gran gasto, consiguieron poner a punto una gran máquina que, mediante ingeniosos mecanismos, devolvía a los muertos a la vida. Pagando una pequeña tarifa, tanto más elevada cuanto más antiguo era el muerto, las gentes que así lo deseaban podían recurrir a la máquina y conseguir que ésta les devolviera sus muertos amados.

»Lo curioso es que la máquina, en virtud de ciertas características de su construcción, los devolvía siempre con la misma edad: treinta años. Y además, que estos muertos no volvían a morir, y se mantenían siempre en la misma edad con que habían salido del aparato. Por otra parte, resultaba muy curioso el hecho de que pesaban más que antes, y que precisamente, cuanto más antiguos eran, pesaban más. Así, un resucitado reciente, que en vida hubiera pesado ochenta kilos, salía de la máquina pesando cien o más; si era de unos veinte años antes, su peso era de unos trescientos kilos, e incluso se registraron casos de muertos de dos siglos, que llegaron a pesar casi cinco toneladas. Y ello sin que su aspecto fuera distinto del que en vida tenían.

»La máquina tuvo un éxito prodigioso, hasta el punto de que fue preciso instalar más máquinas en todas las ciudades del país. La gente acudía en avalanchas para hacer uso de tan extraño ingenio, hasta que comenzaron a plantearse los primeros problemas.

»Pasó, por ejemplo, que había quien no tenía interés alguno en volver a la vida un muerto determinado, por razones económicas, o de mera simpatía, o familiares… Pero como no se estableció control alguno sobre el funcionamiento del aparato, resultaba que siempre había algún malintencionado que resucitaba los muertos de otro, con objeto, claro está, de molestarle y hacerle daño.

»Se produjeron situaciones complicadísimas; los asesinados pregonaban a los cuatro vientos el nombre de sus asesinos; los que habían sido maltratados por sus descendientes, hacían lo mismo; los desgraciados se quejaban de volver a vivir una vida desgraciada; los ricos, de no serlo como antes. Funcionaban los Tribunales de Justicia a toda velocidad, y la avalancha de papeles que produjo el funcionamiento de la máquina anegó el país.

»Y no acabó ahí todo. Los muertos resucitados, como sabían que lo eran, se aprovechaban indignamente, de los demás… eran molestos, insociables, aprovechados… Además, al tener tal peso, lo destrozaban todo; hundían los suelos de las viviendas, quebraban el adoquinado de las calles, destrozaban los vehículos, puentes y viaductos… Comían más que los seres humanos normales, se quejaban, pedían servicios extras, gemían… caminaban por las noches en pandillas, lanzando gritos en todas las esquinas…

»Un día, alguien, harto, reunió fondos, y resucitó todo los muertos del Ministro, desde sus padres hasta la más remota antigüedad… En ese momento, la multitud de resucitados era tal, que todos los seres humanos reales estaban en franca minoría. Y la cosa acabó cuando se vieron forzados a huir y a abandonar todo lo que tenían en manos de los muertos vivientes. Fueron a vivir a un páramo lejano, y allí, sumidos en la miseria, contemplaron cómo los muertos resucitados continuaban manejando la máquina sin cesar.

Hubo un silencio en el coro que le escuchaba cuando el Vikingo concluyó la historia. Estaban todos un tanto extrañados y no habían comprendido, seguramente, casi nada. Sin embargo, el padre Ross, sonriendo sobre su poblada barba, se ciñó más el cíngulo de cáñamo, y lanzó una soñadora mirada hacia la cruz de la capilla, que se recortaba en negro sobre el azul gris del crepúsculo.

—¿Y qué quiere decir todo eso? —preguntó el Manchurri, distraídamente.

—Eres tan cernícalo como los demás, Manchurri —dijo el padre Ross—. ¿No has leído el Libro Santo? ¿No has leído las parábolas? Saca su lección, hombre ignorante y de poca fe. No cambies el mundo, o él te cambiará a ti. Si haces un mundo cruel y retorcido, ¿qué otra cosa puede producir, sino hombres crueles y retorcidos?

Al principio fue solamente un punto negro en el horizonte, como una colina más oscura que las demás… después, a medida que el autociclo iba acercándose, el punto negro comenzó a mostrar sus costados rectos, y su forma de tronco de pirámide. Parecía encontrarse cerca de ellos, pero eran tales sus dimensiones, que un día más de camino sólo les permitía apreciar una ligera variación en el tamaño de la columna.

El Vikingo permanecía inalterable, pero el Manchurri y el Huesos mostraban un temor creciente conforme iban acercándose al negro monolito. Esa sensación de temor aumentaba cuando veían a Sergio revisar una y otra vez su rifle magnético, vaciando y llenando el cargador dorado, y cuando contemplaban los grandes proyectiles contenidos en éste, cuidadosamente alineados sobre un paño, prestos a ser introducidos de nuevo en el recipiente. En el Huesos, ese miedo creciente se manifestaba por medio de un silencio total, y de miradas cada vez más huidizas ante los ojos de Sergio; en el Manchurri, en una ausencia casi total de ganas de comer, y en un incremento del consumo de bebidas alcohólicas.

El mismo Sergio se sentía cada vez más nervioso. Veía cerca por fin, aquello por lo que había recorrido una larga odisea, y se sentía como vacío. No experimentaba ningún sentimiento de satisfacción, o de orgullosa alegría; al contrario; pensaba que si, por cualquier razón, sus previsiones resultaban equivocadas, y se veía forzado a regresar sin haber hecho nada, tampoco iba a importarle demasiado.

—No hay vida aquí —dijo el Vikingo.

Era cierto. Atravesaban vastas extensiones casi silenciosas, donde apenas se oía el piar de un pájaro, y donde era verdaderamente raro que una liebre o un jabalí asomasen su hocico tras las hierbas. Y desde luego, los ríos estaban desiertos, sin cellisas, ni náyades, y tampoco se veía la figura de color de miel de algún elfo deslizarse tras las malezas. Ni siquiera había casas o alquerías. Desde su última detención, en la capilla del padre Ross, no habían vuelto a encontrar un ser humano.

La columna se cernía ya sobre ellos como una masa inalcanzable. En sus vertientes laterales, totalmente lisas, la luz del sol moría sin reflejo alguno; la superficie superior, donde el tronco de pirámide se cortaba, se hallaba muy por encima de su vista, siendo imposible saber si allí había algo.

Nadie hacía ninguna pregunta a Sergio, y nadie hablaba apenas. Como oprimidos por el ambiente cada vez más triste. apenas conversaban entre sí. Caminaban por barrancas y cañadas, deteniéndose solamente para comer, dormir o cargar combustible para el vehículo… y la columna se acercaba lentamente, cada vez más inmensa, cada vez más increíble en sus dimensiones enormes. Llegó un momento en que pareció llenar el horizonte entero, y casi cubrir el cielo con su negra masa… y aún les faltaba camino que recorrer.

Una tarde, pasaron por las silenciosas avenidas de un bosque de árboles gigantes, cuyas cimas se perdían en la ligera niebla del anochecer… En los espacios entre los anchos troncos crecía un fino césped, donde las macizas ruedas del carromato pisaban suavemente, rodando con facilidad.

—Aquí no ha venido nadie nunca —dijo el Vikingo.

El saberse a una distancia incalculable del más próximo poblado les llenaba de angustia, sin saber muy bien si estaba motivada por eso, o por la proximidad obsesionante de la ingente construcción negra. Y allí, cuando acabó el bosque, la vieron, asentado su principio sobre el fondo de un valle, continuando sobre la montaña próxima, y sobre otro valle, y sobre la cordillera que había después… Un río había sido desviado por la terrible construcción, y sus aguas se arrojaban tumultuosamente contra el flanco negro de la pirámide, chocando allí, siguiéndola durante unos kilómetros, para separarse después y perderse en una lejana llanura…

—Nos quedamos aquí —dijo Sergio.

Y por milésima vez en aquellos días, volvió a mirar su reloj, como si no pudiera creer que era cierta la fecha que veía marcada en el calendario.

—Esconded el autociclo un poco más adentro —dijo, como suplicando—. Y acampad allí… yo… yo debo esperar aquí.

El Manchurri y el Vikingo le miraron con fijeza, el primero con una clara expresión de terror en sus ojos; el segundo simplemente con atención, como si quisiera profundizar en sus pensamientos. Pero le obedecieron; el automotor retrocedió, retirándose al interior del bosque, y Sergio se quedó solo, de pie junto al último de los altos árboles.

Se hallaba a un kilómetro y medio, aproximadamente, de la cara de la columna que había frente a él. Durante unos segundos buscó algo con la vista, atentamente, lamentando haber perdido los prismáticos. Lo cierto era que de todo lo que trajese de la Ciudad solamente le quedaban el reloj y el rifle. Incluso sus ropas eran ahora de flexible piel, con las costuras unidas con pequeñas puntadas, semejantes a las del Vikingo.

Por fin lo vio; era un hueco rectangular, como una puerta, abierto en la mitad de la extensa cara negra. Para ser visible a aquella distancia, era evidente que debía tener un buen tamaño. Sin embargo, volvió a mirar y a remirar… hasta que estuvo absolutamente seguro. Acabó de estar cierto de su examen cuando vio que desde la lejana cima bajaban hasta la abertura rectangular dos zonas algo más claras, como si fueran dos ciclópeas vías por las que algo se hubiera deslizado, en alguna ocasión, desde el truncado vértice.

Entonces, después de repasar su rifle por última vez, introdujo el cargador dorado que había reservado con tantas precauciones. Dejó el arma apoyada en la corteza del tronco, y tomando su cuchillo de caza, levantó con cuidado un cuadrado de hierba. Cavó una pequeña zanja, de unos cincuenta centímetros de lado, y unos treinta de profundidad, depositando la tierra esmeradamente en los cuatro costados del hoyo, de manera que pudiera volver a echarla dentro con rapidez.

—¿Puedo preguntar para qué es eso? —dijo, tras él, la voz del Vikingo. Más al fondo, la silueta oscura del carromato se distinguía apenas entre las hierbas y los altos árboles, y el olor de madera quemada llegaba a su olfato.

—Podríamos decir —respondió Sergio— que es una especie de tumba… Una tumba pequeña, para algo muy pequeño también.

El Vikingo permaneció silencioso durante unos instantes, pensando.

—¿Cuándo será… lo que haya de ser? —dijo, después de meditarlo mucho.

—Si no me he equivocado, mañana. También es casualidad —contestó Sergio—. Mañana cumplo veinticinco años.

—¿Qué esperas de nosotros que hagamos?

—No puedo obligaros… esto es cosa mía, tan solo. Pero debo reconocer que, sobre todo al principio, para mí sería mucho mejor estar acompañado, que solo… Solo, despertaría demasiadas sospechas, y quizá no consiguiese mi objetivo. Bueno; bastará con que llevéis esas mismas ropas, sin arma alguna… no hará falta que os vistáis de salvajes.

—¿Puedo preguntarte qué vas a hacer?

—Voy… —dijo Sergio, y la voz se le cortó. Pareció que hacía esfuerzos para hablar, y que la voz no le obedecía. Incluso en sus ojos brillaba una película húmeda, como si estuviese muy conmovido—. Voy a asesinar… —repitió con un gran esfuerzo—. Voy a asesinar a Jorge III, Presidente Hereditario de la Ciudad…

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