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Authors: Michael Foucault

Vigilar y Castigar (47 page)

BOOK: Vigilar y Castigar
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Pero, inversamente, la pirámide carcelaria da al poder de infligir castigos legales un contexto en el cual aparece como liberado de todo exceso y de toda violencia. En la gradación sabiamente progresiva de los aparatos de disciplina y de los "empotramientos" que implican, la prisión no representa en absoluto el desencadenamiento de un poder de otra índole, sino precisamente un grado suplementario en la intensidad de un mecanismo que no ha cesado de jugar desde las primeras sanciones. Entre la última de las instituciones de "reforma" donde el que es acogido evita la prisión, y la prisión adonde se envía al que comete una infracción caracterizada, la diferencia es (y debe ser) apenas sensible. Rigurosa economía que tiene como efecto hacer lo más discreto posible el singular poder de castigar. Nada en él recuerda ya el antiguo exceso del poder soberano cuando vengaba su autoridad en el cuerpo de los supliciados. La prisión continúa, sobre aquellos que se le confían, un trabajo comenzado en otra parte y que toda la sociedad prosigue sobre cada uno por innumerables mecanismos de disciplina. Gracias al continuo carcelario, la instancia que condena se desliza entre todas aquellas que controlan, trasforman, corrigen, mejoran. En el límite, nada lo distinguiría ya de ellas realmente, a no ser el carácter singularmente "peligroso" de los delincuentes, la gravedad de sus desviaciones y la solemnidad necesaria del rito. Pero, en su función, este poder de castigar no es esencialmente diferente del de curar o de educar. Recibe de ellos, y de su misión menor y menuda, una garantía de abajo; pero que no es menos importante, ya que se trata de la de la técnica y de la racionalidad. Lo carcelario "naturaliza" el poder legal de castigar, como "legaliza" el poder técnico de disciplinar. Al homogeneizarlos así, borrando lo que puede haber de violento en el uno y de arbitrario en el otro, atenuando los efectos de rebelión que ambos pueden suscitar, haciendo por consiguiente inútiles su exasperación y su encarnizamiento, haciendo circular de uno a otro los mismos métodos mecánicos y discretos, lo carcelario permite efectuar esta gran "economía" del poder cuya fórmula había buscado el siglo XVIII cuando montaba el problema de la acumulación y de la gestión útil de los hombres.

La generalidad carcelaria, al jugar en todo el espesor del cuerpo social y al mezclar sin cesar el arte de rectificar al derecho de castigar, rebaja el nivel a partir del cual se vuelve natural y aceptable el ser castigado. Se plantea con frecuencia la cuestión de saber cómo, antes y después de la Revolución, se ha dado un nuevo fundamento al derecho de castigar. Y es sin duda del lado de la teoría del contrato por donde hay que buscar. Pero es preciso también y quizá sobre todo plantear la cuestión inversa: ¿cómo se ha hecho para que se acepte el poder de castigar, o simplemente para que los castigados toleren serlo? La teoría del contrato no puede responder a ello sino por la ficción de un sujeto jurídico que da a los demás el poder de ejercer sobre él el derecho que él mismo tiene sobre ellos. Es muy probable que el gran continuo carcelario, que hace comunicar el poder de la disciplina con el de la ley, y se extiende sin ruptura desde las más pequeñas coerciones a la gran detención penal, haya constituido el doblete técnico y real, inmediatamente material, de esta cesión quimérica del derecho de castigar.

4) Con esta nueva economía del poder, el sistema carcelario que es su instrumento de base ha hecho valer una nueva forma de "ley": un conjunto mixto de legalidad y de naturaleza, de prescripción y de constitución, la norma. De ahí una serie entera de efectos: la dislocación interna del poder judicial o al menos de su funcionamiento; cada vez más una dificultad de juzgar, y como una vergüenza en condenar; un furioso deseo en los jueces de aquilatar, de apreciar, de diagnosticar, de reconocer lo normal y lo anormal; y el honor reivindicado de curar o de readaptar. De esto, es inútil hacer crédito a la conciencia buena o mala de los jueces ni aun a su inconsciente. Su inmenso "apetito de medicina" que se manifiesta sin cesar —desde su llamamiento a los expertos psiquiatras hasta su atención al parloteo de la criminología— revela el hecho mayor de que el poder que ejercen ha sido "desnaturalizado"; que se halla realmente a cierto nivel regido por las leyes, y que a otro, y más fundamental, funciona como un poder normativo; es la economía del poder que ejercen, y no la de sus escrúpulos o de su humanismo, la que les hace formular veredictos "terapéuticos", y decidir encarcelamientos "readaptadores". Pero inversamente, si los jueces aceptan cada vez peor tener que condenar por condenar, la actividad de juzgar se ha multiplicado en la medida misma en que se ha difundido el poder normalizador. Conducido por la omnipresencia de los dispositivos de disciplina, tomando apoyo sobre todos los equipos carcelarios, se ha convertido en una de las funciones principales de nuestra sociedad. Los jueces de normalidad están presentes por doquier. Nos encontramos en compañía del profesor-juez, del médico-juez, del educador-juez, del "trabajador social"-juez; todos hacen reinar la universalidad de lo normativo, y cada cual en el punto en que se encuentra le somete el cuerpo, los gestos, los comportamientos, las conductas, las actitudes, las proezas. La red carcelaria, bajo sus formas compactas o diseminadas, con sus sistemas de inserción, de distribución, de vigilancia, de observación, ha sido el gran soporte, en la sociedad moderna, del poder normalizador.

5) El tejido carcelario de la sociedad asegura a la vez las captaciones reales del cuerpo y su perpetua observación; es, por sus propiedades intrínsecas, el aparato de castigo más conforme con la nueva economía del poder, y el instrumento para la formación del saber de que esta economía misma necesita. Su funcionamiento panóptico le permite desempeñar este doble papel. Por sus procedimientos de fijación, de distribución, de registro, ha sido durante largo tiempo una de las condiciones, la más simple, la más tosca, la más material también, pero quizá la más indispensable para que se desarrolle esa inmensa actividad de examen que ha objetivado el comportamiento humano. Si hemos entrado, después de la edad de la justicia "inquisitoria", en la de la justicia "examinatoria", si, de una manera más general aún, el procedimiento de examen ha podido cubrir tan ampliamente toda la sociedad, y dar lugar por una parte a las ciencias del hombre, uno de sus grandes instrumentos ha sido la multiplicidad y el entre-cruzamiento compacto de los mecanismos diversos de encarcelamiento. No se trata de decir que de la prisión hayan salido las ciencias humanas. Pero si han podido formarse y producir en la episteme todos los efectos de trastorno que conocemos, es porque han sido llevadas por una modalidad específica y nueva de poder: determinada política del cuerpo, determinada manera de hacer dócil y útil la acumulación de los hombres. Ésta exigía la implicación de relaciones definidas de saber en las relaciones de poder; reclamaba una técnica para entrecruzar la sujeción y la objetivación; comportaba procedimientos nuevos de individualización. El sistema carcelario constituye una de las armazones de ese poder-saber que ha hecho históricamente posibles las ciencias humanas. El hombre cognoscible (alma, individualidad, conciencia, conducta,

poco importa aquí) es el efecto-objeto de esta invasión analítica, de esta dominación-observación.

6)
Esto explica sin duda la extremada solidez de la prisión, este pobre invento criticado, sin embargo, desde su aparición. Si no hubiera sido otra cosa que un instrumento de rechazo o de aplastamiento al servicio de un aparato estatal, habría sido más fácil modificar sus formas demasiado llamativas o encontrarle un sustitutivo más confesable. Pero hundida como lo está en medio de dispositivos y de estrategias de poder, le es posible oponer a quien quisiera trasformarla una gran fuerza de inercia. Hay un hecho característico: cuando se trata de modificar el régimen del encarcelamiento, el bloqueo no viene de la sola institución judicial; lo que resiste no es la prisión-sanción penal, sino la prisión con todas sus determinaciones, vínculos y efectos extrajudiciales; es la prisión, relevo en una red general de las disciplinas y de las vigilancias; la prisión, tal como funciona en un régimen panóptico. Lo cual no quiere decir que no pueda ser modificada, ni que sea de una vez para siempre indispensable para un tipo de sociedad como la nuestra. Se puede, por el contrario, situar los dos procesos que en la continuidad misma de los procesos que la han hecho funcionar son susceptibles de restringir considerablemente su uso y de trasformar su funcionamiento interno. Y, sin duda, están ya ampliamente iniciados. El uno es el que disminuye la utilidad (o hace crecer los inconvenientes) de una delincuencia acondicionada como un ilegalismo específico, cerrado y controlado; así, con la constitución a una escala nacional o internacional de grandes ilegalismos directamente conectados con los aparatos políticos y económicos (ilegalismos financieros, servicios de información, tráfico de armas y de drogas, especulaciones inmobiliarias) es evidente que la mano de obra un poco rústica y llamativa de la delincuencia resulta ineficaz; o también, a una escala más restringida, desde el momento en que la exacción económica sobre el placer sexual se realiza mucho mejor con la venta de anticonceptivos, o por la vía indirecta de las publicaciones, de los filmes y de los espectáculos, la jerarquía arcaica de la prostitución pierde una gran parte de su antigua utilidad. El otro proceso es el crecimiento de los sistemas disciplinarios, la multiplicación de sus intercambios con el aparato penal, los poderes cada vez más importantes que se les atribuyen, la trasferencia cada vez más masiva hacia ellos de funciones judiciales; ahora bien, a medida que la medicina, la psicología, la educación, la asistencia, el "trabajo social" se van quedando con una parte mayor de los poderes de control y de sanción, el aparato penal, en compensación, podrá medicalizarse, psicologizarse, pedagogizarse; y con ello se hace menos útil el eje que constituía la prisión, cuando, por el desfasamiento entre su discurso penitenciario y su efecto de consolidación de la delincuencia articulaba el poder penal y el poder disciplinario. En medio de todos estos dispositivos de normalización que se van estrechando, la especificidad de la prisión y su papel de juntura pierden parte de su razón de ser.

Si algo político de conjunto está en juego en torno de la prisión, no es, pues, saber si será correctora o no; si los jueces, los psiquiatras o los sociólogos ejercerán en ella más poder que los administradores y los vigilantes; en el límite, no existe siquiera en la alternativa prisión u otra cosa que la prisión. El problema actualmente está más bien en el gran aumento de importancia de estos dispositivos de normalización y toda la extensión de los efectos de poder que suponen, a través del establecimiento de nuevas objetividades.

En 1836, un corresponsal escribía a
La Phalange:
"Moralistas, filósofos, legisladores, aduladores de la civilización, he aquí el plano de vuestro París puesto en orden, he aquí el plano perfeccionado en el que están reunidas todas las cosas semejantes. En el centro, y en un primer recinto: hospitales de todas las enfermedades, hospicios de todas las miserias, casas de locos, prisiones, presidios de hombres, de mujeres y de niños. En torno del primer recinto, cuarteles, tribunales, comandancia de policía, casa de los esbirros, emplazamiento de los patíbulos, morada del verdugo y de sus ayudantes. En los cuatro extremos, cámara de los diputados, cámara de los pares, Instituto y Palacio del Rey. Al margen, lo que alimenta el recinto central, el comercio, sus bribonadas, sus bancarrotas; la industria y sus luchas furiosas; la prensa, sus sofismas; las casas de juego; la prostitución, el pueblo muriéndose de hambre o revolcándose en el desenfreno, siempre al acecho de la voz del Genio de las Revoluciones; los ricos sin corazón... en fin, la guerra encarnizada de todos contra todos."
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Aquí me detendré, en este texto sin nombre. Estamos muy lejos ahora del país de los suplicios, sembrado de ruedas, patíbulos, horcas, picotas; estamos muy lejos también del sueño de los reformadores, menos de cincuenta años antes: la ciudad de los castigos en la que en mil pequeños escenarios se habría ofrecido sin cesar la representación multicolor de la justicia y en la que los castigos puntualmente puestos en escena sobre cadalsos decorativos habrían

constituido permanentemente la feria del Código. La ciudad carcelaria, con su "geopolítica" imaginaria, se halla sometida a principios completamente distintos. El texto de
La Phalange
recuerda algunos entre los más importantes: que en el corazón de esa ciudad, y como para que resista, no hay el "centro del poder", no un núcleo de fuerzas, sino una red múltiple de elementos diversos: muros, espacio, institución, reglas, discursos; que el modelo de la ciudad carcelaria no es, pues, el cuerpo del rey con los poderes que de él emanan, ni tampoco la reunión contractual de las voluntades de la que naciera un cuerpo a la vez individual y colectivo, sino una distribución estratégica de elementos de índole y de nivel diversos. Que la prisión no es la hija de las leyes, ni de los códigos, ni del aparato judicial; que no está subordinada al tribunal como el instrumento dócil o torpe de las sentencias que da y de los esfuerzos que quisiera obtener; que es él, el tribunal, el que es, por relación a ella, exterior y subordinado. Que en la posición central que ocupa, la prisión no está sola, sino ligada a toda una serie de otros dispositivos "carcelarios", que son en apariencia muy distintos —ya que están destinados a aliviar, a curar, a socorrer—, pero que tienden todos como ella a ejercer un poder de normalización. Que estos dispositivos se aplican no sobre las trasgresiones respecto de una ley "central", sino en torno del aparato de producción —el "comercio" y la "industria"—, una verdadera multiplicidad de ilegalismos con su diversidad de índole y de origen, su papel específico en el provecho y la suerte diferente que les procuran los mecanismos punitivos. Y que, finalmente, lo que rige todos estos mecanismos no es el funcionamiento unitario de un aparato o de una institución, sino la necesidad de un combate y las reglas de una estrategia. Que, por consiguiente, las nociones de institución, de represión, de rechazo, de exclusión, de marginación, no son adecuadas para describir, en el centro mismo de la ciudad carcelaria, la formación de las blanduras insidiosas, de las maldades poco confesables, de las pequeñas astucias, de los procedimientos calculados, de las técnicas, de las "ciencias" a fin de cuentas que permiten la fabricación del individuo disciplinario. En esta humanidad central y centralizada, efecto e instrumento de relaciones de poder complejas, cuerpos y fuerzas sometidos por dispositivos de "encarcelamiento" múltiples, objetos para discursos que son ellos mismos elementos de esta estrategia, hay que oír el estruendo de la batalla.
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