—Ya, bueno, dile a tu madre… —¿decirle qué? ¿Que Mona acabaría seguramente exhibida en el Museo Nacional?—, que le deseo a ella y a toda la familia unas felices Navidades.
Veinte ininterrumpidos minutos más tarde, me recosté en la silla y repasé el informe completo. Había llegado a un punto del inventario que me parecía cuando menos extraño: creí que habíamos encontrado tres puntas de lanza en el lugar donde sucedió la escaramuza, pero sólo dos estaban catalogadas. Sin embargo decidí que era mejor entregar el informe a la ANC antes de Navidad como había planeado; mientras tanto, esperaría encontrarme con Keelan o Gayle para preguntarles sobre ese aparente desajuste. Envié el informe por correo e hice copias para mis colaboradores.
Sólo entonces me fijé en el montón de cartas abiertas que Peggy me había dejado sobre la mesa. Las cogí y eché un vistazo rápido para ver si había algo urgente.
De repente me topé con una felicitación y la boca se me secó de golpe. Un paisaje abstracto de color púrpura, con una espiral dorada y las palabras: «La Paz de la Tierra, el Aire y el Agua sean contigo, y hagan que el Sol reaparecido te conceda todos tus deseos del solsticio de invierno».
Mis manos temblaron al abrirlo. Estaba en blanco. Le di la vuelta, nada tampoco.
Era una advertencia: «Te estás acercando demasiado. Sigue por ese camino y te costará la vida».
Salí disparada de mi silla para buscar en la papelera de Peggy, la puse encima de la mesa y empecé a buscar sobre por sobre.
Justo entonces apareció Peggy hablando mientras abría la puerta.
—Esperé hasta que cambiaron el cristal. He aprovechado para comer y así he evitado que tuviéramos que volver hasta allí a recoger el coche.
—Dime en qué sobre mandaron esto, si no te importa.
—¡Dios mío, pareces preocupada! ¿Qué sucede?
—Nada. Sólo ayúdame a encontrar el sobre.
Peggy dejó el bolso y se acercó a mí.
—No es difícil. El sobre también estaba en blanco.
—¿Qué quieres decir?
—No tenía nombre ni dirección, y tampoco sello.
Lo que significaba que la carta no había sido enviada por correo. Entonces recordé el ruido de la tapa del buzón de la noche anterior. Alguien había estado fuera. De repente me sentí muy débil y me dejé caer en la silla antes de que mis piernas flaquearan.
Debí de taparme la cara con las manos, porque no me di cuenta de que Peggy se había acercado y había vuelto a dejar el sobre medio estrujado frente a mí.
—Sabía que no te gustaban algunas felicitaciones —comentó cuando por fin levanté la cabeza—, pero no sabía que fuera hasta ese punto.
Parecía tan triste que me tuve que reír.
—Ay, Peggy. Desde luego que me desagrada esta tarjeta, pero por otras razones. Digamos tan sólo que alguien la ha utilizado para mandarme un desagradable mensaje.
Peggy volvió a su mesa, seguramente sorprendida de cómo había interpretado lo que parecía una sincera felicitación. Pero ese momento de ensimismamiento me había ayudado a recobrar las fuerzas.
Saqué unas pinzas del cajón y sostuve el sobre a contraluz. No había nada dentro. Extraje de otro cajón una bolsa de pruebas y metí en ella el sobre y la felicitación.
Peggy había estado siguiendo mis movimientos con la mirada y trataba con todas sus fuerzas de retomar su antigua conversación.
—Por cierto, el teléfono que querías está agotado. Lo recibirán a última hora de la tarde o a primera de mañana. Sí te he comprado… —dijo extrayendo un montón de paquetes envueltos en celofán de su espacioso bolso y señalándolos para evitar usar la palabra que empezaba por «f»—. No creo que estés de humor para firmarlas.
—Ahora mismo no. Y ya debería estar de camino a mi cita con Fran. Sólo un par de cosas antes de irme. Keelan va a venir a traerme algo antes de volver a Drogheda —le expliqué cogiendo la bolsa con la felicitación dentro—. ¿Puedes pedirle que lleve esto a la comisaría de policía de allí y se lo entregue directamente al inspector Matt Gallagher? Entretanto llama a Gallagher y dile que le mando unas pruebas que fueron depositadas ayer por la noche en nuestro buzón. Y por último… —saqué mi cámara digital fuera del bolso y la dejé junto al portátil—, descárgame esto en el ordenador, y pon a las carpetas los nombres «Morgue» y «Puerta Oeste».
El sitio que Fran había elegido para comer estaba cerca de las imponentes murallas del castillo anglo-normando del que mi ciudad había tomado la mitad de su nombre. En contraste con el restaurante de moda de la puerta de al lado, que acaparaba las comidas de trabajo, la clientela de Walters era casi toda gente con bolsas de compras y paquetes bajo las mesas. Sin embargo, la mesa en la que estaba Fran tenía encima una caja envuelta en papel de regalo, que intuí —con gran apuro al sentarme— era para mí.
—Puede que no te vea hasta el 25, tal y como están las cosas. Por eso he pensado que sería mejor dártelo hoy.
—Bueno, ya me conoces, Fran. Te daré el tuyo cuando se acerque el momento.
Me sonrió.
—Como es tradicional, Illaun.
Fran sabía que a veces terminaba agobiada comprando todos los regalos el mismo día de Nochebuena. Por esa razón, me había obligado a adquirir el regalo de Navidad de Finian en octubre, cuando estábamos en Lucca. En ese momento me había parecido una exageración; sólo ahora comenzaba a apreciar su buena planificación.
Dejé el paquete a un lado, me fui hacia ella y le di un beso en la mejilla.
—Muchas gracias, Fran —mi voz sonó poco expresiva.
—Feliz Navidad. Ahora vamos a pedir algo de comer.
Mientras leíamos la carta, charlamos sobre Oisín y Daisy. Fran estaba separada de un marido alcohólico y tenía la custodia de sus dos hijos. Casi nunca hablaba de él, todo lo contrario que de sus hijos. Ambos se le parecían, aunque de distinta manera; si se pudiese mezclar a los dos, saldría Fran. Su hijo Oisín había heredado sus grandes ojos verdes, Daisy su pelo rojo; él tenía las pecas, y ella sus largas piernas, y los dos su pícara sonrisa.
Pedimos la comida y continuamos hablando de asuntos familiares, pero me sentía cada vez más distante de la conversación. Me di cuenta de que me estaba mirando fijamente.
—¿Te preocupa algo, Illaun? ¿Qué pasa?
—Creo que algo que me ha sucedido hace un rato me está pasando factura…
La camarera llegó con nuestros platos: salmón ahumado con palitos de crema de queso para ella, y ensalada de aguacate con gambas para mí.
—¿Factura de qué?
—De una amenaza de muerte.
—Jesús, Illaun. ¿Quién está amenazándote?
—No lo sé —le fui poniendo al día de todo lo que me había ocurrido mientras comíamos—. Está claro que he destapado la caja de los truenos, dentro de la cual debe esconderse algo terrible —concluí—. Pero la pregunta es: ¿qué es lo que he dicho, hecho o escuchado en los últimos días que haya molestado tanto?
—Yo sospecharía de O’Hagan —declaró Fran después de considerarlo un momento—. Por un motivo: ha estado boicoteando la investigación, y ahora piensa que le has metido en un buen lío con Gallagher. Aparte de que actúa como un auténtico hijo de perra.
Algunas personas nos miraron ante el énfasis con que Fran había pronunciado las últimas palabras. Los inconscientes sentimientos que todavía tenía contra su ex marido encontraban desahogo de la forma más inesperada.
Le contesté casi susurrando.
—Ya sé adónde quieres llegar, Fran. Yo también creo que O’Hagan está amargado por algo, pero de ahí a acusarlo de ser un sádico asesino… no creo.
Fran sonrió.
—Vale, entonces es el fantasma de la abadía de Grange, ¡buuuuu! —sacudió mientras las manos en el aire para reforzar su interpretación de un aparecido.
—No me extrañaría —secundé, contenta de poder sonreír de nuevo—. Pero en serio, hay algo que no termina de encajar sobre esas monjas. Es como si siempre hubieran permanecido en la sombra y lo único que quisieran es volver al anonimato después de haber salido a la luz.
—¿Quieres que te ayude a descubrir más cosas sobre ellas?
—¿Cómo?
—Tenemos a una de ellas en la residencia. Como paciente, quiero decir.
—¿Estás segura de que es una hospitalaria de…?
—Santa Margarita de Antioquía, sí. Y estuvo en la abadía de Grange. Nos lo recuerda cada día.
—¿Está… en sus cabales?
—Más o menos igual de gagá que todos nuestros queridos ancianos.
—Pensé que al ser una orden de enfermería se harían cargo de ellas.
—La nave nodriza desapareció y ella se encontró desamparada. Igual que
ET
y con las mismas arrugas.
—¿Recibe alguna visita de las hermanas de la abadía de Grange?
—No. Debieron de tener algún contacto hace años, cuando la hermana Gabriela estaba a punto de salirse. Pero ahora la mayoría de las novicias son unas desconocidas para ella, imagino.
—¿Pero la abadesa?
—No creo que Gabriela fuera el ojo derecho de su directora. Escucha, ¿por qué no vienes y se lo preguntas tú misma? Te arreglaré una cita.
No podía desaprovechar la oportunidad, y cuanto antes fuera, mejor.
—¿Cuándo?
—Sería mejor si yo estuviera cerca. Tal vez el lunes que viene. Eso me daría tiempo para hablar con ella y prepararla. Recibir visita es un acontecimiento muy inusual.
El lunes suponía esperar una semana. No era lo que tenía pensado.
—Me gustaría poder hablar con ella antes, si es posible.
—Si veo que se encuentra bien cuando vaya el sábado por la tarde, entonces intentaré preparar la cita para el día siguiente.
El día de San Esteban. Sólo un día antes. No era lo ideal, pero no podía presionar más a Fran sabiendo que estaría de vacaciones.
—Bueno, ahora hablemos sobre ti y el Hombre Lobo…
Miré el reloj.
—Hey, son más de las dos y todavía tengo que escoger la ropa que voy a llevar esta noche. Vámonos.
—No creas que te vas a escapar tan fácilmente —me advirtió—. Cuando vuelva del baño vamos a tener una charla —se excusó y se fue al servicio.
Eso me permitió pagar la cuenta sin tener que discutir. Fran estaba orgullosa de su independencia y cualquier gesto que supusiera una concesión, por pequeño que fuera, le parecía sospechoso. Bajo su arisca personalidad se escondía una naturaleza generosa y protectora, lo que no impedía que todo aquel que ella pensara que no era digno de mí, fuera objeto de sus malignos comentarios.
Siempre habíamos formado una extraña pareja. Desde niñas, ella era la perfecta cuidadora de Barbies, mientras que a mí me gustaba jugar entre las rocas y buscar objetos raros. Con quince años ella se transformó en una larguirucha y pálida goda que escondía medias de redecilla en su cartera para ponérselas cuando volvía a casa, mientras que yo me convertí en una especie de duendecillo prerrafaelista soñando siempre —cual Eloísa— con Finian. Con el tiempo nuestros caminos se separaron, al emprender cada una distintas carreras. Pero cuando volví a vivir en Castleboyne retomamos la amistad donde la habíamos dejado.
La camarera cogió mi tarjeta de crédito y, mientras esperaba a que Fran volviera, decidí abrir su regalo. En un primer momento parpadeé de incredulidad, pero después una gran sonrisa me iluminó la cara. Me había comprado un estuche de seis CD de música
country
navideña, desde Alison Krauss y Union Station hasta Bob Wills y sus Country Playboys. Había más música de la que hubiera podido oír en todas las vacaciones, pero era una idea encantadora, pues cuando Fran y yo retomamos nuestra amistad y ella descubrió que me había pasado a la música
country,
como si alguna secta me hubiera lavado el cerebro, se quedó horrorizada. Cuando traté de que comprendiera que, incluso aunque fuera una religión laica, era igual de buena, mi argumento cayó en oídos sordos. Ni siquiera en la época en que el
country
alternativo se puso de moda entre los críticos de rock (intenté aficionarla a la Handsome Family sin ningún éxito), o cuando su admirado George Clooney interpretó un viejo son en la banda sonora de la película
O Brother,
pude convencerla de que aquello sólo era más de lo mismo.
Volvió a la mesa justo al mismo tiempo que la camarera llegaba con el recibo y mi tarjeta. Le di una propina e interrumpí las protestas de Fran levantándome para irme.
—Ya está hecho —repliqué.
—Muchas gracias. Pero lo que me preocupa no es quién paga ahora, sino tú y tu hombre lobo, que en realidad es una oveja.
—Eh, ven aquí —susurré obligándola a que se acercará para que oyera lo que quería decirle—. Muchas gracias por el regalo —respondí mientras me dirigía a la puerta—. Es un detalle de tu parte.
—No te preocupes, me puse un
burka
para entrar en la tienda de discos —declaró alcanzándome—. Entonces, ¿cuándo vamos a hablar de Finian y de ti?
—En otro momento, ¿vale? Todo lo que puedo decir es que tiene hasta Nochebuena para dar algún paso. Y si no, esto se ha acabado.
—¿Ah sí? Y los renos volarán.
Las bolsas de plástico que había traído Keelan estaban sobre mi mesa. Peggy había dejado la oficina temprano para hacer algunas compras navideñas. En esta época del año el ritmo de trabajo se relajaba bastante. Siempre que no hubiera nada urgente, podía olvidarse; si hacía falta planificación y concentración, era mejor comenzar con el Año Nuevo.
Me senté en mi sillón giratorio y abrí la bolsa que estaba rellena de hojas de una suave espuma protectora que separaban la cinta de la pieza de hueso que Sherry había extraído del puño de Mona. La talla de hueso —supe inmediatamente que era un adorno— tenía el tamaño y la forma de una barra de labios abierta. Había un resto de tierra seca adherido a ella, pero pude ver un buen número de muescas a lo largo, y que el extremo se aplanaba formando una especie de apoyo. Por un momento pensé si no sería una pieza de ajedrez.
Saqué un cepillo de dientes del cajón superior de mi mesa y empecé a frotar suavemente, consiguiendo quitar la mayor parte de la arena. En el mismo cajón encontré un mondadientes —una herramienta de incalculable valor para un arqueólogo— y empecé a rascar la mugre de las muescas talladas en el hueso. Mientras trabajaba pensaba en las dificultades de fechar el objeto, no en términos absolutos, para lo cual el carbono 14 sería idóneo, sino en términos de uso. Por ejemplo, ¿era una reliquia que había estado en circulación durante un tiempo hasta acabar en el fango con Mona? ¿Y cómo es que mientras la mayor parte de su esqueleto se había perdido, a causa de la acidez de la turba, este objeto se había conservado dentro del puño apretado?