Procedenti virginis ex utero…
Venido del vientre de una virgen…
Sine viri semine…
Sin la semilla del hombre…
Novus annus est…
Este es el nuevo año…
Sol verus in tenebris illuxit…
El verdadero sol ha iluminado las tinieblas…
La comunidad de santa Margarita estaba teniendo su propio ensayo de villancicos, a pesar del tono terrenal, casi profano, de su contenido. Las voces
a capella
que se oían eran jóvenes y decididas, no temblorosas cadencias de mujeres ancianas. El villancico terminó con un potente clamor, y después se hizo el silencio.
Pensando que habían terminado, me acerqué hasta la puerta principal por si salían por allí. Cuando retrocedí por el empedrado, me di cuenta de que el camino ascendía y, para compensar el desnivel del suelo, el muro de la nave decrecía proporcionalmente hacia el oeste. Al ir a alcanzar la puerta, las monjas emprendieron un nuevo himno, si bien éste iba acompañado por palmas y por algo que sonaba como un
bodhrán
(un tambor típico irlandés).
Me detuve unos segundos a observar la puerta, que estaba retranqueada tras una triple arquería, cada uno de cuyos arcos y fustes estaba decorado con motivos en relieve y figuras labradas. Era un magnífico ejemplar de pórtico románico del siglo XII. Los relieves eran principalmente de criaturas fantásticas, entre las cuales pude identificar fácilmente a un manticore —una criatura con cara humana, cuerpo de león y cola de escorpión— y a un cinocéfalo —un hombre con cara de perro—. Había otros que me eran desconocidos, y tomé nota de ellos mentalmente, para preguntar a la abadesa sobre el origen de la arquería, si la oportunidad se presentaba.
Empujé las pesadas y tachonadas puertas; pero no sólo estaban cerradas sino que tenían una pátina de mugre y polvo que sugería que no habían sido abiertas durante mucho tiempo. Restos de hiedra atravesando la parte alta de las puertas parecían confirmarlo. Las monjas no saldrían por ahí.
Caminé alrededor de la fachada sur de la iglesia, donde la nave formaba parte de un cuadrado que rodeaba el claustro —los otros tres lados eran las dependencias domésticas del convento—. Una entrada llevaba hasta una galería cubierta alrededor del claustro, cuya bóveda de cinco nervios culminaba en una clave de motivo vegetal. Al fondo, el ala sur del convento convergía con el transepto, presumiblemente para permitir a la comunidad acceder a la iglesia sin que les afectara la climatología.
En la penumbra pude vislumbrar una puerta del transepto y a una de las monjas que salía por ella. Al verme, me hizo señas para que la esperara mientras cerraba la puerta. Conforme venía a mi encuentro pude distinguir a una mujer alta y elegante, de unos cuarenta y tantos años, que vestía un traje de chaqueta gris y una blusa blanca. Su tirante pelo negro estaba sujeto por una toca blanca, de la cual salía un velo corto a juego con el traje. Tenía ojos marrones, cejas color azabache, una tez pálida y unos pómulos delicados; su aplomo y elegancia me recordaban a los de una primera bailarina.
—Lo siento —se disculpó—. No me he dado cuenta de la hora. Hemos decidido practicar los villancicos al terminar las vísperas.
Reconocí su voz.
—Y encima no me he presentado —comentó con tono de disculpa—. Soy Geraldine Campion. Usted tiene que ser…
—Illaun Bowe. Pero no se preocupe, hermana; he estado disfrutando del paseo y de la música —a lo lejos podía oír a la congregación cantando un nuevo villancico, este último más moderado que los anteriores.
La hermana Campion dio unos golpecitos a su reloj y sonrió nerviosa.
—¿Empezamos?
Tuve la sensación de que no quería que continuara ni un minuto más escuchando los cantos del coro. Me pregunté si tendría algo que ver con su insistencia en que fuera puntual. Pero ¿qué podría haber oído si hubiera llegado más tarde?
—Es una iglesia preciosa —declaré mientras la seguía—. Calculo que la nave es del siglo XII, con algún añadido posterior. La torre sobre el crucero, del siglo XIII. ¿El claustro es del XV? Y el edificio de enfrente es neogótico restaurado —quería demostrarle que me interesaba la arquitectura de la abadía.
Pretendía volver a visitarla para poder examinar el pórtico oeste con más detalle. Y quién sabe qué podría encontrar en el interior.
—Tiene muy buen ojo —reconoció mientras caminábamos bajo las arcadas de la cochera—. El ala oeste sufrió un incendio en el siglo XIX y tuvo que ser reconstruida a continuación. Todavía conservamos todos los planos del proyecto, si quiere verlos.
—En realidad me interesa mucho más el arte románico.
La hermana Campion posó su mano en mi brazo.
—¿Acaso los arqueólogos tienen que conocer también todo sobre arquitectura? —el frío de su mano atravesó la manga de mi chaqueta de cuero.
—No necesariamente. En el doctorado elegí la asignatura de Arqueología en la arquitectura y el arte.
—Ya veo —dijo desinteresadamente—. Bueno, ¿qué es eso que quiere hacer en Monashee? —Estábamos entrando en materia sin ni siquiera haber llegado al edificio.
—Bien, en teoría lo que llamamos una excavación de búsqueda.
—¿En qué se diferencia de…?
Subíamos la escalera una al lado de la otra y nos paramos ante la puerta exterior. Por un momento pensé que íbamos a acabar la entrevista allí.
—Se diferencia de un rescate o excavación de restos en que este último se hace bajo presión cuando un sitio se ve amenazado.
—¿Y está Monashee amenazado de algún modo?
—Hombre, con la construcción del hotel… —vi que me miraba con perplejidad—. ¿No me diga que no sabía nada del hotel? —¿estaba siendo sincera? ¿Qué había entonces del reparto de beneficios?
La abadesa encontró una llave en su bolsillo y la metió en la cerradura.
—Será mejor que pase —me indicó.
La residencia estaba sobriamente amueblada, con poca luz y escasa calefacción. Podía ver mi aliento en el aire mientras recorríamos el vestíbulo de madera y los corredores de baldosas. En vez del olor a limpio mezclado con el suave aroma de un asado de domingo que habría esperado, sólo encontré un olor a humedad y acidez. Los desnudos muros estaban cubiertos en algunos puntos por ramas de hiedra y coníferas entrelazadas, ramitos de acebo y ocasionalmente alguna corona de muérdago.
—Esto es lo que nos ha hecho llegar tarde al coro —comentó la hermana Campion señalando con la mano las ramas—, preparar los adornos.
Mientras la seguía, observé que una cinta roja oscura bordeaba su velo. Me había vestido prácticamente con los mismos colores de la orden.
La hermana Campion me llevó hasta una habitación enmoquetada, de paredes verdes y techos altos, con un par de archivadores de metal y un escritorio desde el que un flexo iluminaba toda la habitación. Al menos no hacía frío. Esa era claramente su oficina, y supuse que la ventana de detrás del escritorio daba hacia el ahora oscuro claustro.
Estaba cerrando la puerta por la que habíamos entrado cuando un móvil sonó brevemente. La hermana cogió el teléfono del bolsillo de su chaqueta, lo miró pero no respondió.
—Siéntese, por favor —me pidió—. Tengo que asignar algunas tareas; no tardaré.
En cuanto desapareció silenciosamente con sus zapatos de suela de goma, eché un vistazo a mi alrededor. Sólo había una silla aparte de la suya. La alfombra estaba descolorida, y el calor lo suministraba un radiador eléctrico. No había adornos en el escritorio, ni cuadros o grabados en las paredes, solamente una fotografía enmarcada de un grupo de monjas. No había signos de riqueza o de confort. El espartano interior de la abadía sugería una institución en decadencia, más que el convento de una orden boyante.
«¿Pero qué esperabas? ¿Un lujoso pabellón de invitados?» Tuve que reconocer que había imaginado que estarían en mejor situación. «Sé honesta, creías que estas monjas eran unas codiciosas». Era verdad, pero estaba más preocupada por otra cuestión. Y no lograba dar con ella.
Volví a mirar la habitación. Y entonces lo entendí. Salvo por la foto de la pared, nada dentro de la abadía de Grange sugería que aquello fuera una institución religiosa de cualquier clase.
Me levanté para examinar la fotografía. Parecía bastante reciente y mostraba dos filas de mujeres sonrientes con hábitos grises, doce en total, la mayoría de ellas treintañeras, algunas de origen asiático o africano, la típica mezcla de todas las órdenes religiosas modernas. Estaban posando en las mismas escaleras por las que yo había subido minutos antes. Una vez más, mis especulaciones habían sido erróneas. Santa Margarita era una pequeña pero próspera comunidad.
Entonces, algo llamó mi atención. Encima de uno de los archivadores, fuera del radio de luz de la lámpara, había un diminuto esqueleto de un animal colocado sobre una peana. Estaba medio de pie sobre dos de sus larguiruchas patas, pero lo más llamativo era el cráneo: los huesos sobresalían por encima de la cuenca de sus ojos, como los marchitos pétalos de un tulipán al final de su vida. Parecía la miniatura de un alienígena.
Una llamada a la puerta me hizo volver a mi sitio. Me giré mientras ésta se abría y una monja asomaba la cabeza por ella.
—¿Adónde se ha ido ahora? —preguntó «la cabeza» imperiosamente.
Unos pelos de alambre se escapaban del velo. En muchos aspectos su cara se parecía a la de Geraldine Campion, aunque era como un remedo de la original.
—Eh… Comentó algo sobre asignar unas tareas —apunté tímidamente, volviendo a mi época de alumna de un colegio de monjas muy parecidas a ella.
La mujer abrió la puerta de golpe y se quedó allí suspirando fuertemente.
—Está todo hecho; por eso la he llamado —llevaba el móvil aferrado a la mano como un arma, y añadió claramente exasperada—. ¿Por qué no me deja hacerlo a mí?
Me sentí culpable, como si hubiera conspirado con la abadesa para hacer la vida más difícil a esta mujer.
La monja dio un portazo con tal fuerza que me hizo dar un bote. Debía de ser la tesorera, la hermana Roche, aquella de la que Gallagher me previno. Ahora entendía por qué.
Durante los minutos siguientes afiné el oído para poder escuchar unas voces que se llamaban la una a la otra intermitentemente por las dependencias del convento. No fui capaz de entender lo que decían. Enseguida se callaron, y una vez más volví a oír el chirrido de unas suelas de goma por el parquet.
La abadesa entró directamente hacia el escritorio. Se sentó graciosamente, se inclinó hacia delante, tomó aire y me miró.
—De nuevo le ruego que me disculpe. Había un problema de administración interna. Llevar una comunidad religiosa, por muy pequeña que sea, no siempre es fácil —se enderezó de nuevo en la silla—. Puedo garantizarle toda mi atención.
—Muchas gracias. Por curiosidad, ¿cuántas de ustedes viven aquí?
—Somos exactamente diez, más la hermana Úrsula Roche y yo. Creo que la acaba de conocer, ¿no? —su sonrisa dejaba entrever que las dos pensábamos lo mismo sobre ella.
Asentí pero no hice ningún gesto. Me sentía extraña. Cualesquiera que fueran sus diferencias, estaban más cerca la una de la otra de lo que yo estaba de ninguna de las dos.
—Volviendo a Monashee… —empecé—. Supongo que sabe que el jueves se descubrió allí el cadáver de una mujer.
—Sí, eso he oído. De tiempos antiguos, creo. O eso me dijo Frank.
—¿Frank Traynor?
—Frank y yo éramos viejos amigos. Así es como empezamos a hacer negocios juntos. Ahora, con respecto al cuerpo que estaba enterrado…
Me pregunté si la hermana Campion había tenido noticias de cómo había sido asesinado Traynor.
—Todavía no estamos seguros de su antigüedad. Si es tan arcaica como espero, entonces podría arrojar nueva luz sobre los constructores de Newgrange o sobre aquellos que ocuparon el valle después de ellos. Es posible incluso que el lugar contenga herramientas u otros restos humanos.
Frunció las cejas.
—¿Otros restos?
—Sí. Existe información documentada que sugiere que un cuerpo en condiciones similares apareció en Monashee a causa de unas riadas hace más de cien años. De hecho se dice que lo volvieron a enterrar unas monjas que había por aquí en aquella época.
—¿De verdad? Pues yo no tengo conocimiento de eso. Y no estoy muy segura de entender lo que quiere de mí —la voz de la hermana Campion tenía un matiz severo.
—El problema es que el señor Traynor estaba planeando levantar toda la capa de turba para construir un hotel.
—Oh, no lo creo —añadió con una voz de nuevo suave—. En ese caso yo me habría opuesto completamente.
Algo en mí se relajó. Monashee podría estar a salvo después de todo. Y parecía que la abadesa desconocía las verdaderas intenciones de Traynor.
—Imagino que sabía lo que Frank Traynor se traía entre manos. Incluso corre el rumor de que la orden iba a compartir los beneficios del hotel.
La abadesa giró la silla para poder mirar hacia el oscuro claustro, tomándose tiempo antes de contestar.
—Vivimos tiempos de cambio. Durante miles de años las hospitalarias de santa Margarita de Antioquía han proporcionado asistencia médica a todas aquellas que ahora llamamos «madres solteras» —de nuevo la dureza afloraba a su voz—. Nos preparamos para ser comadronas y trabajar en las maternidades de la orden, aportando discreción a nuestros servicios sin ninguna interferencia de la Iglesia ni del Estado. Ahora de pronto, de un día para otro, nadie precisa de nosotras. Aparentemente ya no existe el estigma relacionado con el embarazo fuera del matrimonio, e incluso en ese caso el aborto está al alcance de cualquiera sin temor a sufrir una hemorragia mortal… o ir al infierno —se rió por lo bajo, sin ganas—. ¿Qué sucede entonces? Una orden que ha sobrevivido durante un milenio se queda sin ninguna fuente de ingresos —se giró de nuevo hacia mí—. ¿Puede alguien culparnos por intentar encontrar fondos para vivir?
Moví la cabeza, más por perplejidad que por absolverla.
—Creí… ¿no acaba de decir que ya no hay una misión para ustedes?
—Oh, no; me ha malinterpretado. Siempre habrá trabajo para nosotras entre los pobres, como siempre ha sucedido. Lo que pasa es que tradicionalmente contábamos con los ingresos de la gente acomodada para continuar con nuestras actividades de caridad.
¿Estaba siendo sincera o simplemente era pura palabrería?
—¿Aun cuando tengan la reputación de atender sólo a la alta sociedad?