—Estos recortes son fascinantes —le felicité—. ¿Cómo has conseguido encontrarlos?
—Cuando oí a mi padre mencionar las pirámides y los nubios, me chocó que pudiera haber una conexión con los británicos israelitas. Estos emprendieron una excavación en Tara hacia 1900, tratando de encontrar el Arca de la Alianza.
—Si no recuerdo mal no encontraron nada o casi nada.
—Sin embargo sentaron las bases para lo que ahora llamaríamos «cobertura informativa» sobre la Biblia, Egipto, etc. Así que pregunté a mi padre qué edad pudo haber tenido el suyo cuando escuchó esa historia, con lo que nos aproximamos a unos años antes o después del cambio de siglo. Ayer me acerqué hasta la oficina del
Meath Chronicle
en Navan, para bucear en sus archivos. Me remonté hasta 1902 y encontré la carta de Maunsell después de una hora.
—¿Se la has enseñado a Arthur? —el padre de Finian estaba en la habitación de al lado, viendo una carrera de caballos por televisión.
—Sí, pero se ha creído que estaba hablándole del Arca de Noé, que según él pudo haber navegado hasta el Boyne antes de que, ¿no lo adivinas?, esos bastardos se entrometieran en el río.
—No seas tan presuntuoso. La idea de que cualquiera de las arcas llegase hasta Irlanda no es menos absurda que algunas de las recientes teorías sobre Newgrange que he estado leyendo en esta entrevista.
—¿Como cuáles?
—¿Qué te parece la que sugiere que Newgrange fue construido durante una mini glaciación, como un intento de conducir el calor del sol para calentar la tierra?
—Sigue.
—¿Que Newgrange, Knowth y Dowth se encuentran situados sobre fallas geológicas que producen emanaciones magnéticas?
—Típico pensamiento de la Nueva Era.
—¿O que los túmulos son prototipos primarios diseñados por gente que después viajó a Egipto y Suramérica y construyó las estructuras de piedra allí?
—La otra cara del reverendo Maunsell. Yo le daría la misma credibilidad.
—Sin embargo, hay una o dos que me parecen interesantes.
—¿Cuáles?
—Que algunos de los diseños circulares tallados en las piedras representan ondas de sonido, por ejemplo.
—¿Cómo podía la gente del Neolítico saber cómo eran las ondas sonoras?
—Las excepcionales cualidades acústicas de la cámara pueden provocar que una serie de ondas se hagan visibles bajo unas condiciones de luz especiales, como cuando los rayos del sol atraviesan la niebla o el humo. Lo cual, añadido a otra teoría que sostiene que la luz del solsticio se reflejaba fuera de la cámara rebotando en el río, da como resultado un espectáculo megalítico de luz y sonido.
Finian se reía entre dientes.
—Así que ya tienes auténticos conciertos de rock miles de años antes de que U2 tocara en Slane Castle. Lo que me recuerda que no eres la primera de tu familia con una buena voz. Me topé con esto mientras buscaba lo de El Nubio —y me pasó otro artículo fotocopiado, que había dejado apartado de los demás; estaba fechado en noviembre de 1898.
«BAILE EN CASTLEBOYNE
Un baile de gran éxito tuvo lugar en Courthouse, Castleboyne, en la tarde del lunes, con el fin de recaudar fondos para conseguir carbón y otros víveres para la gente pobre de la ciudad esta Navidad. La Sociedad Amateur Musical de Castleboyne trabajó enérgicamente para garantizar el éxito, ofreciendo un programa de música instrumental y vocal cuyo apogeo fue, sin duda, la interpretación del señor Peter Hunt de
El pequeño anillo de oro,
con el acompañamiento de violín de la señorita Marie Maguire».
—Sólo hay una familia apellidada Hunt en Castleboyne —indicó Finian.
—La de mi madre.
—Entonces deduzco que Peter Hunt es antepasado tuyo.
—Sí. He visto su firma en libros y dibujos por casa. Y tenemos un antiguo violín que creo le perteneció. El instrumento ha ido heredándose en la familia y mi madre es quien lo guarda de momento; pero se ha pasado la mayoría del tiempo en el ático, con la madera medio seca, el arco desintegrado y las cuerdas deshechas.
—A juzgar por la fecha, qué debió de ser, ¿tu bisabuelo?
—No, mi tatarabuelo.
Continué leyendo el artículo en el que se daba cuenta de cómo la orquesta de cuerda del señor Brittain había obtenido la aprobación de los asistentes y el baile se prolongó con incansable entusiasmo hasta altas horas de la madrugada. Había cerca de cuarenta parejas presentes, adjuntándose una lista de los invitados: primero las señoras, cada una con el pueblo o ciudad de procedencia escrito entre paréntesis al lado del nombre. Era posible que la acompañante del señor Peter Hunt, la señorita Maguire (Celbridge), se convirtiera en su esposa; algunos primos lejanos míos todavía viven en la diminuta villa a treinta kilómetros del condado de Kildare. Quizá estuviera leyendo lo que fueron los prolegómenos de la relación de la pareja de la que descendía.
—Muchas gracias, es fantástica.
—Me gusta que sea tan típico de estas fechas. Te permite saber qué hacían tus antepasados en esa época del año.
—Suena tan social, ¿verdad? Un baile benéfico, con programa musical de coro e instrumentos, y mira… —leí del recorte—: «El vestíbulo iluminado con candelabros estaba bellamente decorado por ramas de abeto y cortinajes dorados sujetos con helechos» —miré a Finian—. ¿Pero qué tiene esto que ver con el trabajo?
Debió de notar un deje de desilusión en mi voz, que no había pretendido, porque cogió mi mano en la suya.
—¿Te hubiera gustado vivir en aquella época?
Le lancé una mirada punzante.
—¿Y aparecer en una lista con el nombre de señorita Bowe, paréntesis, Castleboyne, virtuosa de bocetos y canciones, obviamente en busca de un hombre, para ser eventualmente premiada con siete hijos y un marido borracho en el mismo lote? Seguramente acabaría siendo yo la beneficiaría del carbón y los víveres. No gracias.
—Vale, lo retiro. He captado el mensaje.
En mi afán por dejar claro lo poco identificada que me sentía con esa idea, creo que me excedí exagerando; pero algo me decía que Finian no terminaba de creerme.
—A propósito de decoraciones navideñas, cuéntame todo lo que sepas sobre el acebo. Por qué lo usamos y qué simboliza.
—No es un tema tan sencillo. ¿Por qué lo preguntas?
Le conté lo del acebo que habíamos encontrado en la boca de Traynor.
—Vaya panorama. Perdona por preguntar. Ahora, veamos… Hay un montón de tradiciones relacionadas con el árbol del acebo: que sus tupidas hojas sirvieron para ocultar a la Sagrada Familia de los soldados de Herodes y que desde entonces se volvió perenne; que la corona de espinas de Cristo estaba hecha con sus ramas y que las bayas, originalmente blancas, se volvieron encarnadas por su sangre… Existen también supersticiones que sustentan que da buena suerte a los hombres, igual que a las mujeres se la da la hiedra. Las vírgenes lo colocaban alrededor de su cama el día de Nochebuena, como una protección contra los íncubos…
Ninguno de esos datos me servía para relacionarlo con el asesinato de Traynor.
—A los primeros cristianos no les gustaba mucho el acebo. Se usaba en la fiesta romana de los Saturnales para espantar el mal, y fue considerado sagrado por los druidas celtas, que lo asociaron al dios Sol desde que advirtieron que su árbol destacaba especialmente entre los desnudos bosques en esta estación del año. Además creían que sus frutos representaban la menstruación de la diosa. Déjame pensar…
Miré el reloj. Quería hacer algunas compras de Navidad, y después tenía que asistir a otro ensayo de villancicos tras la misa de las siete.
—Hay una tradición inglesa que consiste en colocar acebo alrededor de las colmenas…
Creí haber oído mal.
—¿Has dicho colmenas?
—Colmenas, sí, por el zumbido de las abejas.
—¿El zumbido?
—Sí, se creía que en Nochebuena las abejas zumbaban en sus colmenas en honor al nacimiento de Jesús. Como si estuvieran obedeciendo lo enunciado en el salmo número 100: «Alabaré al Señor, con sonidos alegres».
Finian no había relacionado lo que decía con mi experiencia de la noche anterior. Durante unos instantes me sentí un poco rara, pero pensé que sería una casualidad.
—Lo que me recuerda que eso es lo que tendré que crear en breve, un sonido alegre.
Cuando dejé Brookfield me encontraba mucho más animada. El vino había ayudado un poco pero, sobre todo, saber que Finian me había demostrado que se preocupaba por mí, me hizo sentir mucho mejor. Además, en el aspecto profesional, haber encontrado información documentada sobre otro cuerpo de turba hallado en el pantano en Monashee era justo lo que necesitaba para poder convencer a Muriel Blunden de que no negara la importancia del lugar.
Tras la misa de las siete, el coro se quedó para ensayar los villancicos. Guillian Delahunty no había podido asistir a causa de un resfriado, y en su lugar estaba tocando el órgano la hermana Aloysius McNeill, una monja con grandes gafas que había dado clase a varias generaciones de escolares de Castleboyne. Todavía quedaba un puñado de monjas que, tras jubilarse como profesoras y presenciar la conversión de su convento en hotel, continuaban viviendo en la ciudad.
Una vez cerrados los libros de himnos, me entretuve hablando con la hermana Aloysius y bajamos juntas las escaleras, que tenían el ancho justo para dos personas.
—Hoy no se nos ha unido Fran —todavía le gustaba saber de nosotras.
—No, trabaja esta noche.
—¿Cómo se encuentra tu padre? Sigo echando de menos verle en televisión.
—Supongo que todo lo bien que uno puede estar en sus circunstancias.
—Es muy duro tener que sufrir así, pero mucho más para personas como tu padre.
—¿Lo dices por su pérdida de memoria?
Este tipo de comentarios me los hacían tan a menudo que ya casi ni me afectaban. El caso es que mucha gente sentía que conocía a mi padre a causa de su fantástico personaje como tendero en una serie dramática de televisión de infinitos capítulos. Había sido ese sentimiento de ser una propiedad pública lo que le había decidido a volver al teatro. Y entonces una noche, interpretando a Vladimir en la obra
Esperando a Godot,
exclamó: «¡No puedo recordar mi frase!», y se quedó mudo. El público creyó que eso formaba parte del guión, hasta que cayó el telón. Y desde entonces nunca más volvió a levantarse para P. V. Bowe. Ninguna compañía quiso arriesgarse.
—Sí, qué triste —se lamentó—. Y en cambio yo sigo aquí, a pesar de mis dolores y achaques. Como se dice habitualmente, mala hierba nunca muere.
—Si me permites decírtelo, no pareces envejecer —era mi turno para los cumplidos.
Pero era verdad: aparte de su desgastado velo, la hermana Aloysius estaba exactamente igual a como la recordaba de mis clases de bachillerato, siempre con sus anteojos de concha y su perfecta dentadura postiza.
—Oh, déjalo ya, Illaun —dijo con una sonrisa tonta.
En uno de los rellanos nos topamos con dos hombres que salían de un almacén llevando una estatua de escayola tamaño natural. Por el turbante de la cabeza, el semblante oscuro y la jarra dorada de incienso que llevaba en las manos, lo identifiqué como Baltasar, uno de los tres Reyes Magos, camino de ser instalado en el nacimiento de la cripta. Al dejarles pasar, observé que la postura arrodillada de Baltasar hacía que pareciera como si flotara en el aire sin necesidad de que los porteadores le ayudaran.
Mientras caminábamos lentamente detrás de ellos, aproveché la oportunidad para sondear a la hermana Aloysius.
—Me pregunto, hermana, si le suena de algo una orden religiosa de la que me han hablado estos días. Tienen una casa de retiro llamada la abadía de Grange.
Ella se paró agarrándose a mi brazo mientras trataba de recordar.
—Entre Slane y Drogheda —añadí.
La hermana Aloysius me sacudió el brazo.
—Ah, sí… —murmuró mientras continuábamos bajando las escaleras—. La comunidad de la abadía de Grange es hospitalaria, una antigua orden dedicada a la enfermería. Creo que la casa matriz estaba en Dublín o en las afueras, pero ya no están. Y dudo que queden muchas en Grange.
—No. Creo que lo están vendiendo.
—Igual que pasa con todas nosotras, Illaun. Así son las cosas. Nadie nos quiere ya, ni como profesoras ni como enfermeras.
—¿En qué hospitales atendía la orden de la abadía de Grange?
Llegamos a un nuevo rellano. La anciana monja empezaba a mirarme intrigada.
—¿No será éste otro de esos casos de delitos con religiosos implicados, verdad?
—No, hermana. Está relacionado, sobre todo, con el intento de conservar una zona arqueológica. Simple curiosidad, lo admito.
Bajamos los últimos escalones y salimos al atrio, mientras los hombres desaparecían con su carga tras las puertas abatibles de la iglesia.
—Solían llamarlos hospitales «de descanso» —comentó—. En otras palabras, maternidades. Excepto en el caso de las hospitalarias, normalmente se hacían cargo de las hijas de los ricos.
El vaho de nuestra respiración se hacía visible en el frío del atrio; la puerta exterior se había quedado abierta. La hermana Aloysius me miró con una expresión cínica inusual en ella.
—Ricos católicos que no querían que se supiera que sus niñas daban a luz hijos ilegítimos.
—¿Qué sucedía, entonces? ¿Daban al bebé en adopción?
—Sí. Las hospitalarias se hacían también cargo de eso. No tengo ni idea de cómo lograron evitar las leyes canónicas sobre el otro tema, pero lo hicieron.
—¿Qué quieres decir con «el otro tema»?
—Las monjas siempre han tenido prohibido hacerse comadronas o tener algo que ver con temas ginecológicos. Otras órdenes religiosas que recogían a las embarazadas, en cuanto a éstas «se les empezaba a notar», se limitaban a proporcionarles privacidad, mientras que los alumbramientos tenían lugar en las correspondientes maternidades. Lo único que se me ocurre es que, dados sus contactos con las altas esferas, se les permitiera cuidar de las niñas embarazadas, incluyendo el parto.
—Hum… Eso es muy interesante, hermana. Gracias.
Volví andando a casa; había decidido no sacar el coche, puesto que le faltaba el cristal y me hubiera congelado. Empecé a recapitular, ya sabía a qué se habían dedicado las monjas de la abadía de Grange, y daba por hecho que ésa era la razón por la que sus tierras habían recibido semejante trato durante tanto tiempo.