Dos semanas más tarde, por alguna razón que no puedo recordar, propuse que la exhumáramos con una pala. Lo que desenterramos no era lo que esperábamos encontrar. El pelo normalmente esponjoso de
Wookie,
estaba refulgente de humedad, pegado a su cuerpo. Pensé que había sudado a causa del calor y así se lo expliqué a Richard. Entonces, como confirmando mi teoría, me pareció que estaba jadeando. Habíamos enterrado a
Wookie
viva.
El instinto nos hizo no tocarla. Le dije a Richard que esperara mientras yo iba a buscar a nuestro padre, quería ser la primera en dar la noticia.
—¡Papá, papá, está viva,
Wookie
está viva! ¡Ven rápido!
Cuando volví, arrastrando a mi padre de la mano, Richard estaba de pie con un palo. Acababa de meterlo en el vientre de
Wookie.
Una enorme masa de gusanos pululaba por el agujero que había hecho. Los niños nos echamos hacia atrás desconcertados, el hedor nos bloqueaba la nariz.
Papá agarró rápidamente la pala y volvió a echar la tierra por encima del cuerpo.
—No volváis a hacer algo así nunca más —nos advirtió muy enfadado—. Algunas cosas no están hechas para ser vistas.
«Algunas cosas no están hechas para ser vistas». En el ejercicio de la arqueología —he elegido una carrera en la que lo que está escondido se saca de nuevo a la superficie— me vienen a menudo a la memoria las palabras de mi padre, haciéndome reflexionar sobre la necesidad de sacar ciertas cosas a la luz. Y este momento, en la fría morgue, era una de esas veces.
Sherry había seccionado la envoltura de cuero y abierto el abdomen de la criatura desde el esternón hasta la pelvis. La caja torácica estaba abierta como un doble abanico; adheridas a su parte exterior, había unos posos de grasa espesa recubiertos de una costra de cuero. Al lado de éstos, en la mesa, estaban lo que debieron de ser sus viscosas entrañas —algo parecido a un queso; una masa irreconocible de color marrón verdoso de órganos y tubos, que, al igual que el resto del cuerpo, se había convertido en lo que supuse sería adipocira—. Lo mismo le había pasado al diminuto cerebro, cuya masa había sido extraída y colocada de nuevo en la cavidad del cráneo vuelto boca arriba.
Era imposible, viendo el rostro de tanino seco, reconocer en él a un niño. Una pelusilla rojiza le cubría la frente rodeando a un cuerno de piel de casi un dedo de altura y, bajo éste, el orificio por el que Sherry había extraído lo que parecía un tapón de cristal. Los ojos fundidos en una misma cuenca, iris muy negros y la esclerótica de un color amarillento como de nicotina. Donde debía estar la boca, sólo había una ranura en la sebosa cara; la barbilla estaba unida por una membrana canosa hasta el pecho, justo encima de la incisión de Sherry. Esparcida por la parte posterior del cráneo hasta los hombros, había otra membrana de piel que conectaba la cabeza con el torso.
Miré hacia otro lado, mis ojos buscaban algo con qué distraerme durante un par de segundos. Recorrí con la mirada la otra mesa, advirtiendo que faltaban varios accesorios, incluyendo los tubos y ligaduras que debieron de usarse para drenar los cuerpos; la leve inclinación de la mesa facilitaría que los líquidos fluyeran a la pila del extremo, bajo la cual estaban ahora corroídos y rotos los desgastados conductos.
En la polvorienta pila cercana a mí estaba la caja de guantes quirúrgicos y un rollo de esparadrapo. Me entretuve poniéndome un par. No pensaba usarlos, pero al menos me permitieron pasar unos minutos más hasta que mi vista estuvo preparada para volver a mirar la otra mesa. Dos escuálidos brazos, cada uno con un muñón de carne en la punta, se habían despegado de los hombros, y de las caderas brotaban, no dos, sino cuatro piernas gemelas de corto tamaño en distintas direcciones. Todos estos apéndices debieron de estar en fila cuando el cuerpo fue extendido, pero Sherry había desplegado las extremidades colocándolas sobre la mesa, descubriendo que las cuatro piernas estaban unidas por debajo del hueso púbico en un conglomerado de ganglios que me parecieron genitales femeninos. Era como si alguien hubiera saqueado un muestrario anatómico de órganos de niños reproducidos en cera y los hubiera juntado sin ninguna idea de por dónde debían conectarse.
Sabía que estaba mirando a un bebé humano con serias malformaciones.
Me sorprendió lo bien que se conservaba, a pesar de ser un aborto biológico. Había oído hablar sobre las propiedades momificadoras de la adipocira —literalmente «grasa de cera»—, pero nunca hubiera imaginado que fueran tan efectivas. Ni tampoco sospechado el olor a rancio que se expandió por la mesa y que hizo que me tuviera que dar la vuelta de nuevo, justo cuando Sherry volvió a la morgue, casi sin aliento.
—Ah, Illaun, perdona… El forense local se enteró de que estaba en Drogheda. Acaban de encontrar el cuerpo de un hombre en extrañas circunstancias. He dicho que me acercaría tan pronto como pudiera. Veo que tu curiosidad ha sacado de nuevo lo mejor de ti.
—No exactamente —expliqué mientras me tapaba la nariz con los dedos—. Lo he destapado por accidente.
—Debí haberte advertido —se lamentó—. Ha debido ser un buen
shock.
—No pasa nada, estoy bien. Es sólo que no esperaba este olor.
Sherry se acercó a la mesa de autopsias.
—Sí, es sorprendente. Una no huele nada y el otro apesta como mantequilla de turba.
—¿Quieres decir adipocira?
—Es verdad, siempre me olvido que estudiaste un poco de patología.
Sherry estaba siendo bastante condescendiente, pero no me importó. Un año estudiando la asignatura de arqueología forense durante el doctorado no me cualificaba como patóloga.
—Eso no significa que entienda de química.
—Nadie lo hace.
Un recuerdo de mis días de estudiante me vino a la cabeza.
—Los recién nacidos son proclives para ello, ¿verdad?
—Sí, porque prácticamente no tienen bacterias en los intestinos que provoquen el proceso de descomposición.
—¿Por qué tiene un par de piernas más?
—Las segundas corresponden a un feto no desarrollado. A veces llamado mellizo parásito.
—¿Como los que se ven en los circos y en las ferias?
—Sí, lo raro es que sobrevivan hasta la infancia. En otros tiempos solían terminar dentro de tarros de laboratorios anatómicos o de coleccionistas de curiosidades especializados en «milagros de la naturaleza», en una palabra, monstruos. Y quizá sea ahí donde deberíamos dejarlo por ahora.
Sherry se quitó los guantes quirúrgicos y al hacerlo dio sin querer contra el cuerpo del bebé, que tembló como la carcasa del monstruo de
Alien.
Entonces recordé dónde había visto una criatura parecida a la de la mesa. Fran y yo habíamos estado de vacaciones en la Toscana dos meses atrás, cuando lo vimos en un museo de Florencia, en un bajorrelieve. A primera vista parecía un crustáceo, pero en realidad era una representación de unos gemelos unidos por la pelvis con una sola cabeza, como la versión incompleta del feto de Mona. Aparentemente era una réplica del nacimiento de unos monstruos que había tenido lugar cerca de la ciudad, en 1317.
Cuando nos despedíamos en el aparcamiento se me ocurrió preguntarle:
—¿Dónde han encontrado al hombre muerto?
—Bueno, no estoy completamente seguro. La policía va a traérmelo. En algún lugar cerca de Donore.
Volvió a sonar
Tubular Bells.
Sherry sacó el teléfono.
—Aquí Sherry. ¿Qué?… Repítelo… ¿Estás seguro? —escuchaba mientras su interlocutor le confirmaba algo. Después bajó el móvil lentamente y me miró—. El muerto es… Frank Traynor. Ha sido asesinado. En Monashee.
Tres coches patrulla con franjas amarillas estaban alineados en el camino empedrado, donde el Mercedes plateado de Traynor permanecía aparcado a media distancia entre la carretera y la orilla del río. El reflejo de los faros y la luz más débil de las linternas penetraban de vez en cuando en la niebla que empezaba a subir del río. El parloteo de la radio en los coches de policía se escapaba de los vehículos. Siluetas hablando en voz baja iban y venían, atravesando los rayos de luz.
Iba siguiendo a Sherry, quien pasó entre los coches de policía e iluminó fugazmente con su linterna el interior del Mercedes. La luz reveló los cristales ensangrentados; sin embargo, lo que pude vislumbrar del empapado interior fue suficiente para percatarme de que estaba cubierto de sangre. Sherry fue hacia la parte delantera del coche y llamó a alguien oculto por la nebulosa oscuridad.
El rostro sombrío de un hombre vestido con traje y corbata emergió de la niebla. Sherry lo miró inquisitivamente durante un momento, y después se desinteresó: estaba esperando a otra persona. Reconocí al sargento O’Hagan y musité un saludo que me devolvió cortés. Me pareció que no se acordaba de mí —quizá porque esta vez llevaba la cabeza descubierta— y aproveché la oportunidad para hacerle una pregunta.
—¿Sargento O’Hagan?
O’Hagan se paró y me miró fijamente.
—¿Había alguien más en el coche con Traynor cuando llegó aquí?
—¿Quién demonios es usted?
—Bueno, ¿había alguien o no, sargento? —le repitió Sherry a mis espaldas.
O’Hagan frunció el ceño.
—Tenemos las declaraciones de un testigo. Frank paró a coger gasolina en Donore, de camino hacia aquí, entre las cuatro y media y las cinco. Iba solo.
—Gracias, sargento —dijo Sherry amablemente.
O’Hagan siguió su camino. Decidí no decir nada por el momento sobre Muriel Blunden.
Una tos nos hizo volvernos para ver a un demacrado hombre mayor, a quien tomé por el forense local, fumando un cigarrillo y llamando a Sherry para que se acercara. Le seguimos unos metros hasta detrás del coche de Traynor, en medio de un brumoso cruce de luces, de al menos cuatro linternas, todas apuntando a una figura que yacía boca abajo. El torso estaba sostenido en parte por los brazos, que permanecían plegados bajo su cuerpo. Las manos tapaban su cara como si se hubiera muerto llorando o rezando, o ambas cosas. Reconocí la corbata plateada de Traynor —vuelta por encima de su hombro.
—Apuesto a que lo encontrasteis en esta posición —declaró Sherry.
—Sí, debió de intentar escapar de su asaltante —el forense local inhaló de nuevo y tosió, tenía los pulmones de un fumador de toda la vida.
—¿O quizá fuera depositado ahí?
—¿Por qué alguien haría algo así? —recalcó el forense, quien obviamente hubiera preferido que fuera Sherry quien se hiciera cargo de la situación desde el principio.
—¿Le habéis dado la vuelta vosotros? —inquirió Malcolm, arrodillándose al lado del cuerpo.
—No, pude ver la herida de la garganta claramente. Y vi la cantidad de sangre que había perdido. No había duda sobre la causa de la muerte. Y decidí dejarte el resto.
—Y, ¿estás seguro de que es Traynor?
—Yo… —el forense escupió una flema—. Sí. Es Traynor, seguro. Esto estaba pegado debajo de él.
Le pasó un sobre blanco a Sherry para que lo viera. Pude leer el nombre de Frank Traynor impreso en la dirección de la etiqueta. Sherry me cedió su linterna y se puso un par de guantes quirúrgicos que sacó del bolsillo de su abrigo.
—Sujétala por mí, por favor, Illaun.
Cogió el sobre del forense, vio que estaba sin sellar y extrajo sigilosamente lo que parecía una felicitación de Navidad. Enfoqué la luz hacia él. Una estilizada espiral dorada sobre un fondo púrpura rodeaba las palabras: «La Paz de la Tierra, el Aire y el Agua sean contigo, y hagan que el Sol reaparecido te conceda todos tus deseos del solsticio de invierno».
Sherry abrió la tarjeta. Dentro había pegada otra etiqueta con el lema «Sic Concupiscenti puniuntur».
—¿Significa algo para ti? —me preguntó Sherry.
Me encogí de hombros.
—Latín: Así son castigados… aquellos que son… concupiscentes —traduje aproximadamente.
Sherry gruñó y le pasó la tarjeta con el sobre al policía más cercano, entonces metió la mano bajo el cuerpo y dándole la vuelta me indicó que iluminara la cara de Traynor con la linterna.
Durante un par de segundos las manos del muerto permanecieron en la misma posición, cubriéndole el rostro, pero su garganta quedaba visible —un tajo de un brillante rojo oscuro, y un poco más abajo, hundida en la carne, la corbata ensangrentada. Entonces sus manos resbalaron del rostro.
—¡Vaya jodienda! —exclamó un policía que me había empujado hasta ponerse delante de mí, tapándome parcialmente la vista.
—Jesucristo —el forense soltó una fuerte tos.
—Illaun —dijo Sherry con suavidad—, ¡ven aquí, quiero que veas esto!
Me agaché a su lado, pero en un primer momento no distinguí lo que me señalaba. Sólo pude ver el horror de las cuencas vacías de los ojos, los dientes desnudos rodeados por un óvalo en carne viva. Y entonces noté un aroma extrañamente familiar.
—Y mira aquí —dijo Sherry.
Había una herida a un lado de la cabeza, quizá un disparo. Sherry giró la cabeza del hombre para enseñarme el otro lado. Otra herida, con un agujero en el medio.
Finalmente todo encajaba.
El cuerpo de Traynor no podría mostrarse para que sus familiares y amigos presentaran sus respetos. Los ojos habían sido arrancados, las orejas y los labios cercenados. Exactamente igual que Mona.
Entonces vi algo en la esquina de su boca. La sangre parecía haberse coagulado en una especie de bolita, de textura parecida a la cera de vela. Mi estómago empezó a sentir náuseas.
—¿Qué es eso? —dije señalándolo.
Sherry se acercó aún más.
—Dios mío —balbució metiendo el guante dentro de las mandíbulas, aún blandas, y sacándole algo de la boca.
—¿Puedes creerlo? —me dijo, poniéndose de pie con el objeto agarrado entre el índice y el pulgar—. ¿Con qué clase de bromista estamos tratando?
Era imposible no reconocer las oscuras hojas con forma de aguja y el racimo brillante de bayas rojas.
Sherry aparcó junto a mi coche en el aparcamiento del hospital de Drogheda, antes de que cruzáramos ninguna palabra.
Aunque ambos tratábamos con muertos en nuestros respectivos trabajos, yo sólo lo hacía con restos de gente cuyas muertes tuvieron lugar hace mucho tiempo en circunstancias que apenas comprendía. Es cierto que en mis años de estudiante de arqueología forense había participado en la disección de un cadáver —el cuerpo de un hombre donado a la ciencia por su propietario—, pero no me fue difícil conseguir que no me afectara y contemplarlo como una muestra fascinante de la estructura de tejidos y huesos.