—O que estaba todavía en su vientre. No tengo muy claro qué es lo que él entiende por descendencia, y la hendidura lateral podría ser la prueba de que fue la excavadora la que lo arrancó del cuerpo de Mona.
Finian parecía desconcertado.
—¿Seguro que es humano?
—Me temo que sí. Y creo recordar que he visto antes algo parecido, y no hace mucho.
Finian me miró por encima de las gafas.
—Bueno, no en la realidad. En una representación. En una iglesia o en una lápida, algo así.
—¿Un cuadro? ¿Algún delirio pintado por El Bosco, quizá?
—No. Era algo labrado en piedra.
—¿Sabe el tal Traynor que lo habéis encontrado junto a la mujer?
—Creo que no. ¿Por qué lo dices?
—Estaba tratando de imaginar por qué no quiere veros cerca del lugar.
—Sí. Es curioso que esté intentando desbrozar el terreno, pero que se oponga a que nosotros hagamos prácticamente lo mismo.
—¿Quién crees que le ha informado del hallazgo?
—El sargento O’Hagan, diría yo. El y Traynor parecen muy unidos.
—Hablando de unidos, ¿no podríamos sentarnos un poco más juntos? —comentó Finian palmeando el almohadón.
Me fui con él al sofá.
—Eso está mejor —reconoció cerrando el portátil para rodearme con su brazo.
Apoyé mi cabeza en su hombro.
—¿De verdad quieres que te acompañe a la fiesta de Jocelyn Carew?
—Por supuesto que quiero —afirmó atrayéndome hacía él—. Siento haber sido tan brusco antes. Me sentía abochornado por no habértelo pedido hasta hoy.
—No importa —dije, acurrucándome sobre él—. Estás perdonado.
Llegué a casa justo antes de medianoche. Al encender la luz de la cocina me fijé en un
post-it
que había pegado en la puerta de la nevera. Mi madre, sin darse cuenta, había ido adquiriendo la costumbre de mi padre de dejar notas como ésa por toda la casa, algo que me recordaba dolorosamente a él. Despegué la nota de la puerta y leí: «Los dos comidos.
Boo
está conmigo».
Mi madre y yo vivíamos juntas, pero independientes, en lo que había sido la casa familiar, un chalet de 1930, a las afueras de Castleboyne. El arreglo consistía en que yo podría cuidar de mi madre, que estaba pasando por una situación más solitaria que la viudedad, al mismo tiempo que la casa me servía como oficina de la «Consultora de arqueología Illaun Bowe», permitiéndome fijar un centro de operaciones en la zona, que era de donde provenía la mayor parte del trabajo.
El hecho de que el condado de Meath estuviese siendo, cada día más, absorbido por la poderosa ciudad de Dublín, significaba que el paisaje arqueológico se veía en constante amenaza, lo que era bueno para mi negocio —una paradoja que no me pasaba desapercibida—. Con una plantilla de cuatro incluyéndome a mí, era, a pesar de todo, una empresa modesta. Cuando se requería una experiencia superior a mis conocimientos contaba con una lista de especialistas a los que acudir, e incluso un equipo de campo —normalmente compuesto por estudiantes y licenciados— a los que podía recurrir con un corto preaviso.
Estaba a punto de apagar la luz de la cocina cuando mi estómago me recordó con insólita insistencia que no había tomado nada desde el desayuno. Como era muy tarde para prepararme algo, busqué en la nevera y encontré un trozo un poco seco de pizza. Le di un mordisco con avidez, pero a pesar de mi apetito no sabía a nada. Puse el resto en el microondas y apreté el botón.
Un ladrido cavernoso vino del lugar donde mi madre estaba durmiendo.
Horacio,
el perro, me pedía que le dejara entrar y, por supuesto, que le librara de
Boo,
que seguramente se había apropiado de su cojín. Sabía que, si no iba ahora, esperaría, educada y sibilinamente, a que me hubiera metido en la cama para volver a ladrar. Abrí la puerta que daba al cuarto trastero, donde teníamos la lavadora, la secadora, una bicicleta, varios paraguas, las herramientas de jardín, botas de plástico llenas de barro, la comida de los animales y sus platos…, y que además servía como una especie de «cámara de descompresión» entre la zona de mi madre y la mía.
Horacio
estaba arañando la puerta del fondo; otro sonido, un ruido sordo, indicaba que
Boo
estaba lanzándose sobre él, algo que le gustaba hacer mucho más que maullar, por alguna incomprensible manía gatuna. Cuando abrí la puerta, algo parecido a una brisa rozó mi pierna, mientras dos grandes patas aterrizaban en mis hombros. Levanté la barbilla para evitar que los lamidos de
Horacio
me empaparan, pero no pude evitar que me dejara el cuello pegajoso.
—Hola, chico, buen chico. ¡Bájate!
El gran danés, de pelo color pardo, había sido el perro de mi padre, pero ahora acompañaba a mi madre, al mismo tiempo que la hacía sentirse protegida, aunque lo cierto es que cualquier intruso no hubiera recibido de él más que un baboso lametón en la cara.
—Buenas noches,
Horacio
—le susurré y cerré la puerta.
El microondas pitó cuando entré en la cocina, saqué la pizza y la puse en un plato, me serví un vaso de leche y me dirigí al salón a ver las noticias.
Boo
, mi gato de pelo gris atigrado de Maine, acababa de ocupar el sofá en el que pensaba sentarme. Antes de empezar a pelearme con él para que se levantara —ya se había repantigado en los cojines—, decidí que lo mejor sería irme a la cama. Estaba cansada, y el viernes tenía pinta de que iba a ser un largo día.
Después de devorar la pizza y terminarme el vaso de leche sentada en la cama, me sumergí en ella, apagué las luces y traté de hacer memoria de todo lo que sabía sobre «cuerpos de turbera». Fue un error: seguía viéndome en la zanja de Monashee, agarrando a la criatura mientras se desenrollaba. Tras muchas vueltas y revueltas, que duraron el tiempo suficiente para comprender que el sueño no llegaba, me puse la bata y las zapatillas y me arrastré hasta la oficina.
Como no había mucho donde escoger en la librería, decidí probar en Internet. Había numerosas páginas dedicadas a momias, con la especialidad egipcia liderando siempre el campo. En la categoría de los cuerpos enterrados en turberas encontré algunas estadísticas: dos mil hallazgos conocidos por todo el norte de Europa, alrededor de cien datados con la prueba del carbono 14, etcétera, etcétera, y también algunas listas más populares, como si fueran la atracción estelar en una especie de concurso de Eurovisión para cuerpos enterrados. «Oigamos ahora a nuestros participantes, señoras y señores. El primero en salir al escenario, el guapo y sonrojado danés —sí, el Hombre de Tollund—. Y representando a Alemania, con su cabeza medio afeitada, la quinceañera de moda, la Niña de Windeby. A continuación vamos con Holanda, que, haciendo gala de su típica excentricidad, presentan a una pareja masculina sin cabeza —el Dúo de Weerdinge—. Y finalmente, por Gran Bretaña —puede que tuviera dos identidades, pero desde luego sólo tiene una prenda de vestir—, sí, tenemos al Hombre de Lindow, también conocido como Pedro Ciénaga, luciendo su famoso brazalete de piel de zorro…» Me pregunté si Mona se uniría en breve a ese extraño desfile de momias en las páginas de la red de todo el mundo.
Se consideraba que muchos de los cuerpos enterrados en pantanos lo habían sido como consecuencia de sacrificios del solsticio de invierno. Los restos encontrados en el estómago del Hombre de Lindow incluso contenían polen de muérdago. Una planta que nosotros asociamos a la tradición de intercambiar un beso, pero que los celtas consideraban como sagrada por no pertenecer ni a la tierra, ni al cielo, ni al agua. ¿Qué restos hallarían en mi estómago si me encontraran dentro de dos mil años? Harina, queso, aceitunas, tomate, alcachofas y anchoas, algo que les mantendría perplejos durante un buen rato.
Mis frivolidades cesaron ante la sombría constatación de que todos aquellos sobre quienes estaba leyendo habían sido sometidos a torturas a manos de otros seres humanos, mucho antes de verse inmersos en esos oscuros agujeros pantanosos; unos estrangulados, otros apaleados hasta morir, otros despedazados, y al menos uno había padecido las tres atrocidades. Y aunque algunos habían sido reconocidos como víctimas de una pena capital más que de un sacrificio ritual, a su manera constituían un testimonio silencioso de la difícil vida a orillas de los pantanos en el norte de Europa, una vida que debió de ser de lo más desoladora durante los largos inviernos.
Pero ¿qué era exactamente lo que estaba buscando en Internet? Bostecé, me estiré un par de veces y pensé durante unos segundos. La inconexa búsqueda que acababa de realizar la había hecho en el terreno de la ciencia popular, cuando lo que tendría que haber consultado era alguna de las páginas académicas a las que estaba suscrita. Empecé de nuevo.
Horacio
ladró en la otra parte de la casa. Le oí gruñir durante unos minutos y luego se calló. Seguramente estaría respondiendo a un perro lejano, inaudible para mí, igual que
Horacio
era inaudible para mi madre, que usaba tapones para dormir.
Sin mucha dificultad encontré una prometedora dirección —una lista de objetos funerarios que incluía restos humanos y animales sepultados junto a cuerpos del Neolítico y de la Edad de Hierro por todo el norte de Europa. Revisé los objetos encontrados: cacharros, hachas, capas de cuero, cuentas de ámbar, huesos de ganado y cuernos; aquí y allí un emotivo recuerdo sobre la importancia de la apariencia —un rasgo muy característico de los humanos—, una cinta de lana, una caperuza, un peine. Y entonces vi un objeto extraño que destacaba del resto. Una mujer joven en Ostrup, Dinamarca, había sido encontrada bajo tierra con el esqueleto de un cisne, una criatura que los celtas creían que podía atravesar el mundo de los vivos y de los muertos —quizá porque, como otras aves acuáticas, se movía por una zona intermedia entre la tierra y el agua, igual que ocurre con los pantanos.
Horacio
volvió a ladrar. Algo le había inquietado, y me estaba contagiando. Los ladridos de un perro a altas horas de la noche suenan muy diferentes a los del día, tal vez como una reminiscencia de cuando por primera vez compartimos nuestras cuevas con ellos a cambio de su vigilancia.
Me froté los ojos y bostecé de nuevo. Necesitaba dormir. Limité mi búsqueda a restos de niños solamente. Eso me condujo a una mujer del pantano de Borremose, en Jutlandia, encontrada con su bebé recién nacido —los restos datan de algunos siglos anteriores a Cristo—. A continuación encontré algo más cercano a casa: un esqueleto de mujer perteneciente al principio de la Edad de Hierro, del condado de Roscommon, acompañado del cráneo de un niño. Después había un hallazgo de aproximadamente la misma época en Yorkshire: un hombre y una mujer embarazada que habían sido enterrados vivos, atados juntos alrededor de una estaca de madera, con los restos del feto entre las piernas de la mujer, sugiriendo que ésta lo había perdido al morir.
Sin embargo, no había hallazgos similares del periodo Neolítico. Niños y adultos encontrados juntos, aquí y allá, pero no recién nacidos con sus madres. Como en el fondo me imaginaba, mis esperanzas de que Mona fuera tan antigua como Newgrange no estaban encontrando ningún respaldo en los archivos arqueológicos.
Bajo mi mano izquierda empezó a vibrar algo que me hizo dar un salto. Sin darme cuenta había estado acariciando mi hasta ahora silencioso móvil, mientras navegaba por la web. Y ahora éste sonaba como un escarabajo patas arriba tratando de darse la vuelta. Intrigada por quién podría llamarme a esa hora tardía, levanté la carcasa plateada y respondí.
—¡Sólo lo diré una vez! ¡Deje Monashee en paz!
El corazón me dio un vuelco.
—¿Cómo dice?
—Ya se han hecho cargo del cuerpo…, ¡retírese de una vez!
Entonces me di cuenta de que la voz me era familiar, aunque quizá un poco cambiada por el alcohol.
—¿Es éste su modo de hacer las cosas, señor Traynor? ¿Intimidar a la gente en mitad de la noche? No me impresiona.
—Me importa un carajo. Monashee es mío. No tiene ni idea de con quién se está metiendo.
Casi podía oler el alcohol de su aliento y, mezclado con él, el aroma demasiado dulzón de su
aftershave.
—Sí que lo sé. Con un fanfarrón borracho.
—Ése no es su problema. Se lo advierto —murmuró algo ininteligible mientras trataba de encontrar el botón de colgar—. Se lo advierto —repitió, y colgó.
Hay dos de ellas, señora. Una es un camión oruga que trabaja en la zanja tragándose todo lo que encuentra a su paso. A ese ritmo, para cuando terminen no va a quedar nada.
Me estaba poniendo los pantalones mientras sujetaba el móvil con el hombro para escuchar a Seamus Crean. Llamaba desde su casa en el pueblo de Donore, a unos tres kilómetros de Monashee. La rabia y el desconcierto me hacían moverme con torpeza, lo que provocó que el teléfono se me escurriera y se golpeara contra el parquet del dormitorio. Volví a mirar la hora en el despertador de la mesilla, mientras me agachaba a recogerlo. Eran las 6.30 de la mañana. Fuera todavía estaba oscuro como la boca de un lobo.
Media hora antes, el sonido del teléfono me había confundido haciéndome creer, durante unos instantes, que estaba escuchando los trinos del amanecer, en lugar de estar siendo arrancada del sueño para empezar otra aburrida mañana de diciembre. Era el pequeño precio que tenía que pagar por haber elegido el canto de un pájaro como tono para mis llamadas. Tanteé el teclado, presioné la tecla correcta, y al oír la voz de Crean al otro lado del teléfono, me incorporé de un salto de la cama.
—Siento mucho haberla despertado, señora —hizo una pausa respirando fuertemente.
—¿Eres tú, Seamus? ¿Qué ocurre? —le había dado mi tarjeta, de modo que me pudiera llamar para decirme lo que le debía por su servicio de la noche anterior.
—Creo que Traynor está tramando algo…
Recordé sus amenazadoras palabras de tan sólo unas horas antes y sentí miedo.
—Continúa.
—Un tío acaba de llamar a mi puerta para pedirme las llaves de la retroexcavadora que dejé aparcada ayer por la noche en la parcela. Le puedo asegurar que no le he dado las gracias por habernos despertado a toda la casa a esa hora de la mañana.
—¿Lo conocías?
—No. No lo había visto en mi vida. Creo que era extranjero. Se ha bajado de un camión que se dirigía a Monashee.