—¿Qué hago con esto?
—Ponlo al lado del cadáver, junto a la varilla, para que pueda sacarle una foto —le indiqué mientras salía de la zanja.
—¿Qué cree usted que es?
—Dijiste que salió de debajo de ella, ¿no?
—Sí, pero ¿qué demonios es?
«Tienes una imaginación calenturienta, Illaun. Mantenla a raya». Ese mantra me había acompañado desde el colegio hasta que me doctoré.
—No lo sé… Puede que un gato o un perro, tal vez —no quería asustarle aún más. Y para intentar que mi maravillosa imaginación no se desmadrara, había decidido convencerme de que se trataba de algún tipo de animal.
Crean lo depositó con habilidad sobre el bloque de turba, al lado de la varilla graduada que yo había colocado paralela al cuerpo de la mujer. Saqué mi Fuji digital y tomé un par de fotos. Entonces, como si hubiera provocado una reacción en cadena, otra luz entrecortada emergió de entre la nieve, transformando los copos en chispeantes remolinos azules.
Un coche de la policía se paró en la entrada junto a mi Honda Jazz color lavanda. Tras él, un Range Rover negro a la par que una furgoneta blanca con el distintivo de «Departamento Técnico». Dos policías con chalecos amarillos empezaron a bajar por el sendero, seguidos de un hombre alto con una trenca verde y una gorra de
tweed
como las de los pescadores. Era Malcolm Sherry, el forense estatal. A pesar de sus cuarenta y pocos años, a Sherry le gustaba darse el aire y la apariencia de un médico rural de otros tiempos. La ironía era, sin embargo, que su apariencia juvenil —sonrisa pícara, traviesos ojos azules y, bajo su gorra de adulto, un pelo rubio y fino como de bebé— era en ocasiones una desventaja, cuando intentaba convencer a los demás de que era capaz de averiguar lo que le había ocurrido al cadáver. Pero, por lo que a mí me tocaba, la presencia de Sherry era una buena señal. Sabía por otras colaboraciones con él, a raíz del descubrimiento de otros restos óseos, que valoraba la labor de los arqueólogos.
Remonté el camino para saludarle. Detrás de la furgoneta pude ver a otras tres personas, dos hombres y una mujer enfundándose unos monos blancos.
—Ah, Illaun, ¿eres tú?
¿Había un tonillo condescendiente en su voz? Supongo que no. Su manera franca de hablar parecía acorde con su imagen.
—¿Qué crees que tenemos aquí? ¿Uno de nuestros venerables antepasados?
—Eso creo. Desgraciadamente no se halla in situ, pero deduzco que debía de estar enterrada a unos dos metros bajo el lodazal. Lo que significaría que lleva ahí un periodo de tiempo bastante largo. Además, no está sola.
—¡Anda!, nadie me había hablado de dos.
—No estoy muy segura de qué es lo otro. Parece algún tipo de animal.
Sherry frunció una ceja.
—¿Una mujer que se cae en el barro al tratar de rescatar a su cachorrito hundido?
—¿Un perro con seis patas? Lo dudo.
Sherry alzó la otra ceja.
Mientras nos aproximábamos a la excavadora le fui contando lo que había sucedido en la acequia. Después le presenté a Crean, el hombre que había descubierto el cadáver.
Sherry le dio unos golpecitos en la espalda.
—Hiciste lo correcto, Seamus, bien hecho. Ahora, vamos a echar un vistazo. Está ahí dentro, ¿no? —volvió la mirada hacia la pala trasera, por encima del tronco de un viejo arbusto enganchado entre sus dientes.
—No es ahí. Está en éste —señaló Crean conduciéndole hasta la pala delantera de la máquina.
Sherry echó una mirada al cielo.
—Está bastante oscuro, Seamus, y la policía científica puede tardar bastante tiempo en instalar los focos. ¿Serías tan amable de encender los tuyos? —dijo señalándole los faros que había sobre el techo de la excavadora.
Crean trepó hasta la cabina, pero antes de que encendiera las luces el ruido de un frenazo en la carretera nos hizo mirar en esa dirección. Un Mercedes plateado clase S había aparecido ante la cerca y se dirigía hacia nosotros.
Crean gritó advirtiéndonos.
—Es el señor Traynor. Deberían…
Su voz se perdió en el chirrido del patinazo que el coche dio al pararse. De él salió un hombre cuya calvicie asomaba por entre su pelo oscuro, vestido con un grueso abrigo azul, camisa púrpura y corbata plateada. Su cara, regordeta, estaba surcada de venitas.
—Están invadiendo mi propiedad —me increpó—. ¡Quiero que salgan inmediatamente de aquí! —acompañó la última palabra con un gesto de rabia.
Uno de los policías, con galones de sargento, se adelantó.
—Tómatelo con calma, Frank. Estamos investigando el hallazgo de un cadáver.
—Espero que sean sólo restos antiguos. Quiero que se los lleven a examinar a otra parte. Imagino que podrán complacerme, ¿verdad, sargento?
—Por supuesto, Frank. Tan sólo tenemos que seguir el protocolo, y después nos retiraremos, ¿no es así, doctor Sherry?
A mi parecer, el sargento estaba siendo demasiado conciliador.
Sherry, que había estado echando un vistazo al contenedor, se acercó a nosotros.
—¿Qué estaba diciendo, sargento?
—Simplemente le estaba contando a Frank que…
—Se irán enseguida de mi propiedad —dijo éste adelantándose hasta Sherry.
Los tres hombres formaban un círculo cerrado a mi alrededor. No era la primera vez en mi vida que me encontraba en medio de gente más alta que yo, increpándose, literalmente, los unos a los otros, por encima de mi cabeza. Un fuerte olor a
aftershave
de Polo Ralph Lauren me impactó.
—¡Un momento! —grité para que me hicieran caso—. El doctor Sherry y yo hemos sido designados por el Estado para cumplir con determinados procedimientos libres de interferencias, como exige la ley —no estaba muy segura de que efectivamente fuera así, pero pensé que podría servirme para el caso. Hice un gesto con la cabeza mirando al forense para que me siguiera el juego: tenía más autoridad que yo para conducir la situación.
—La doctora Bowe está en lo cierto, ¿señor…?
—Traynor. Frank Traynor —contestó mirándole de arriba abajo—. La temporada de pesca no ha empezado todavía, ¿verdad?
Noté una sonrisa burlona en la cara del sargento.
—Soy Malcolm Sherry, forense estatal. Y usted debe de ser el dueño de esta finca, si no me equivoco.
—Supone usted bien.
Traynor estaba a punto de imitarle burlonamente. Me di cuenta de que su camisa, su cara y mi coche aparcado en el arcén eran del mismo tono.
—Bueno, a ver si me explico. Todavía no sabemos nada sobre el cadáver encontrado aquí, ni tampoco si se ha cometido un crimen o no —dijo mirando fijamente a Traynor como para convencerle de la seriedad de sus aseveraciones—. Hasta que yo lo diga, el acceso estará prohibido a todos, incluyéndole a usted. —Entonces, miró hacia donde estaba la furgoneta del departamento técnico y alzando la voz les ordenó—: ¡Chicos, vamos a colocar algunas vallas aquí abajo! Quiero asegurar esta zona.
Traynor iba a replicar algo, pero vaciló. Entonces, como cualquier fanfarrón cuando se le planta cara, trató de hacerse el simpático.
—Por supuesto. Usted tiene que hacer su trabajo, doctor Sherry, lo entiendo perfectamente. ¿Tiene alguna idea de cuándo van a llevarse el cuerpo?
Sherry y yo intercambiamos una mirada. Sabía que yo querría mantener la zona acordonada para una investigación más exhaustiva, incluso si decidía que no se trataba del escenario de un crimen. Mientras lo pensaba, el equipo de la policía científica, ataviados con monos blancos y ayudados por Seamus Crean, llegaba con un par de barreras y un rollo de cinta azul y blanca.
—Al margen de cuándo vayamos a trasladar el cuerpo, esta zona será declarada como escenario del crimen y precintada… —declaró Sherry mientras me miraba.
Levanté el índice y vocalicé una ese…
—… durante unos días, seguramente una semana —intentaba darme tiempo y evitar que tuviera que enfrentarme con Traynor.
Sin embargo éste se dio cuenta de nuestros guiños y, girándose hacia mí, me preguntó:
—Es por usted, ¿no es eso? —algunas moléculas de Polo se metían por mi nariz, haciendo que se me taponara—. Lleva la palabra arqueóloga escrita por todos lados.
Sus ojos me recorrieron de arriba abajo como tratando de confirmar lo que decía: una parka verde a prueba de agua, un suéter de alpinista, vaqueros, botas de goma, un gorro multicolor de lana. Probablemente estaba decepcionado de que no llevara conmigo una pala.
—Ustedes, los de su gremio, siempre tratando de impedir el progreso —refunfuñó.
Permanecí tranquila. Traynor parecía haber hablado más de la cuenta.
—¿Qué quiere decir con eso del progreso? —le pregunté—. ¿Qué tiene de progresista ensanchar una zanja?
—Aunque no es de su incumbencia, le comunico que no estoy agrandando la zanja; estoy levantando toda la ciénaga.
Eso sólo podía ser por una razón. Pero no quería creérmelo. Estábamos en la otra margen del río, a menos de un kilómetro de un lugar Patrimonio de la Humanidad, en una zona del valle sujeta a restricciones urbanísticas.
Traynor volvió a su coche bastante satisfecho. Su aroma todavía permanecía en el aire. La nieve había dejado de caer, y la amenazadora nube parecía haberse disuelto, dejando ver una fina luna flotando como un extraviado copo de nieve.
La oscuridad se acercaba y, con un cielo tan limpio, aumentaba la probabilidad de una noche bajo cero. Eso podría traernos problemas.
Dos de los policías pasaron ruidosamente a mi lado con los focos, el equipo fotográfico y una tienda hinchable que les proporcionaría un lugar donde guarecerse y una cierta protección contra los elementos.
En cuanto Traynor regresó a la carretera, me quité los guantes de látex y saqué el móvil de un bolsillo interior. Mi prioridad en ese momento era conseguir una orden judicial contra cualquier alteración ulterior de la zona, y evitar que los tejidos de la momia encontrada en la turba se deteriorasen con el aire y, tal y como se presentaba la noche, con el daño del frío. Llamé a Terence Ivers, jefe del equipo de Exploración de Zonas Pantanosas (EZP) de Dublín, la organización encargada de registrar y preservar el material arqueológico hallado en las turberas irlandesas. Había sido él quien, después de ser informado por el Centro de Visitantes de Newgrange, me había pedido que me acercara a la zona en su nombre. Mientras le dejaba un mensaje, pude observar cómo Traynor se había detenido cerca de la puerta y hablaba desde la ventanilla con Seamus Crean, que estaba ayudando al tercer miembro del equipo de policía a colocar otra valla protectora.
Mi teléfono sonó cuando Crean pasó por mi lado llevando un extremo de la barrera.
—Terence, gracias por devolverme la llamada… Perdona un segundo. —Crean andaba con la cabeza gacha, abochornado—. ¿Qué te ha dicho Traynor, Seamus?
—Me ha despedido, señora. Ha dicho que quería tener la zona lista para antes de Navidad y que por mi culpa le va a costar miles de euros más.
Me quedé de piedra por la injusticia de la situación. La odiosa actitud de Traynor no hacía más que reafirmarme en mi decisión de machacarle al máximo. Pero para ello necesitaba que Ivers actuara rápido.
—Terence, tengo buenas y malas noticias. En primer lugar, el hallazgo parece antiguo, posiblemente del Neolítico. Ésas son las buenas noticias —sabía que me estaba jugando el cuello asegurándole que los restos eran de la Edad de Piedra, pero tenía que reforzar la urgencia del caso—. Y segundo, si queremos investigarlo, necesitamos cuanto antes una orden judicial.
—¡Maldita sea! ¿Qué es lo que pasa?
Podía imaginarme a Ivers sentado en su despacho, quitándose las gafas para limpiarlas nerviosamente con la punta de la corbata mientras sostenía el teléfono entre la cara y el hombro. Puede que incluso pequeñas gotas de sudor estuvieran ya poblando sus sienes.
Miré mi reloj. Eran casi las cuatro. Ivers tenía poco tiempo para acercarse hasta un juzgado de guardia y exponerle los hechos al juez. Le informé brevemente y juntos concretamos los puntos por los que pensábamos podrían concedernos la orden: posible hallazgo de gran trascendencia, destrucción inminente del lugar con riesgo de pérdida posterior del material requerido para la investigación arqueológica y, sobre todo, el hecho, altamente improbable, de que se hubiera concedido licencia para urbanizar una zona calificada de Interés Patrimonial.
—¿Te parece bien que intente colaborar con Malcolm Sherry para ver qué podemos hacer con el cadáver mientras tanto?
—Hazlo —contestó.
Una o dos gotas de sudor habrían rodado ya por sus mejillas, y a juzgar por su corbata, poco útil para estos casos, debía de estar sacándose un mugriento pañuelo del bolsillo.
—Y entiendo que también se lo tendrás que comunicar a Muriel Blunden, del Museo Nacional.
Ivers gruñó en señal de confirmación: dado que algunas de sus responsabilidades se solapaban, existía siempre un cierto grado de rivalidad entre el EZP y el museo, especialmente agravado por la abrumadora personalidad de Muriel Blunden y su predisposición a imponer la autoridad estatutaria del mismo por encima de la joven organización.
—Más vale que la mantengamos informada de lo que estamos haciendo —le aconsejé.
—¿Por qué no lo haces tú, Illaun? Yo tengo que ir a conseguir esa orden —y colgó.
Apreté los dientes y marqué el número del móvil de Muriel. Apagado o fuera de cobertura. Llamé al museo y hablé con una secretaria, a quien dejé un breve mensaje para la directora de Excavaciones. Era un alivio no tener que hablar con Muriel.
Después fui a presentarme al sargento de la policía que había estado hablando con Traynor.
—Quería advertirle, sargento…
—O’Hagan. Brendan O’Hagan.
—Quería que supiera, sargento O’Hagan, que estamos solicitando un requerimiento para detener cualquier trabajo que se lleve a cabo en la zona a partir de ahora —le informé mientras le daba una de mis tarjetas de empresa.
Sin mirarla siquiera, se la metió en el bolsillo superior de su chaqueta.
—Va a buscarse un lío si va contra Frank Traynor.
—¿Le conoce bien?
—Psss, es un empresario muy conocido en esta parte del condado de Meath. Un tío difícil cuando le conviene. Muy legal, por supuesto.
—¿En qué sector se mueve?
—¿Frank Traynor? —dijo mientras guiñaba el ojo al oficial que le acompañaba, y después suspiró ruidosamente, como demostrándole a éste la paciencia que se requería para tratar con desconocidos—. Frank es promotor inmobiliario, preferentemente de hoteles.