—Adipocira…, ¿cera de tumbas?
—Justo. Llamamos así al proceso de saponificación —tomar la consistencia de jabón—. Volveré sobre ello enseguida. Pero primero hablemos del parto. Hay cicatrices del alumbramiento en el hueso púbico, lo cual, si bien no lo confirma totalmente, al menos añade fuerza a la teoría de que tuvo un bebé. Por consiguiente, deduzco que murió durante el parto o poco después. He barajado la idea de que se tratara de su primer embarazo, o de que quizá fuera extra marital y, cuando le llegó la hora, se escondió conscientemente en la ciénaga para evitar que se percataran. Luego, los dos murieron por abandono y, en el caso de ella, por agotamiento, a juzgar por el tipo de parto que debió de tener.
—Es una bonita teoría, pero tengo la sensación de que no terminas de creértela.
—Porque no acaba de encajar con los hechos.
—¿Que son…?
—En primer lugar, el cuerpo —pasó la mano velozmente sobre él— no quedó a la intemperie en ningún momento tras la muerte. No hay señales de plagas de insectos, ni marcas de carroñeros en la carne o los huesos.
—O sea, que fue enterrada en vida o inmediatamente después de muerta.
—Correcto. En segundo lugar, fue asesinada…
Sherry hizo una pausa y tragó saliva. Sus emociones afloraban.
—Fue asesinada y mutilada. Sus labios y sus orejas fueron cortados. Y le sacaron los ojos.
Empecé a compartir lo que sentía Sherry. Ahora entendía por qué me costaba tanto mirar a Mona a la cara. Era como si sus facciones destrozadas hubieran estado avisándome para que no la mirase.
—Mira aquí —indicó Sherry, señalando las aberturas en los lados de la cabeza, la ausencia de labios, la cavidad de la boca, las abiertas cuencas—. Acércate un poco más, si no te importa.
Recorrí el lateral de la mesa obligándome a examinar la ennegrecida máscara parecida a la de la película
Scream,
con su patético penacho de pelo rojo.
—Deduzco a simple vista que los párpados y labios se perdieron antes de que fuera preservado el cuerpo, algo muy corriente en la momificación natural. Pero el cartílago debería haber sido el último en descomponerse; de hecho suele sobrevivir bien en las condiciones de las turberas. En tal caso, la falta de orejas es un misterio. Fíjate que el trago de cada lado está intacto —ese pequeño lóbulo frente al canal auditivo es lo que me hizo ser aún más suspicaz—. ¿Por qué entonces esos trozos de cartílago no han desaparecido también? En un análisis más profundo, descubrí que las heridas de los bordes, donde debían estar los pabellones auditivos —la parte principal de la oreja—, habían sido producidos al ser cercenados de la cara por un instrumento afilado. Y lo mismo pasa con los labios, como puedes ver.
No había duda de que todos los cortes tenían una apariencia antinatural. Traté de captar el efecto en un rápido boceto.
Sherry pasó el dedo por el arco interior de la cuenca del ojo, que vi tenía una aspecto más rugoso.
—Pero las heridas aquí no son tan limpias; hubo algún tipo de manipulación con la punta de una cuchilla antes de que consiguieran su objetivo. Así es como me di cuenta de que habían ido a por los globos oculares, y no sólo los párpados.
—Jesús, Malcolm…, tuvo una muerte horrible.
—Sí, murió salvajemente, pero no de ninguna de estas heridas —Sherry retrocedió a su posición detrás de la cabeza y levantó la barbilla para enseñármelo—. Su garganta había sido acuchillada hasta prácticamente separar la cabeza del resto del cuerpo. Y para más inri, fue estrangulada. Mira aquí —dijo señalando un surco en la piel, debajo de donde debió estar el lóbulo de la oreja—. Esto fue provocado por algún tipo de ligadura.
Le miré expectante.
—No, no la busques. Pero una cosa es cierta: degollarla mientras estaba siendo estrangulada debió de ser una sangría.
—¡Oh, Dios mío!
¿Por qué tuvo que padecer un destino así? ¿Y qué es lo que hizo para merecerlo? ¿Qué ley quebrantó, qué tabú infringió? El final de Mona parecía más un castigo que un sacrificio. Entonces, había una posibilidad real, que me hizo estremecer sólo de pensarlo, de que hubiera sido mutilada antes de morir y no después. Todo parecía confirmar que provenía de la Edad de Hierro.
—Seguramente te estarás preguntando qué pudo haber hecho para tener una muerte así —adivinó Sherry ladeando la cabeza en dirección a la otra mesa de operaciones—. Creo que la causa se debe a lo que está allí.
Un escalofrío, ajeno a la temperatura de la morgue, recorrió mi piel.
—Vamos a echarle un vistazo, ¿te parece? —me sugirió mientras cubría el cuerpo de Mona con la sábana y se cambiaba a la otra mesa.
Dejé el cuaderno de dibujo y el lápiz en una esquina de la mesa de Mona y me uní a él. Cuando estaba a punto de quitar la segunda sábana, alguien llamó a la puerta.
—¡Maldita sea! —soltó para sus adentros, y luego más alto—: Adelante.
Una mujer con bata blanca entornó la puerta y pasó un sobre amarillo.
—Doctor Sherry, le traigo los resultados que me había pedido.
—Muchas gracias —dijo mirando su reloj.
Consulté la hora en mi móvil. Eran las 12.40. Había quedado en ver a Seamus hacía diez minutos.
Sherry comenzó a quitarse los guantes.
—Escucha, Illaun, si no te importa vamos a dejarlo para después. Tengo una cita para comer.
—Yo también, y llego tarde.
Sonrió.
—Y además tengo que acercarme a la comisaría de policía de Drogheda para rellenar un informe oficial que les libere de continuar con la investigación. Entonces, nos volvemos a encontrar aquí a qué hora… ¿a las cuatro? —tiró los guantes a una papelera de plástico y sacó la llave de la morgue del bolsillo—. Si quieres te la puedo dejar, por si llegas antes que yo y quieres ir haciendo algún boceto.
Cogí la llave, pero entonces se me ocurrió una idea mejor.
—Lo haremos así: voy a dejarle la llave a alguien de mi equipo, y así el primero que llegue sólo tiene que pedírsela.
—Por mí, de acuerdo.
Al dejar la morgue mis sentimientos hacia Traynor afloraron de nuevo. Pero no valía la pena enfadarme con él —era mejor montar una buena defensa para parar sus planes—. La persona con la que debía estar furiosa era Muriel Blunden, una funcionaría que, en lugar de defender el patrimonio del pueblo, estaba permitiendo su destrucción. Pero ¿por qué habría adoptado esa perversa actitud en el asunto?
Seamus Crean me pidió que nos encontráramos en la iglesia de San Pedro, en la calle mayor. Como no conocía bien Drogheda, la iglesia sería un lugar fácilmente reconocible.
Caía una llovizna de aguanieve, por lo que subí las escaleras y me metí en el atrio para ver si se había refugiado allí. Al no verlo, empujé las puertas y me encontré en un interior que me resultaba familiar. Era un buen ejemplo de neogótico, recientemente restaurado, que me hizo dudar si ya había estado allí antes. Para satisfacer mi curiosidad avancé por un lateral de la nave y, al acercarme al altar, constaté que mi mente no me había engañado. Dentro de un relicario de cristal, coronado por un enrejado dorado en forma de cono, había una cabeza de hombre. Su piel tostada era del color de una gamuza pardusca, mientras sus párpados cerrados transmitían una serenidad que contradecía su violento final.
Era la cabeza incorrupta del mártir san Oliver Plunkett, que no había vuelto a ver desde la infancia, cuando nos trajeron a verla durante una excursión del colegio. La salida también incluía una visita a Newgrange, y me pregunté si alguno de nuestros profesores habría captado el extraño paralelismo entre la iglesia, que albergaba un cráneo calcinado, y el sepulcro que una vez contuvo una colección de huesos quemados.
A la izquierda del relicario del santo se había habilitado una zona para su devoción; contenía otro relicario con partes de su esqueleto, la puerta de la celda donde estuvo preso, varias inscripciones y cuadros, y una selección de folletos. Tomé uno y empecé a hojearlo. Enseguida me encontré con las llamativas palabras de su sentencia de muerte por traición:
«Y será sacado de la prisión de Newgate y expuesto por toda la ciudad de Londres hasta Tyburn; allí será colgado del cuello, pero bajado antes de morir, los intestinos extirpados y quemados en su presencia, la cabeza cortada, y el cuerpo dividido en cuatro partes de las que se dispondrá según los deseos de Su Majestad. Y que Dios se apiade de su alma».
Rematado. Igual que Mona. ¿Sería también ella víctima de la persecución religiosa?
Estaba de pie, a pocos metros de una fila de reclinatorios con cojines rojos, frente al altar mayor. Más allá de los asientos, había un cirial de ofrendas, y, destacando sobre el resplandor de éstas, una silueta. Era un hombre arrodillado sobre el banco más cercano al altar, con los hombros encorvados, la cabeza reclinada. No me había dado cuenta de que hubiese alguien más en la iglesia.
El hombre alzó la cabeza, se santiguó y se levantó para irse, pero hasta que no hizo una genuflexión y se dio la vuelta no reconocí a Seamus Crean. Le seguí afuera y le alcancé cuando estábamos en el atrio.
—Seamus, creí que te había perdido.
—Perdone, señora; sólo estaba poniendo una vela. Mi madre es una gran devota de san Oliver.
—Ya veo.
—Me ha dicho que puede que me ayude a encontrar otro trabajo antes de Navidad.
Bajamos la escalinata. Me di cuenta de que Crean se había lavado el pelo, parecía más claro, y un poco de punta.
—¿Has comido ya? —le pregunté.
—Bueno, todavía no…
—Pues entonces, vayamos a alguna parte a tomar algo. Pago yo.
Dudó un momento cuando llegamos a la calle.
—¿Hay algún problema?
—Nada elegante, si le parece bien.
Sonreí.
—No hay problema. Elige un sitio. El que a ti te guste estará bien.
Atravesamos la calle bajo la llovizna gris y la alegre iluminación navideña, que no servía de mucho para levantar el ánimo de los taciturnos conductores, atrapados en un lentísimo tráfico, empeorado sin duda por el mal tiempo y el comienzo de las compras. Crean me llevó a un espacioso pub donde la comida estaba preparada a modo de bufé, dispuesta en bandejas de platos calientes y al baño María en los que había rosbif, pescado frito, jamón cocido, repollos y patatas. Era justo lo que se necesitaba para un triste día de diciembre, y los dos elegimos el rosbif con un poco de salsa, acompañado de una montaña de verduras. Yo cogí agua, y él una jarra de leche.
—Bueno, cuéntame, ¿qué pasó esta mañana? —le abordé tras haber devorado cada uno un par de bocados de nuestros platos.
—A decir verdad, había un poco de descontrol, señora. Me bajé de la bici un poco antes de llegar a la carretera y vi un coche patrulla que llegaba a la parcela y a los chicos de azul saliendo de él. Uno o dos minutos después los muchachos de las excavadoras empezaron a hablar con los polis, a un lado del camino. En ese momento los trabajos ya se habían detenido, por lo que me monté en la bici y me acerqué hasta el coche. «¿Qué sucede, muchachos? —tanteé a los obreros—. ¿Necesitáis que venga Traynor a resolver esto?» Uno de los hombres me contestó: «Sí, pero no contesta al teléfono». Entonces, uno de los policías me preguntó si yo sabía dónde se encontraba Traynor. «Sí, lo sé —le contesté subiéndome en la bici—, y no creo que haya manera de localizarle. Se ha ido a Dublín a pasar el día».
Me reí ante la astucia de Crean, algo que nunca hubiera imaginado que tuviera.
—¿Y qué está pasando allí ahora, ¿lo sabes?
—Un par de tipos se acercaron a inspeccionar el lugar en cuanto se reemprendieron los trabajos. Explicaron que querían medir o algo así, y les mostraron unos papeles, supuestamente oficiales, a los excavadores. Después declararon que habría que suspender las obras hasta que ellos hubieran terminado.
Ésas parecían buenas noticias. Ivers debía de haber convencido al juez para que ampliara al EZP el acceso a toda la zona. Traynor no había podido salirse con la suya, pese a contar con Muriel Blunden en su bando. Pero ¿por qué tenía tanta prisa por despejar el terreno? ¿Tendría algo que ver con evitar los trámites de urbanización?
—¿Qué opina la gente del pueblo sobre el hotel de Traynor? ¿Cómo consiguió el permiso de construcción?
Crean echó un vistazo para ver quién estaba sentado alrededor. Pese a que nadie podía oírnos, se inclinó hacia mí y, bajando la voz y con tono conspirador, declaró:
—Por lo visto ha comprado varios terrenos más a la abadía de Grange.
—¿Y?
—Bueno, son unas hermanas de la caridad que llevan mucho tiempo establecidas aquí. Se cuenta que llegaron con los normandos. Tienen antiguos derechos adquiridos en todas sus tierras.
—¿Qué tipo de derechos?
—Derechos para disponer como quieran de su propiedad, construir o lo que sea. Por eso Traynor cree que los planes urbanísticos no le afectan.
—Pero esos derechos no pueden primar sobre las leyes actuales.
Crean se acercó aún más.
—Eso no importa. Traynor tiene al Concejo del condado y al ministro de Turismo y Patrimonio con él.
—¿Derek Ward?
Crean asintió.
Naturalmente. El ministro Ward es miembro del Congreso por el distrito electoral, y el partido al que pertenece tiene un largo historial de haber pisoteado las leyes medioambientales. De ahí es de donde viene todo el apoyo político de Traynor.
—Existe también el rumor —susurró Crean— de que el trato con las monjas garantiza a la orden una parte de las ganancias del hotel.
Sabía que las órdenes religiosas habían ido vendiendo sus propiedades por toda Irlanda en los últimos años, pero que se repartieran beneficios de hoteles era nuevo para mí.
—¿Son una orden católica?
Crean asintió.
—La abadía es una especie de casa de retiro. Ni siquiera sé cómo se llama su orden; a pesar de que están bastante cerca de Donore, nunca se han mezclado con la comunidad. Lo único que se sabe de ellas son rumores.
—¿Qué tipo de rumores?
—Bueno, ha habido mucho trajín de obreros entrando y saliendo de la abadía en los últimos tiempos. Todos extranjeros. No es que yo tenga nada contra ellos, pero uno se pregunta por qué no dan trabajo a los del pueblo. Mi padre cree que las monjas están ocultando algo.
Una camarera se acercó a preguntarnos si queríamos tomar postre —que aparentemente se servía en las mesas—. Yo pedí más agua y Crean un pastel de manzana con crema y una taza de café.