Salvo que… Sabía que era una idea absurda, pero había que sopesarla. A no ser que hubiéramos malinterpretado totalmente la edad de Mona, y ésta hubiera sido asesinada y posteriormente abandonada en el terreno, en época reciente. Eso significaría que había un asesino en serie suelto. Mis uñas se clavaron en los pulgares al apretar el volante con fuerza. No, eso no era posible. Estaba basándome en demasiadas improbabilidades.
Al final, ¿no sería lo más lógico que Traynor hubiera sido asesinado a causa de algún negocio frustrado? Quizá su última aventura hotelera había atraído la atención de una banda criminal y él no hubiera accedido a las peticiones de un reparto de beneficios.
¿Estarían las monjas —que habían consentido en compartir ganancias— enteradas de los movimientos realizados por Traynor? Valía la pena investigarlo. Puede que incluso tuvieran la última palabra en el asunto de Monashee. También sería interesante averiguar qué tipo de derechos adquiridos podían traspasar junto con el terreno, y si esto afectaba también a otras zonas del valle del Boyne.
Mi cabeza era un laberinto, topándose una y otra vez con callejones sin salida. Estaba segura de que a Malcolm Sherry —que en ese preciso momento estaría examinando al cadáver— le estaría sucediendo lo mismo, intentando encontrar una explicación de cómo ese cuerpo tendido sobre la mesa podía presentar las mismas heridas que me había mostrado a mí unas horas antes.
Necesitaba pensar en otra cosa. Busqué en la guantera y encontré un disco de Emmylou Harris,
En el Ryman.
Lo metí en el reproductor de CD y subí el volumen. La música
country
era mi vicio secreto, un amor inconfesable. No es que me avergonzara, lo que pasa es que estaba harta no sólo de que la gente se burlara de mí, sino de que me tratara como si tuviera alguna lacra social. «Entonces, ¿eres aficionada a la música
country,
no? No te preocupes, existe ayuda psicológica para eso».
Estaba llegando a casa, entonando
Cattle call
en mi registro más alto, cuando observé que el móvil estaba iluminado. Al abrirlo, vi que salía el nombre de Finian. Al mismo tiempo, los faros se encontraron con una gruesa manta de niebla. Disminuí la velocidad, apagué la música y sujeté el teléfono contra la oreja.
—¿Te encuentras bien, Illaun? Acabo de enterarme del asesinato por las noticias de la tele. Dicen que se ha encontrado muerto a un hombre cerca de Newgrange. ¿Sabes quién es?
—Sí —contesté cansinamente—. Un empresario llamado Frank Traynor. El mismo que iba a construir el hotel allí.
—¿Tú no lo has hecho, verdad?
—Finian, no bromees. He visto el cadáver y ha sido horrible. Y lo que es más raro… —estaba conduciendo con una mano mientras con la otra sujetaba el móvil, infringiendo todas las normas de tráfico. La niebla hacía cada vez más difícil la conducción—. Escucha, te llamó en cuanto llegue a casa, y mientras tanto, hay un tema al que puedes ir dándole vueltas: ¿qué tipo de derechos de propiedad puede tener una abadía o convento desde los tiempos de los normandos que puedan prevalecer por encima de las leyes urbanísticas actuales?
Apagué el teléfono, segura de haber dejado a Finian con motivos para mofarse sobre la manera en que el cerebro de las mujeres salta de una cosa a otra.
Llegué a Castleboyne envuelta en la niebla del río, de la que poco a poco surgía esa decoración navideña de las calles que, colgando de cables invisibles, parecía flotar.
Boo
estaba en la alfombra, tumbado de espaldas, como muerto, en una pose de dibujos animados: las patas delanteras dobladas y colgando en el aire, las traseras encogidas, su enorme tripa de lana de angora en plena exhibición. Me agaché para hacerle cosquillas en la barriga, reaccionó poniéndose de pie súbitamente y saliendo disparado con un indignado movimiento de cola. Los gatos siempre tan exigentes. Cuando crees que has comprendido su lenguaje, te dicen que existe otra meta a la que tienes que llegar y que, como sigas así, nunca podrás conseguir.
Quizá por eso, la mayoría de la gente prefiere a los perros —nunca te desairan—. Y en aquel preciso momento, lo que necesitaba era la compañía de
Horacio.
Pero él estaba en la zona de mi madre, y no podría soportar un nuevo interrogatorio sobre mi apetito.
Pensé que una ducha me vendría bien. Me dirigí al dormitorio y vi en el armario la nota arrugada que había encontrado debajo de la cama esa mañana. Desdoblé el papel y pude distinguir la letra de mi padre garabateada en él: «HABITACIÓN DE ILLAUN».
Algo tan sencillo, y a la vez tan difícil para él, en sus condiciones actuales, y a la larga imposible. Me senté en la cama y rompí a llorar.
Lloré por mi padre y por mi madre, quien no se merecía que su simpático, brillante y amable compañero de vida terminara habitando en el limbo de la enfermedad de Alzheimer. Lloré por Mona, tan cruelmente mutilada y despedazada, y me apené por un hombre a quien tenía todos los motivos para odiar pero que, a pesar de sus defectos, no se merecía un final tan sorprendentemente brutal.
Con las lágrimas todavía bañando mis mejillas, levanté la cara hacia la ducha y dejé que el agua se mezclara con ellas. Después de pasarme casi diez minutos bajo el agua caliente, me sentí mejor. Al salir oí el teléfono que sonaba en el vestíbulo; me dirigí sin prisa hacia él y levanté el auricular.
—¿Diga?
—¿Seguro que estás bien? —era Finian.
—Sí, es sólo que… —un último puchero me subió a la garganta desde lo más profundo y me dejó sin aliento—. Sí, estoy bien —entonces recordé que había quedado en llamarle.
—No estás bien en absoluto, Illaun. ¿Quieres que vaya para allá? ¿Salimos a tomar una copa?
—No, gracias. Sólo necesito relajarme un poco y después me iré a la cama temprano. Perdona por no haberte llamado al llegar. Me olvidé completamente.
—¿Y también te has olvidado de lo que me pediste que meditara?
—Eh…, totalmente. —¡Si al menos tu memoria fuese igual a tu imaginación!
—Frankalmoign.
—¿Cómo dices?
—Frankalmoign,
es el nombre que los normandos franceses utilizaban para denominar a los espíritus libres, o algo por el estilo.
—¿De qué estás hablando?
—Antiguos privilegios, monasterios, conventos, propiedades de la Iglesia… ¿recuerdas? ¡Por Dios, tu cabeza puede pasar del máximo al mínimo en un minuto!
Entonces me acordé de lo que Seamus Crean me había dicho sobre la abadía de Grange.
—¿Pero qué
es frankalmoign
?
—Es un término feudal. Significa que la propiedad y sus privilegios quedan vinculados a la Iglesia a cambio de algunos favores a su antiguo propietario, normalmente oraciones para él y su familia. ¿Tienes algún caso concreto en mente?
—Sí, la abadía de Grange, las monjas que vendieron Monashee a Frank Traynor. Es una especie de orden hospitalaria.
—¿Monjas católicas?
—Por lo que yo sé, sí. Llegaron con los normandos, según me ha apuntado mi fuente.
—Entonces han estado aquí desde el siglo XII. Será difícil saber cómo han sobrevivido desde entonces, teniendo en cuenta que habrán sufrido las presiones de los dos bandos.
—¿Dos bandos? ¿Qué quieres decir?
—Bueno, por lo que respecta al lado católico, no se puede soslayar el llamado
Periculoso.
Fue un decreto de derecho canónico emitido por el papa Bonifacio en 1298, imposibilitando a las mujeres religiosas vivir en algo que no fuera una clausura completa. Hasta el siglo XIX no se les permitió salir; por eso las órdenes religiosas que conocemos datan de esa época. Por otro lado, de clausura o no, tuvieron que afrontar la disolución de los monasterios bajo el mandato de Enrique VIII; después, la confiscación de sus propiedades de manos de Cromwell, y finalmente las leyes penales contra los católicos. A eso lo llamo yo una carrera de obstáculos.
—Bueno, obviamente éstas se las apañaron.
—Quizá sólo fue suerte.
—Lo dudo, Finian. Creo que fueron toleradas por alguna razón, desde el tiempo de los normandos hasta ahora.
—Hum… Quizá el hecho de que las monjas fueran de origen inglés las protegió hasta que con la Reforma empezaron a expulsarlas. Incluso, aunque fueran católicas, al menos no eran unas irlandesas rebeldes e insurrectas. Por cierto, ¿cómo se llama la orden?
—No lo sé… —tapé el auricular con la mano y bostecé—. Material para ti. ¿Tiene todavía el
frankalmoign
validez legal?
—Hum…, no estoy seguro. Según lo que he estado leyendo, desapareció de la ley inglesa en 1925. Pero supongo que aquí se convirtió en un concepto irrelevante mucho antes.
—¿Y eso por qué?
—Porque prácticamente todas las propiedades de la Iglesia católica fueron confiscadas a mediados del siglo XVIII, y la aristocracia protestante no solía favorecer a monasterios, ni nada por el estilo. Eso no significa que el
frankalmoign
no pueda resurgir en litigios de propiedad de vez en cuando, como puede ser el caso. Pero fuera de la propiedad en sí misma, imagino que la abadía de Grange difícilmente puede vender cualquier derecho o privilegio que posea a cambio de los servicios prestados.
—Es fascinante, Finian. Pero me temo que tenemos que dejar aquí nuestra charla. Estoy rendida —una oleada de cansancio me invadió.
Nos dimos las buenas noches y me tambaleé hasta el dormitorio. Al apagar la luz para dormir, dediqué mis últimos pensamientos al tipo de servicios que las monjas de la abadía de Grange pudieron haber prestado para ser recompensadas con ochocientos años de posesión ininterrumpida. ¿Oraciones a los muertos? Parecía un precio demasiado bajo.
En la oscuridad no había nada que ver, sólo una sensación: algo me estaba pinchando a un lado del estómago; dos patas inestables me amasaban a su vez. Y un ruido: un ronroneo.
—Ah, maldita sea,
Boo,
lárgate, ¿quieres? —sollocé.
Se había escondido en algún lugar de la habitación antes de que me fuera a la cama y ahora tendría inevitablemente que levantarme para sacarlo. Puede que por una vez, a lo mejor, se quedara quieto…, me adormecí de nuevo.
Poco tiempo después —una hora o dos, es difícil de saber— me volví a despertar. Escuché atentamente por si oía el sonido del ronroneo, esperando el suave aguijón de sus patas, su débil maullido, incluso el golpe seco al abalanzarse, todo lo largo que era, contra la puerta del dormitorio. Nada.
Boo
estaba dormido. ¿Qué me había despertado?
Horacio
estaba ladrando. Y supe que no era la primera vez. Si continuaba así tendría que salir de la cama y darle un grito; pero estaba tan cansada que esperé a que se calmara solo.
El perro volvió a ladrar, su sonido perforaba mi cabeza como si fuera metralla. «Maldita sea», susurré, y rodé fuera de las sábanas. Fui por el vestíbulo hasta el trastero, donde me calcé un par de brillantes chanclos de goma del jardín y me enfundé en una vieja pelliza que estaba allí colgada. Podía oír a
Horacio
respirando en la puerta de la zona de mi madre. Cuando le dejé entrar, ni siquiera me saludó, simplemente se dirigió a la puerta del patio y esperó a que le abriera con el cuerpo rígido y expectante. Al menos sabía que no había un intruso dentro de la casa.
—¿Hay algo ahí fuera, chico? —le susurré, tratando de convencerme a mí misma de que sería un zorro o un conejo.
No dejaba de arañar la puerta del patio con insistencia, pero me daba miedo abrirla y no podía ver nada a través del cristal helado. La otra posibilidad era ir hasta el salón, descorrer las cortinas de las puertas de cristal y abrirle al patio por ahí, pero eso me haría sentir todavía más vulnerable.
Horacio
estaba ahora gimoteando, rascando la puerta con sus patas.
La puerta se hallaba cerrada con cerrojo y tenía una cadena colgando del quicio. Enganché la cadena y quité el cerrojo. Cogiendo aire, giré la llave en la cerradura con la idea de abrir lo justo para echar un vistazo, pero esto hizo que el perro se pusiera todavía más frenético. De pronto, empujó la puerta y salió disparado por el hueco gruñendo a la oscuridad.
Sujeta por la cadena, la puerta se cerró de golpe por el impulso. Pegué mi oreja contra ella esperando oír los gruñidos y chillidos de la presa atrapada por
Horacio.
Pero no hubo ningún ruido.
Encendí la luz del patio desde dentro y abrí la puerta lo que la cadena permitía. Una densa niebla oscurecía el jardín y la luz penetraba sólo hasta unos pocos metros del patio adoquinado. Justo en el límite de mi visión, pude divisar a
Horacio
agazapado en las baldosas de terracota. Miraba adelante mientras reptaba hacia atrás, la cabeza ladeada hacia arriba, las orejas pegadas contra la cabeza, enseñando los dientes y con el pelo del cuello erizado. Pero en lugar de gruñir o refunfuñar, jadeaba de modo extraño. ¿Estaría herido?
Por encima de él había una figura con una túnica de color blanco sucio o algo parecido a un guardapolvo, retrocediendo lentamente en la niebla. Parpadeé para quitarme el sueño. No pude distinguir su cara, llevaba un velo.
La figura desapareció.
Horacio
se volvió en retirada, moviendo la cola silenciosamente. No había sido él quien había jadeado.
Metí al perro, cerré de un portazo y volví a poner el cerrojo mientras que la adrenalina tardía aceleraba los latidos de mi corazón. Todavía con el hombro apretado contra la puerta, intenté recapacitar sobre lo que había visto. La aparición de la niebla llevaba un sombrero con un velo colgando por delante. Un mono blanco. Sombrero blanco y velo.
Mi visitante nocturno parecía llevar puesto un traje de apicultor. Un apicultor en pleno invierno.
Era sábado por la mañana. Lo sabía porque podía oír a mi madre preparando el desayuno en la cocina; era la única mañana de la semana en que comíamos juntas. Los acontecimientos del día anterior empezaron a pasar por mi cabeza como un viejo informativo, culminando con la escena del aparecido en la niebla. Me senté, todavía con la resaca del
shock.
¿Cómo pude ser capaz de dormirme después de aquello? Ni siquiera me molesté en llamar a la policía, y eso que yo era la primera en meterme con los estúpidos personajes de las películas de suspense cuando rechazaban tomar las mínimas precauciones. Supuse que mi agotado cerebro había simplemente desenchufado para recargarse durante la noche.