—Illaun, ¿estás despierta? Son las diez en punto.
—Mmm… Me estoy levantando —me deslicé bajo el edredón, me envolví en él y traté de coger el vuelo de las diez de vuelta al país de los sueños.
—Illaun —me desperté otra vez, con los nervios de punta. Esa voz podía atravesar kilómetros de grueso plomo—. El desayuno está listo, levántate.
—Ya voy, ya voy. «Por favor no vuelvas a decir mi nombre».
Al levantarme me di de frente contra un par de enormes ojos amarillos como rodajas de limón.
Boo
se había subido a mi almohada mirándome fijamente.
—Hola,
Boo Radley.
¿Has dormido bien?
El gato parpadeó y yo le devolví el gesto. Los entendidos de gatos suelen hacer eso. Algunas veces tengo la sensación de que éstos simplemente se limitan a tolerar nuestro comportamiento.
Boo
vino conmigo a la cocina, pero se escabulló por la gatera al pasar junto a la puerta del patio. Me paré, quité el cerrojo y me asomé. La niebla había aclarado. Las baldosas del patio estaban grasientas, los combados arbustos y los tallos de las flores goteaban; todos los árboles estaban pelados, salvo una única palmera Cordyline. Me quité las zapatillas y me calcé los chanclos rojos. Algunas hojas tardías resbalaron bajo mis pies mientras me acercaba hasta donde la figura apareció. No vi huellas en las baldosas mojadas. Alrededor del patio y de los parterres de plantas había un camino de gravilla —no esperaba encontrar huellas en él, pero todo el que entrara al jardín desde la puerta principal tenía que atravesar una franja de hierba.
Me dirigí hasta el fondo del patio y examiné el tramo de césped que crecía desde el borde de la grava hacia abajo, por todo el lateral de la casa, hasta los adoquines de la acera. La hierba estaba húmeda, y la tierra de debajo encharcada; parecía un poco resbaladiza. Pude distinguir bastantes huellas, que se habían llevado briznas y tierra pegada a la suela. No era fácil saber si las huellas eran de entrada o salida, excepto porque se dirigían directamente hacia mi coche, aparcado en el camino de entrada.
Ajustándome la bata contra el frío, bajé la ladera sin gran dificultad gracias a las suelas de mis chanclos. Desde lo más alto del césped, pude ver los destrozos. La ventanilla del asiento del acompañante de mi Jazz estaba destrozada. Había algunos cristales en el suelo y los restantes esparcidos por los asientos. La radio y el reproductor de CD estaban intactos, no había cables sueltos y la guantera estaba cerrada. No se habían llevado nada y, por lo que pude ver, no había más daños. Comprobé el Ford Ka rojo de mi madre, que estaba aparcado a la vuelta de la esquina, frente a la puerta principal. Las ventanas estaban intactas y las puertas cerradas.
Llamé a la comisaría de policía de Castleboyne desde el teléfono del vestíbulo e informé del incidente. El oficial de guardia me contó que una pandilla de chicos borrachos había roto algunos coches en las afueras de la ciudad, y que el mío debió de ser probablemente otro de los afectados. Según él, mi visitante fantasma era muy humano, y seguramente la sudadera que llevara me habría parecido otra cosa por culpa de la niebla.
Mi madre estaba sentada en la mesa de la cocina, con el periódico abierto al lado de su desayuno.
—¿Qué estabas haciendo en el jardín, cariño? —me preguntó mirando por encima de sus gafas, mientras llenaba con una tetera verde mi taza.
Podría jurar que el día antes había estado en Snips: su melena castaña tirando a gris lucía una de esas permanentes que todas las peluquerías se empeñan en poner a las mujeres mayores de sesenta.
—Alguien ha entrado esta noche en mi coche.
Puso la tetera sobre la mesa y se estiró la blusa rosa que llevaba bajo la chaqueta azul oscuro con lentejuelas rojas.
—Dios nos guarde, Illaun. ¿Qué buscaban?
—Supongo que lo de siempre, una radio, el reproductor de CD. Pero no se han llevado nada.
Horacio
los oyó y me despertó justo a tiempo.
Ella sonrió.
—Paddy siempre dijo que era un buen vigilante —entonces su semblante pareció entristecerse—. No se te ocurriría ir detrás de ellos, ¿verdad?
—No, sólo los oí salir corriendo —mentí—. No pensé que hubieran roto nada hasta que lo he visto esta mañana.
—¿Has llamado a la policía?
—Sí. Me han dicho que hubo varios robos en coches ayer por la noche. La gente, en estas fechas, suele dejar regalos en el asiento de atrás.
—Bueno, gracias a Dios que no te han quitado nada de valor. Ahora, lo mejor será que te olvides y tomes algo de desayuno. Tengo un pan buenísimo para ti y un salami de Yore.
Mi madre vivió un año en Alemania y en Austria en la época de los cincuenta, después de su graduación. Fuera cual fuese la pequeña porción de alemán que aprendió, la experiencia pasó a los hábitos de desayuno con los que nos crió: pepinillos, salchichas, queso y pan de centeno siempre formaban parte del desayuno, incluso en las épocas en que algunos de estos artículos había que ir a comprarlos —normalmente iba mi padre los fines de semana— a un
delicatessen
de Dublín llamado Magill. Excepcionalmente, como banquete, compraba
bratwurst,
que freíamos con huevos o comíamos frío con ensalada de patatas. Y siempre teníamos la mermelada de manzanas verdes, condimentada con clavo, de mi madre. Eso era todo lo que necesitaba por ahora; pero, para demostrarle mi agradecimiento, me unté un poco de mayonesa Hellmans
light
en una tostada, puse encima una rodaja de salami y empecé a masticarla.
—¿Puedes creer lo que dice este artículo…? —declaró en un tono indignado, y citó—: «La Navidad es una fiesta pagana sobre la que la Iglesia nos mantiene en tinieblas». —Bajó el periódico y me miró ferozmente por encima de las gafas—. Es absurdo. Lo aprendimos en la catequesis del colegio hace cincuenta años. Todavía puedo recordar las palabras exactas: «¿Por qué se ha elegido el 25 de diciembre como festivo?» Contestación: «Para contrarrestar y destruir la influencia de la fiesta pagana del sol no conquistado, el periodo del solsticio de invierno». Eso es ser abierto y honesto, ¿no es verdad?
Murmuré mi conformidad y continué comiendo. Mi madre se fijaba mucho en esas cosas. Y no cabía duda de que las raíces paganas de las festividades cristianas estaban siendo alegremente refundidas por los medios de comunicación en Halloween y Navidad, pero no tenía ganas de discutírselo.
Y entonces me acordé de lo que decía la felicitación encontrada bajo el cuerpo de Traynor. «La Paz de la Tierra, el Aire y el Agua sean contigo, y hagan que el Sol reaparecido te conceda todos tus deseos del solsticio de invierno». Tenía más que ver con el solsticio de invierno que con el día de Navidad; se inspiraba más en Newgrange que en Belén.
Mi madre había vuelto a su artículo, leyendo de tanto en tanto algunas frases en voz alta y murmurando oscuros comentarios sobre la labor subterránea de los medios para minar el catolicismo en Irlanda. Mientras la escuchaba a medias me preguntaba si habría algún otro significado religioso en la elección de los dos irónicos mensajes de la tarjeta.
«Así son castigados los Concupiscentes». Ambas tenían un extraño tinte religioso, pero la diferencia no podía ser más significativa —uno era un insulso tópico de la Nueva Era, la otra una sentencia heredada de la Inquisición. ¿Y por qué
Concupiscenti
estaba escrito con C mayúscula? ¿Era un error mecanográfico o un nombre propio? Si no era un error, entonces los
Concupiscenti
tendrían que ser una asociación reconocida, o incluso una organización.
—¿Decía tu catecismo algo sobre la concupiscencia? Y antes de que me preguntes por qué lo quiero saber, te advierto que no te lo voy a decir.
—Te aseguro que prefiero no saberlo. Y de todas formas no está en el catecismo católico. Pero sí lo recuerdo de las clases de doctrina cristiana. Existen dos clases distintas, según creo, la concupiscencia de los ojos y la concupiscencia de la carne. La primera se refiere al deseo desmedido de acumular posesiones materiales.
¿No era ésa una definición de los delitos de Traynor?
—¿Y la otra?
—La concupiscencia de la carne es cuando el placer físico se convierte en el único fin de la vida.
—Hum…
—Si su crimen hubiera sido flirtear, había pagado un precio muy alto.
—Ambos son pecados, por supuesto. Aunque mucha gente, hoy en día, no crea en ellos —mi madre suspiró, se quitó las gafas, que se quedaron colgadas de la cadena sobre su pecho, y apartó el periódico—. Cambiando de tema, anoche hablé con Greta como me sugeriste, sobre la tienda de Eoín.
—Ah, sí, ¿y qué te dijo? —di un sorbo al té, que estaba a la temperatura perfecta: demasiado caliente para tragarlo pero perfecto para saborearlo.
—Dijo que le iba a encantar. Y por cierto, se han ido a Boston esta mañana temprano para visitar a la familia de Greta durante unos días. Y después vendrán aquí.
—Mmm… hum… —Había captado el mensaje: «Llama a tu hermano para aclarar el otro tema».
La idea de llamar a Richard no me apetecía lo más mínimo, por lo que dejé que mi mente divagara. ¿Qué o quién había estado en el patio? ¿Era la misma presencia que me acechaba desde la entrada de la vieja morgue? ¿Por qué se vestiría alguien así? Quizá la niebla había confundido mi visión. Pero ¿qué sentido tenía romper el cristal del coche y no llevarse nada? ¿Intimidación quizá? Y recordé la advertencia de Sherry.
—… el teléfono, anoche… —mi madre había vuelto a la conversación de la noche anterior.
Entonces una alarma se encendió en mi cabeza.
—¡Mierda, el móvil! Perdóname.
Me levanté de la mesa y corrí al dormitorio. Al cuarto de baño. De vuelta al vestíbulo. Recordé que Finian me había llamado al fijo. Salí a mirar otra vez el coche. El móvil no estaba en el asiento, donde recordé haberlo dejado. Miré por el suelo por si se hubiera caído, pero ya sabía que no estaría allí.
Era una locura, pero en el fondo me sentía aliviada. El robo hacía más fácil creer que era una víctima más de las «compras» navideñas de una banda.
Peggy no trabajaba los fines de semana, por lo que preferí sentarme en su ordenado escritorio mejor que en el mío, atiborrado de informes encuadernados: el del Concejo del condado, documentos de la ANC (Autoridad Nacional de Carreteras), fotos digitales y de Polaroid, correos electrónicos, impresos e información bajada de Internet. Mi mesa desconocía el significado de una «oficina sin papeles».
Primero marqué el número de mi móvil robado para ver si el ladrón se avenía a devolvérmelo a cambio de una módica cantidad. Tras varios tonos saltó el buzón de voz, lo que significaba que no lo habían encendido y que además quienquiera que lo tuviera no estaba dispuesto a negociar. A continuación, llamé al servicio de telefonía para inhabilitarlo. Y por último al taller del pueblo, donde me dijeron que tenían que encargar el cristal y que no estaría listo hasta el lunes, como muy pronto.
Después revisé mis
e-mails
y descubrí uno que me había mandado la noche anterior Keelan O’Rourke, con el inventario de lo que él y Gayle habían encontrado en el sarcófago de turba. No había sorpresas, ni joyería ni abalorios ni trozos de tela, nada aparte de la cinta de cuero, pero puede que el molde nos diera más pistas en unos días. Remití el correo a Ivers a su oficina del EZP, incluyendo un resumen de lo que sabía sobre Mona, y recomendándole que continuaran investigando sobre las circunstancias de su muerte dado que, a mi entender, ella era la primera víctima de un ritual de ejecución descubierta en un pantano irlandés. Y, por si Ivers no se había enterado, le añadí una posdata informándole del asesinato de Traynor. Seguramente no lo leería hasta el lunes, pero al margen de si el requerimiento se levantara o no, supuse que ninguna de las partes se acercaría a Monashee durante el fin de semana —irónicamente, éste era ahora el escenario de un crimen.
Luego llamé a la granja de Brookfield y cogí a Finian en mitad de su tardío desayuno.
—Te llamo luego —le propuse.
—No, ven para acá. Quiero enseñarte algo. Creo que te interesará.
—Estaré ahí en una hora aproximadamente; tengo algunas cosas que hacer —colgué el teléfono e hice una llamada a larga distancia. Era el momento que había estado retrasando con la excusa de la diferencia horaria. Creía que sería muy temprano para llamar a mi hermano —debían de ser las siete de la mañana en Chicago—, pero conociéndolos a Greta y a él seguramente habrían reservado el primer vuelo desde el aeropuerto de O’Hare para Boston y seguro que ya estaban despiertos en el apartamento.
Richard es un pediatra especializado en bebés prematuros; cuanto más prematuros, mayor es el reto y la satisfacción obtenida por lograr sacarlos adelante. Últimamente me había sorprendido su manera de enfrentarse al caso de mi padre, con la diferencia de que el reto aquí consistía en detener la regresión de un adulto a la infancia.
Me cogió el teléfono Greta y, tras intercambiar algunas palabras, me pasó a mi hermano.
—Hola, hermana mayor. ¿Qué se te ofrece a esta hora de la mañana?
—Mamá me ha contado que quieres que papá pase el día de Navidad con nosotros. El problema es…
—Sólo por unas horas. No puedo imaginarme unas Navidades sin él y estoy seguro de que tú tampoco.
«Deja de manipularme».
—Eso no es posible, Richard.
—Pues claro que sí. No está muerto, Illaun.
Intenté no decir algo de lo que pudiera arrepentirme después.
—Sé que es difícil de aceptar, pero su estado ha empeorado hasta tal punto que… ya no está con nosotros.
—¿Quieres decir mentalmente?
—Y físicamente también.
—¿Insinúas que está doblemente impedido? Seguro que podemos arreglárnoslas por un día. Nos limpió el culo cuando éramos pequeños, y cuando me llevaba al cuarto de baño era él quien me ponía a hacer pis. Creo que podré hacer lo mismo por él.
Estaba resultando más difícil de lo que había imaginado. Era tan egoísta por parte de Richard querer traer a papá a casa en Navidad. Sólo le importaba llevarse una imagen perfecta de ese día —villancicos en la radio, todo el mundo abriendo los regalos alrededor del árbol, su hijo sentado en las rodillas del abuelo, la abuela en la cocina asando el pavo.
—No es eso en absoluto. Es sólo que… —por alguna razón recordé el cuerpo descalcificado de Mona— no será a papá a quien tendrás en Navidad, sino a un extraño metido dentro de su ropa y pareciéndose lejanamente a él.