Villancico por los muertos (29 page)

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Authors: Patrick Dunne

Tags: #Intriga

BOOK: Villancico por los muertos
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Le seguí el juego.

—No te preocupes. Espera a oír cuál es el menú.

—Déjame adivinar. Como entrantes, una selección de ostras, foie y caviar.

—Casi —ironicé—. ¿Cómo te gustaría que te las prepararan, frescas o a la plancha?

Finian se rió.

—Y habrá con jamón y con queso, imagino…

—Tenemos pollo —murmuró Doran, surgiendo por arte de magia de algún lugar de detrás de la barra.

—Justo lo que me apetecía —exclamó Finian, no sabría decir si bromeando—. Si no le importa lo tomaré a la plancha. Y de beber quiero una jarra de Guinness. ¿Y tú, Illaun?

No me apetecía nada comer.

—Anímate, te hará bien —Finian estaba decidido a ponerme en mi estado normal.

—De acuerdo, una tostada de queso, por favor. Y un té.

Doran desapareció.

Le pedí a Finian que me dejara su móvil, explicándole que Gallagher me llamaría en cualquier momento. Me pasó el teléfono y se quitó el abrigo del que sacó un delgado paquete envuelto en papel de regalo.

—Éste es una especie de obsequio prenavideño —declaró—. Creo que te gustará.

Me puse colorada.

—¿Y eso? Muchas gracias. ¿Puedo abrirlo ahora?

—Claro, por eso he dicho que era prenavideño. Tienes mi permiso.

En ese momento, con el sol resplandeciendo en los cristales, la quietud del campo que nos rodeaba y Finian a mi lado, me sentí, por fin, muy lejos del terrorífico lugar en que mi mente había estado sumida durante la última hora.

—Gracias otra vez —le respondí besándole en la mejilla.

—Todavía no lo has abierto —indicó.

Lo dejé sobre mi regazo.

—No hace falta —afirmé.

Sabía que tenía los ojos brillantes, pero no me importó, estaba feliz.

Doran llegó al reservado con nuestra comida y las bebidas en una bandeja. El momento se había roto, pero lo conservaría para mí.

Finian dio las gracias al dueño por servirnos las cosas.

—¿Cómo se llama usted?

—Mick.

Finian nos presentó a los dos. Doran gruñó y se marchó.

—Todo un personaje —comentó Finian. Y señaló el paquete de mi regazo—. ¡Por amor de Dios, ábrelo ya!

Deshice el envoltorio dorado. Era un artículo de periódico del
Meath Chronicle
enmarcado en negro y con cristal, con fecha de diciembre de 1898.

«NAVIDAD EN LA ESCUELA MASCULINA DE INDUSTRIALES, DE CASTLEBOYNE.

»Una vez más, cuando la alegría y los buenos sentimientos prevalecen por todo el mundo, los residentes de la mencionada institución hicieron gala de todas las cualidades asociadas a esta festiva época de Navidad. En la cena se sirvió rosbif y pastel de ciruelas para todo el mundo, tanto ricos como pobres participaron juntos de ese momento. Después de cenar, el director repartió manzanas y naranjas a los chicos.

»Posteriormente se obsequió a los chicos con un recital a cargo de los miembros de la Sociedad Amateur Musical de Castleboyne. La obertura de cuerda fue espléndidamente interpretada por la señorita M. Maguire, P. Hunt, W. Dalton, J. Olohan, J. Nugent, T. Butler y V. Kitts».

Continué leyendo la columna que nombraba las distintas composiciones que se interpretaron y cantaron; incluyendo
Kitty of Coleraine
y
Las orillas del Nilo,
estas últimas acompañadas de música de gaitas ejecutada por los propios miembros de la compañía, y también hubo bromas y adivinanzas muy aplaudidas por los muchachos. La canción final, entonada por todo el coro, fue
Deja que Erin recuerde los días del pasado,
y continuaba:

«Una propina fue exigida, y el señor Hunt, acompañado de la señorita Maguire, se superó a sí mismo en su versión de
Mona,
que fue la canción de la noche. Pudo apreciarse también que bajo la tutela del maestro de Castleboyne, la señorita Maguire ha conseguido alcanzar una calidad poco habitual en una amateur.

»Así fue la velada de Navidad pasada en la Escuela de Industriales de Castleboyne, y como hayan sido así de satisfactorias en los demás sitios, las fiestas habrán transcurrido felizmente por todo el mundo».

«Mona». Sonreí a Finian.

—Localizaste el nombre de la canción, supongo.

Asintió.

Descubrí ese fragmento el viernes, por lo que tenía todavía el nombre de la noche anterior fresco en la cabeza. Pensé que sería mejor enmarcarlo.

—Es una extraña coincidencia —remarqué—. Tendré que buscar algún día la canción y aprenderla.

—También es curioso que no sólo estuviera la señorita Maguire de Celbridge, sino que también tu tatarabuelo, si es que se trataba de él, fuera su maestro —Finian estaba insinuando que había un paralelismo entre ellos y nosotros.

—Tengo que preguntar a mi madre sobre ellos.

Terminamos de comer y nos quedamos en silencio mientras veíamos por la ventana cómo el sol se escondía tras las ramas de un espino negro. Entonces oímos la puerta del bar que se abría, y un hombre que supuse sería Jack Crean entró.

Tenía la misma presencia que su hijo y una complexión igual de rojiza, aunque la suya de un matiz más amoratado. Llevaba una visera y una chaqueta deportiva varias tallas más pequeñas, en las que parecía embutido.

Atravesé el bar y me presenté.

—Hola, señora —contestó Jack alargándome una mano de dedos inmensos.

—Y éste es un amigo mío —conseguí articular mientras me zarandeaba la mano—, Finian Shaw.

Finian lo saludó. Jack me soltó la mano en un movimiento ascendente y pareció que ésta volaba como una mariposa.

Doran surgió detrás del mostrador desde donde estuviera.

—Buenas, Jack. ¿Un
Jamy
con roja?

Jack hizo un ligero gesto con la cabeza y Doran le sirvió un vaso de Jameson, añadiendo un chorro de limonada roja de una garrafa de plástico.

—Esta noche va a caer una buena helada —opinó Jack mientras dejaba un billete sobre el mostrador. Dio un sorbo a su bebida, recogió el cambio y me acompañó hasta el reservado—. Me imagino que ha oído ya que han encontrado muerto al sargento —me dijo mientras nos sentábamos.

—Sí. Ha sido todo un
shock
enterarme por la radio.

—O’Hagan no era muy apreciado por la gente de aquí, pero nadie le hubiera deseado eso.

—¿Sabe Seamus que está muerto?

—Sí. Ha tenido suerte de que su asma empeorara el domingo y estuviera en cama desde entonces, así la policía no tiene ningún pretexto para arrestarle esta vez.

—Es un viento malo, como se suele decir. Dígale a Seamus que he preguntado por él.

—Lo haré, señora. Mañana tiene que ir al hospital para hacerse unas pruebas, tal vez así consigan que mejore para Navidad.

Miré a Finian. «Es el momento de que intervengas».

Finian rebuscó en uno de los bolsillos de su abrigo y extrajo una grabadora no más grande que un teléfono móvil.

—Su hijo le contó a Illaun que Monashee está hechizado.

—Sí, el Pantano de los Fantasmas, es como siempre lo hemos llamado.

—¿Le importa si grabo nuestra conversación?

—No hay problema.

Finian encendió la grabadora mientras yo ponía su móvil en el modo silencio, y comprobaba que no había recibido ninguna llamada de Gallagher.

—¿Es cierto que esta época del año es la más propicia para las apariciones de fantasmas? —comenzó Finian.

Jack dio un sorbo y lo saboreó durante unos segundos.

—En Navidad, sí. Es porque a las almas del limbo se les permite visitar a los vivos, por eso es una época de apariciones, sobre todo de los trasgos.

—¿Trasgos?

—Son una especie de espíritus que se pueden ver flotando sobre los pantanos y las ciénagas, normalmente cuando hay penumbra, es decir, al alba o al atardecer. Si es un día de niebla pueden parecer como luces brillantes dentro de la bruma. Hay que mantener los ojos cerrados, porque esas luces pueden atraerte hasta el prado y desde ahí hundirte en el río.

—¿Y es en Monashee donde se ven?

Jack asintió.

—O puede que se les oiga cantar. Un canto alto y fúnebre, como de un soprano infantil.

—¿Los ha oído alguna vez?

—Sí. Una noche que me quedé jugando al póquer y volví a Donore de madrugada, aunque el padre de Mick —dijo señalando a la barra— todavía continuaba sirviendo copas. Estaba lloviendo y me quedaba un buen trecho por andar, por lo que decidí meterme en el pub y dormir en un rincón para salir por la mañana temprano. Cuando atravesaba Monashee lo oí. Puedo asegurarle que se me pusieron los pelos de punta.

—¿Qué hizo entonces?

—Aceleré el paso, mirando hacia delante y recitando la oración que nos enseñaron cuando éramos pequeños: «No permitas que vea u oiga al diablo mientras paso, y si lo hago, por favor, Señor, no me dejes contárselo a nadie».

Finian me miró como diciéndome que estaba sacando buen material de ahí.

—¿Y qué es lo que temía ver?

Jack tragó el resto del whisky.

—Se decía que, si los veías de cerca, los trasgos tenían la cara de un bebé llorando.

La parte de atrás de mi cuello me empezó a picar.

—¿Llorando? —repitió Finian.

—Sí. Están tristes porque la Navidad les recuerda que el regalo que más quieren, que es la vida eterna junto a Dios en el cielo, nunca podrán alcanzarlo porque están en el limbo.

—¿Y por qué están en el limbo?

—Son las almas de los niños sin bautizar.

—¿Pero por qué habitan en Monashee?

—No lo sé —contestó Jack—. Sólo sé que está hechizado.

Finian apagó la grabadora, y los tres nos quedamos durante unos segundos en silencio. Entonces Jack preguntó si queríamos beber algo más, pero Finian insistió en que él pagaba la ronda y fue a pedir al mostrador. Eso me dio la oportunidad de preguntar a Jack cómo estaban las relaciones entre la gente del pueblo y la comunidad de la abadía de Grange.

—Inexistentes —enfatizó—. Nunca hubo mucho contacto. Y todavía menos desde que la hermana Campion fue nombrada abadesa, a pesar de ser la primera mujer de la zona en lograr semejante cargo. Incluso conseguir que éstas ofrezcan trabajo es un suceso infrecuente. Hasta donde yo sé, las únicas personas que contrataron el año pasado fueron una cuadrilla de obreros, todos extranjeros.

—¿Por qué extranjeros?

—Mano de obra barata, supongo. Y pronto comprobará que también será gente como usted quien les contrate para excavar las cuevas —dijo refunfuñando.

—¿Las cuevas? ¿Qué quiere decir?

Apuntó el pulgar en dirección a Newgrange.

—Así es como llamamos a los túmulos aquí. Porque el antiguo nombre de Newgrange era la Cueva del Sol.

Una carcajada que venía de la barra nos distrajo un momento. Finian había dicho algo que el dueño encontró divertido, algo poco usual, no me cabía duda. Cuando volvió con las bebidas, me excusé un momento y me fui al cuarto de baño, donde comprobé si Gallagher había llamado. No tenía llamadas perdidas ni mensajes de texto, y tampoco el teléfono público había sonado en todo el tiempo que llevaba allí.

Mientras me arreglaba el pelo en el espejo, me di cuenta de que hacía menos de veinticuatro horas desde que había oído el
Villancico de Coventry
que me había impresionado tanto. De nuevo el tema de los niños difuntos había surgido. Era como si sus almas efectivamente estuvieran tratando de contactar con los vivos.

Cuando regresé al bar, un puñado de clientes había aparecido. Una mujer de pelo oscuro con la cara pálida, que deduje sería la hija de Mick Doran, estaba atendiendo; Finian había vuelto a la barra y conversaba animadamente con el padre.

Jack me recibió con una sonrisa que mostraba todas sus mellas; sus de por sí sonrojadas mejillas estaban encendidas. Había otra ronda de su bebida favorita esperando en la mesa, y sospeché que Finian estaba empleándose a fondo.

Volví a la conversación que teníamos.

—Esa gente contratada para trabajar en la abadía, ¿qué estaban haciendo?

—Trabajos de pico y pala, por lo que tengo entendido. Nada especial.

—Entonces tiene que haber otra razón por la que las monjas no quieran contratar a gente de la localidad.

—Quizá tengan algo que esconder, algo que no quieran que se sepa por aquí. A causa de lo que sucedió hace algunos años.

¿Era posible que supiera algo sobre el informe que Jocelyn Carew me mencionó?

—¿Algo relacionado con vertidos ilegales?

Jack terminó un vaso y dio un sorbo al otro antes de contestar.

—Exactamente, señora. Hace aproximadamente dos años aparecieron unos desechos médicos vertidos cerca de Duleek, que no está muy lejos de aquí, como sabrá. El contratista fue localizado y llevado a juicio. Los había ido recolectando de varios hospitales y soltándolos ilegalmente: jeringuillas usadas, preparados de sangre, batas de quirófano sucias… ya se puede imaginar. Eso ya estaba mal, pero es que también se encontraron algunos tarros con órganos y partes del cuerpo, todos de bebés. Había incluso un feto entero. Horrible. Cuando llegó al juzgado, el contratista que había vertido la basura no supo explicar lo de los tarros, y ninguno de los hospitales los reconoció como suyos. Pero un compadre que trabaja en el Concejo del condado, en el departamento de sanidad, me contó que a pesar de que durante el juicio sólo las instituciones médicas que habían contratado al hombre se personaron, éste también había estado recolectando desperdicios domésticos de otros lugares como colegios y conventos, incluyendo la abadía de Grange.

—¿Y por qué cree que puedan tener los tarros alguna relación con la abadía?

—¿No dirigieron las monjas una maternidad en su día?

Seguían oyéndose risas desde la barra mientras Finian y Mick Doran se contaban chistes. Me pregunté qué botón habría pulsado Finian para conseguir que el dueño estuviera de tan buen humor, aunque tenía la sospecha de que el hombre tenía un sentido del humor digno de un sepulturero.

En ese momento Jack dijo que tenía que hablar con alguien que acababa de entrar en el pub y que volvería enseguida. Eso me dio la oportunidad de reflexionar sobre lo que acababa de escuchar. Me pareció reconocer la causa que había motivado la creencia de las apariciones infantiles: Monashee era un cementerio de niños.

Hubo un periodo en que los niños nacidos muertos o que morían antes de ser bautizados eran enterrados aislados, en cementerios sin consagrar llamados
cillíní.
Ocasionalmente también, las mujeres que morían al dar a luz eran sepultadas allí. Desde los primeros tiempos de la Edad Media hasta 1960, los niños sin bautizar no podían tener un funeral cristiano. El lugar elegido como
cillín
para albergar estas tumbas anónimas solía ser un terreno marginal y perdido, cerca de la orilla del mar o en una zona de pantanos.

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