—¿Vas a entrar a tomar una copa? —demandó impaciente.
—Iré en cuanto esté lista. Métete dentro un minuto.
Ward murmuró algo para sus adentros, abrió la puerta trasera y se dejó caer en el asiento.
Muriel se quitó las gafas de sol y le miró a través del retrovisor.
—Parece que el mensaje de texto me fue enviado por el asesino de Frank Traynor —soltó inexpresiva.
—Oh, vamos, Muriel. Sabes que si no fue esta mujer, fue cualquier otro lunático colgado; ya lo hemos hablado.
—Ministro, creo que Muriel debería acudir a la policía cuanto antes —manifesté con decisión.
—¿Por qué debería hacerlo?
—Para contarles que Traynor la estaba chantajeando —me volví para mirarlo un segundo—, de la misma manera que lo ha estado haciendo con usted.
Ward se incorporó y se agarró al respaldo de mi asiento.
—Ésa es una peligrosa afirmación. No tengo por qué escuchar esta mierda.
Muriel cambió de posición para poder mirarle a la cara.
—Derek, Frank Traynor me vino a decir más o menos que te tenía en su bolsillo.
—Eso es una mentira.
—Bueno, tenía algunos motivos para controlarte.
—Por amor de Dios, Muriel, cállate ya —Ward se estaba poniendo incandescente.
No tenía intención de confesar nada mientras yo estuviera delante.
—Calma, calma. Ya lo discutirán cuando me haya ido. Sólo opino que la policía debería saber que Traynor fue posiblemente asesinado por alguien a quien estaba extorsionando, y eso debería decírselo una fuente con credibilidad.
Salí del coche, asomé la cabeza por la ventana y le dije a Muriel:
—Te llamaré después de Navidad para que hablemos sobre Monashee. Y sé que me adorarás por lo que voy a decir: he pedido a la universidad de Dublín que me haga la datación del radiocarbono de tu parte.
Muriel me hizo un gesto impaciente para que me fuera. Tenía peces más grandes que pescar en ese momento.
Mientras volvía hacia mi coche, comprendí que Derek Ward, por muy liberado de Traynor que se viera, no estaba dispuesto a revelar los motivos ni siquiera a su amante, por miedo a que éstos se volvieran contra él. Presentí que una relación que ya se encontraba en crisis estaba a punto de irse a pique.
Comprobé la hora al salir del aparcamiento y vi que tenía casi una hora por delante. Había otra relación sobre la que quería meditar, y mientras tanto pensaba olvidarme de todo lo demás.
Durante la fiesta de la noche anterior Finian y yo podíamos haber pasado por una pareja que llevaba años de matrimonio. Y eso me preocupaba. Era como si la emoción de la caza, los altibajos de la seducción, la novedad de pasar el tiempo juntos y el escalofrío del atractivo sexual estuvieran superados, pero con la diferencia de que nunca los habíamos experimentado.
Concentrada en estos pensamientos, conduje a través de Drogheda por la carretera de Dublín; no me di cuenta hasta que no vi el cartel de Bettystown. Siguiendo un impulso, giré a la izquierda en dirección a la localidad costera. Un paseo por la playa me aclararía las ideas. En el mar la mente parece despejarse, y el universo volverse más comprensible.
Salí de la carretera y aparqué junto a las dunas, por las que era famosa esta parte de la costa. Saqué mi parka del maletero y me la abroché hasta arriba mientras subía hacia la primera cima. El mar no podía divisarse todavía desde esa altura, por lo que empecé a bajar por el otro lado, esquivando un hondo agujero rodeado de hierbajos.
Las resguardadas cuencas de las dunas me recordaron a un lluvioso día de verano en que Tim y yo hicimos una excursión a este mismo lugar de camino hacia la bahía de Carlingford, más al norte, donde pensábamos pasar el fin de semana. El sol hizo una breve aparición mientras paseábamos por las dunas cogidos de la mano, teniendo como únicos testigos a unos golfistas de un campo cercano.
Empezamos a besarnos con avidez el uno al otro. Mientras decidíamos cómo podríamos escapar de la mirada curiosa de los jugadores, llegamos a una cavidad similar abierta en una de las cimas de arena. Con lujuriosa precipitación, acrecentada por el riesgo de ser descubiertos, nos quitamos la ropa y tumbándonos sobre ella, con nuestros cuerpos parcialmente ocultos entre las hierbas, hicimos el amor; Tim tumbado de espaldas mientras yo, con el calor del sol acariciando mis hombros, sentía que el placer me invadía como las olas que podía divisar en la orilla. Todavía ahora siento un temblor al recordarlo.
¿Será alguna vez Finian tan desinhibido? Él era capaz de amar intensamente, eso lo sabía. Pero lo que la mayoría de la gente, incluida mi amiga Fran, desconocía es que un desengaño amoroso, cuando él todavía daba clases, fue una de las razones que le llevaron a abandonar su profesión y dedicarse exclusivamente a su jardín. Un episodio que no me contó hasta después de graduarme e, incluso entonces, su dolor todavía era perceptible. Sólo con el paso del tiempo, y cuando el trabajo en el jardín empezó a tomar forma, comenzó a olvidarlo. Y mientras el proceso continuó, la relación entre Finian y yo pudo consolidarse hasta llegar a ser algo más que una amistad.
Pronto me reuniría con él, y seguramente nos veríamos una vez más antes de Navidad. ¿Era la fecha que me había fijado en la mente para que diera el salto definitivo irrealizable? Seguramente. Pero sabía que si durante estos días me trataba más como a una hermana que como a una amante, entonces mi propósito de Año Nuevo sería dejarlo.
Alcancé la cima de la segunda duna y me encontré frente a varios kilómetros de arena plana que se extendían a izquierda y derecha. Incluso delante de mí la marea estaba tan lejana que sólo podía divisar una delgada línea azul en el horizonte. Nada que ver con mi idea de contemplar aguas relajantes, pero, aun así, era el mar. Y de cualquier forma, ya había meditado bastante. Quería evadirme completamente durante un rato.
Descendí de las dunas llegando hasta la orilla, que estaba llena de conchas aplastadas. Cogí un palo de madera blanquecina y paseé en paralelo a los montículos durante un rato, cogiendo de vez en cuando alguna concha intacta que me llamaba la atención. Un poco más lejos, una bandada de zarapitos emitía sus agudos sonidos.
Cuando el sol bajó un poco y empezó a darme en los ojos, me alejé de las dunas en dirección al mar, a través de una arrugada superficie poblada de miles de espirales de arena expulsadas desde las madrigueras de las lombrices. Los zarapitos habían estado sin duda cogiéndolas con sus largos y curvados picos. Llegué hasta un arroyuelo formado por la marea y caminé de vuelta en la dirección por donde había venido. Paré para meter el palo en una de las madrigueras. Las voluminosas lombrices, usadas como cebo por los pescadores, ocupaban una especie de agujeros en forma de tubos en «u» bajo la arena, un extremo marcado por el tubo, el otro, la entrada, por una hendidura en la arena a la distancia de una mano.
Algo empezó a tomar forma en mi mente, o para ser más precisos, trató de encontrar su expresión tridimensional. Desde el borde de la corriente dibujé un semicírculo en la arena, haciendo un lazo en el medio y volviendo a la corriente. Se llenó de agua, rodeando el montículo formado por la arena expulsada, como un foso. Justo al lado de mi pie, en la parte más cercana al surco había una hendidura apenas detectable, la entrada a la madriguera. La entrada y la salida estaban en los lados opuestos del foso, y el tubo bajo él.
Sintiéndome un poco como Richard Dreyfuss en
Encuentros en la tercera fase,
me agaché sobre una rodilla y miré fijamente al parduzco montón de arena igual que él miraba a la montaña de puré de patatas de su plato. Dreyfuss acabó yendo hasta Wyoming para esculpir su Torre del Diablo —lo que convertía a mi estructura subterránea una clase de… «Bien hecho, Illaun. Pero un poco obvio, para ser arqueóloga».
Por hoy ya tenía bastante con las teorías del mar haciendo más comprensible el universo. Miré mi reloj. Era hora de marcharme.
Antes de trepar por las dunas, cogí impulso con el brazo para lanzar el palo lo más lejos posible. Asusté a los zarapitos que, elevándose, huyeron hasta el fondo de la playa. Seguí su vuelo hasta que sus siluetas se perdieron en el resplandor del sol.
Pero mis pensamientos habían regresado al subsuelo, hasta Monashee y lo que descansaba debajo. En su encuentro con Muriel, Traynor había mencionado el tema del «comercio con artefactos», quizá no era la prueba de un crimen lo que había desenterrado, pero sí una información extremadamente valiosa en otro sentido —una reserva de tesoros, quizá. En su propio terreno. Qué oportuno.
«Esa idea es repugnante, Illaun, y lo sabes». Sí, lo sabía. En el fondo de mi corazón sabía que lo que había hecho cambiar de opinión a Traynor ese día había sido algo que vio poco antes de encontrar a Muriel Blunden: los restos del bebé de la morgue.
Mientras conducía hacia Donore, las puntiagudas sombras arrojadas por los reflejos del sol fueron alargándose. Encendí la radio para oír las noticias de las tres. El segundo tema lo estaban relatando a la manera en que se suelen dar las noticias de asesinatos.
«El cuerpo de un hombre que se cree era sargento de policía ha sido encontrado en una pradera cercana al monumento prehistórico de Newgrange en el condado de Meath. La policía de Drogheda ha iniciado una investigación por asesinato».
Supe que se trataba de O’Hagan.
El bar de Mick Doran parecía estar vacío cuando llegué. Había una cabina de teléfonos en la pared cercana a la puerta; encontré algunas monedas en mi bolso y pedí a la operadora que me pasara con la comisaría de policía de Drogheda. Gallagher no estaba, por lo que le dejé un mensaje para que me llamara al número que figuraba en la cabina. Después llamé a Peggy, quien parecía estar muy nerviosa cuando respondió.
—Oh, Illaun, me estaba volviendo loca pensando cómo podía localizarte. Te ha llamado el inspector Gallagher, y ha dejado un mensaje muy extraño para ti: «No intente quedar con nadie que no conozca o que piense que pueda ser sospechoso». Dijo que entenderías a qué se refería. ¿Estás en peligro?
Por el rabillo del ojo vi algo moverse. Entonces me di cuenta de que, después de todo, no me hallaba sola: en el extremo de la barra, un hombre que supuse sería el propietario estaba inclinado sobre el mostrador. Se encontraba de espaldas a mí, y acababa de pasar la página del periódico que estaba leyendo.
—No puedo hablar ahora, Peggy, pero si Gallagher vuelve a llamar dile que estoy en este número —le pedí que me diera el número del móvil del inspector y que llamara a Terence Ivers al EZP para informarle de que Muriel Blunden nos iba a dar el visto bueno para excavar en Monashee.
Me pregunté de pasada por qué no tenía noticias suyas desde el viernes, pero no le di importancia. Por último le pedí si podía pasar a buscar mi nuevo móvil, ya que la tienda no estaba abierta a la hora en que salí de Castleboyne. Como debí haber imaginado, Peggy ya lo había recogido.
Encontré un par de monedas más y llamé al buzón de Gallagher para dejarle un mensaje y darle el número del móvil de Finian. Después me senté en un taburete delante de la barra con forma de herradura. La advertencia de Gallagher me había preocupado, estaba contenta de haber invitado a Finian a venir a Donore durante el trayecto de vuelta la noche anterior. Incluso me pregunté si no debía cancelar mi entrevista con Jack Crean, que, siguiendo las pautas de Gallagher, no debería tener. Pero eso sería llevar las precauciones demasiado lejos, pensé.
Hice sonar los dedos sobre el mostrador para captar la atención del propietario.
—Estoy aquí. ¿Qué es lo que quiere? —preguntó Doran sin levantar la cabeza, con un tono rudo y casi agresivo.
—¿Qué puede ofrecerme para comer?
—Sopa, sándwiches, bocadillos calientes —contestó bruscamente todavía de espaldas.
Finian iba a estar un poco decepcionado por el menú, pero tampoco le había prometido nada más que un simple tentempié.
—He quedado aquí con otra persona; esperaré hasta que llegue.
Doran murmuró algo en respuesta y desapareció de mi vista. Supuse que conocía al sargento O’Hagan y que ésa era su manera de reaccionar ante la noticia de su asesinato, que seguro se habría extendido rápidamente por el pueblo.
No se oía ni a una mosca. Guirnaldas de papel un poco pasadas de moda colgaban en forma de cadena del techo. Me recordaron a las que teníamos en Navidad cuando éramos pequeños. Cuando las descolgábamos con la ayuda de mi padre, pasadas las fiestas, yo solía subirme en una silla, sujetando un extremo del adorno sobre mi cabeza mientras el otro se apoyaba en el suelo, y entonces lo plegábamos en acordeón hasta que no era más que una fina capa de papel.
Los minutos pasaban. Al fin oí el ruido de un motor en la calle, seguido de una puerta que se abría y cerraba. Finian entró, cruzó el bar y me abrazó.
—Perdona el retraso. He pedido a Hugo que me acercara —Hugo era un extravagante empleado que trabajaba en los jardines de Brookfield—. Oye… —seguía agarrándome de los hombros—, estás temblando, Illaun. ¿Qué te pasa?
—Estoy un poco asustada. Ha habido otro asesinato, y estoy segura de que se trata del sargento O’Hagan. Estoy esperando…
—Era O’Hagan, sí —ninguno de los dos habíamos notado que Doran estaba de pie al otro lado de la barra—. Lo han encontrado en la zona más alejada del río, en una pradera detrás de Newgrange. Los rumores dicen que ha sido despedazado de la misma manera que su cuñado.
Empecé a temblar con tanta intensidad que tuve que aferrarme al mostrador para no caerme. Me di cuenta de que no había prestado mucha atención a las noticias de la radio. En mi mente había creído que Monashee era la escena del crimen, pero O’Hagan había sido encontrado no sólo al otro lado del río, sino a quince kilómetros de distancia de la carretera, un detalle importante que me había pasado desapercibido.
Finian me rodeó con sus brazos.
—Vamos a sentarnos en alguna mesa —sugirió llevándome suavemente hasta un reservado.
Nos quedamos callados, cogidos de la mano hasta que las últimas luces de la tarde atravesaron la ventana detrás de nosotros. En mi mente recé por la mujer de O’Hagan y su familia.
Finalmente, Finian lanzó una mirada a nuestro alrededor; el pub continuaba vacío, salvo por nosotros, y el dueño no estaba a la vista.
—No hacía falta que reservaras todas las mesas para nosotros, ¿sabes? —bromeó, tratando de animarme.