Obviamente Fitzgibbon había avisado a la policía local: un coche patrulla se acercó hasta casa, mientras Keelan salía del salón, con la cabeza gacha, esposado al detective. Cuando vio que yo estaba allí, me miró implorante.
—Puede que sea un ladrón, Illaun, pero no soy un asesino. Por favor, diles que no soy un asesino.
Fitzgibbon le condujo hacia los dos policías que se acercaban a la puerta todavía abierta. Gallagher paseaba de un lado a otro del jardín, hablando por teléfono.
Me alegré de que mi madre no estuviera aquí para presenciar todo esto porque ella era… «¡Maldita sea!» El vuelo de Richard y Greta había aterrizado hacía dos horas. Estarían a punto de aparecer.
El coche patrulla se fue. Vi la cara pálida de Keelan en el asiento de atrás entre Fitzgibbon y uno de los policías, con los ojos mirando fijos al frente. Estaba asustado.
Gallagher volvió al vestíbulo, que sólo ahora noté que estaba tan frío como el exterior. Estaba tiritando y empecé a cerrar la puerta tras él, pero me hizo señas de que se iba rápidamente.
—De acuerdo, mantenedme informado —colgó el teléfono—. Derek Ward ha sido malherido.
—¿Cómo?
—Alguien lanzó un ladrillo contra su parabrisas. Parece un vulgar caso de delincuencia callejera. Estaba en el sitio equivocado, a la hora equivocada.
—¿Dónde ha sucedido?
—Entre Drogheda y Donore.
—¿Y están seguros de que él no era el objetivo?
El bigote de Gallagher se torció.
—Eso es lo que parece por el momento.
—Creía que los ministros tenían chófer.
—Claro. Pero a todos nos gusta disfrutar de nuestra independencia de vez en cuando.
—Eso significa que no se le puede interrogar. Extraño, ¿verdad?
—Si puede hablar, yo haré las preguntas. Mientras tanto, tengo que asegurarme de que O’Rourke sea presentado en el juzgado mañana temprano con todo el papeleo hecho. Va a ser una larga noche. Si hay noticias, te lo haré saber.
—No seas muy duro con Keelan —le pedí acompañándole hasta la entrada—. Creo que simplemente es… un débil.
Cerré la puerta y volví al salón. Al pasar junto al cuadro en el que Gallagher se había apoyado, vi que estaba torcido. Era un dibujo a carboncillo de un cementerio cubierto de nieve, estaba fechado en 1896 y firmado por Peter Hunt, un hombre de talento que yo había asumido como tatarabuelo.
La representación de la iglesia en el paisaje invernal, aislado y solitario de una colina, con las tumbas apenas sobresaliendo entre la nieve, me había causado una gran impresión cuando era pequeña. Pero, al enderezarlo en la pared, me di cuenta de que no lo había observado detenidamente durante años. Al hacerlo, la memoria de mi infancia se despertó, en uno de esos instantes en que las emociones quedan grabadas para siempre. Me invadieron sentimientos contradictorios: una reconfortante sensación de que la muerte, que en aquel momento imaginaba que debía ser como estar tendida en un sueño eterno en una cueva bajo tierra, sería más agradable bajo un manto de nieve, mezclado con la angustia de que, cuando se deshiciera, el agua empezaría a filtrarse dentro de ésta. Ahora, estos recuerdos infantiles tomaban forma en un presentimiento similar al que tuve en la playa en Bettystown: que esas imágenes —el agua, la iglesia, la cueva subterránea de los muertos—, eran como cartas de tarot anunciando sucesos del futuro y sólo hacía falta saber interpretarlas bien.
Fui «despertada» por el teléfono que sonaba a mi lado.
—¿Estás bien? —me preguntó Finian.
—Sí, estoy bien.
—Peggy me ha llamado. ¿Qué ha pasado?
Le hice un breve resumen.
Finian no hizo apenas comentarios sobre Keelan. Estaba más preocupado por mi bienestar.
—¿Quieres que vaya a tu casa?
—No, los otros tienen que estar a punto de llegar —vi luces fuera—. De hecho, ya están aquí, Finian. Ah, por cierto, no pienso contarle a Richard nada de esto o de lo que pasó en la iglesia, ¿de acuerdo? Tengo que dejarte.
Greta bajó del asiento del pasajero, llevando un deportivo jersey color melocotón y unas zapatillas de un blanco inmaculado.
—Qué alegría verte —exclamó con una gran sonrisa perfecta. Greta era, además, alta y rubia hasta el hastío.
—Hola, hermanita —me saludó Richard desde el coche forcejeando con un cinturón al que no estaba acostumbrado.
—Eoín está dormido —dijo Greta abriendo una de las puertas traseras—. Se ha quedado frito en brazos de su abuela.
Observé que mi madre, sentada detrás, acariciaba suavemente el rizado pelo de Eoín.
Richard consiguió liberarse y se acercó a darme un achuchón antes de sacar a su hijo.
—No lo despiertes —pedí—. Seguidme, os enseñaré cuál es su habitación y también la vuestra.
Richard se puso a Eoín sobre el hombro y lo metió en casa. Mientras entrábamos al vestíbulo, pude comprobar lo parecidos que éramos los tres: rizos negros, piel pálida y cejas oscuras.
En apenas un par de minutos Eoín tenía puesto el pijama, había ido al baño, tragado medio vaso de agua y se había acostado aparentemente sin abrir un ojo. Al reunirnos en el salón, deseé poder unirme a él en el País de los Sueños. Los últimos acontecimientos me habían dejado para el arrastre.
Sin embargo, tenía que hacer el esfuerzo.
—¡Bueno, es genial poder veros a todos! Bienvenidos a vuestras primeras Navidades en familia en Irlanda. ¿Alguien quiere tomar algo?
Richard tenía la espalda contra la chimenea, y curioseaba una revista que había encontrado en algún lado. Miró a Greta.
—Para ser sinceros, Illaun, estamos agotados —contestó ella decidiendo por los dos—. ¿Podemos dejar la copa para mañana por la noche?
—Por mí, de acuerdo. ¿Tú qué opinas, mamá?
—Yo también estoy cansada, Illaun. No he parado de hablar. Ya sabes cómo es tu tía Betty.
«Y también sé cómo eres tú, mamá. Tal para cual».
—Me hizo mirar viejas fotografías con ella. Quiere, cómo se dice, escanearlas y regalar álbumes familiares a todos los sobrinos y nietos.
—¿Para Navidad? Es un poco tarde, ¿no? —comentó Richard mientras seguía pasando páginas.
—No, no por Navidad. Le llevará tiempo. Tiene que conseguir las de la familia de tu padre y seleccionar entre toda la colección.
Richard paró lo que estaba haciendo y me miró. La mención de mi padre le había distraído.
—¿Hasta qué época llegan las fotos? —pregunté, ignorándole.
—Bueno, tu tatarabuela y tu tatarabuelo están ahí. Debían de llevar pocos años casados cuando se hizo la foto a principios de siglo —el siglo XX, quería decir. Mi madre no había terminado de asumir que estábamos en uno nuevo.
—¿Cómo se llamaban? ¿Peter y Marie?
—No, no. El nombre de tu tatarabuelo era Willie y el de tu tatarabuela, Julia Rusell.
Me quedé desconcertada.
—¿Entonces quién era Peter Hunt? ¿El hombre que tocaba el violín, el que pintó el cuadro del vestíbulo?
Mi madre sonrió melancólica.
—Ah, ése era tu tataratío. Un hombre maravilloso en todos los aspectos. Fue una pena, sin embargo: murió repentinamente a los veintiséis años.
Estaba impresionada.
—¿Con veintiséis? ¿Y qué pasó con su mujer? ¿Su mujer era Marie, Marie Maguire… de Celbridge…?
—No sé de quién me hablas, querida —mi madre me miraba de forma extraña—. Peter Hunt nunca se casó.
—¿Nunca se casó?
—No. Oí contar que tenía una enamorada, pero nunca supe su nombre —se levantó, dio un abrazo a Richard y un beso de buenas noches a Greta.
—Nosotros nos vamos también —declaró Greta, deslizando su brazo alrededor de Richard.
—Sí, sí —dijo dejando la revista. Me dio un beso en la mejilla al pasar—. Tú y yo tenemos que hablar —me susurró.
—Dejémoslo para mañana por la mañana.
Cuando se marcharon, me tumbé en un sillón y me quedé mirando a la pared que había frente a mí. ¿De qué serviría desear, si los deseos nunca se cumplían?
Alguien llamó a la puerta. Me incorporé, pensando que Richard había cambiado de opinión. En su lugar mi madre asomó la cabeza.
—Parece como si hubieras viajado al infierno y vuelto. He visto el moratón de tu cabeza. ¿Qué ha pasado?
Le hice señas para que se acercara y se apoyó en el borde del sofá.
—Me golpeé la cabeza contra el pico de la puerta del coche —describí—. En el aparcamiento de la iglesia. Después del ensayo de villancicos.
—¿Entonces, viste el mensaje de Gillian?
—¿Estás segura de que fue Gillian en persona quien llamó?
—Bueno, no dijo su nombre; pero fue bastante seca, igual que Gillian algunas veces.
—Sé a lo que te refieres.
—No has contestado a mi pregunta, cariño.
Tuve que contarle lo de Keelan.
—Podían haberte matado bajo este mismo techo —exclamó cuando terminé.
—No lo creo, aunque admito que al principio estuve muy asustada. Pero ahora, sólo estoy… desilusionada, supongo.
Acarició mi pelo como había hecho antes en el coche con Eoín.
—No somos perfectas, Illaun. Débiles, inconstantes e imperfectas. Por eso necesitamos a Dios. Para poder recurrir a él algunas veces, y no es cuando construimos impresionantes monumentos en su honor o inventamos complicados rituales cuando nos escucha. Él nos oye cuando somos honestos con nuestros fallos, cuando admitimos que necesitamos ayuda, cuando reconocemos que no podemos hacerlo solos.
—¿Y qué me dices de papá? No veo cómo le ha ayudado Dios.
—Dios me ayuda a mí, Illaun. Así es como funciona; y como soy capaz de resistir.
Acababa de apagar la luz cuando mi móvil sonó. Era Gallagher.
—Todavía estoy tramitando el arresto —me contó—. Mientras tanto, no te sorprendas si te digo que Derek Ward era la víctima elegida para el ladrillazo de su coche.
—Tienes razón. No me sorprende.
—Alguien le llamó y él contestó, mientras conducía con los pulgares. Estaba pasando por un viaducto cercano a su casa cuando alguien le tiró un ladrillo desde arriba. Se estrelló contra el techo, y luego contra el parabrisas; podía haberle cortado la cabeza, si no fuera porque el
airbag
saltó y aminoró el impacto. El coche se salió de la carretera a la hierba y paró. Tuvo suerte. El cuello dolorido, algunas magulladuras, pero saldrá adelante.
—¿De dónde venía la llamada?
—No lo sabremos hasta mañana.
—¿Piensas hablar con él?
—No lo dudes. Y, sólo por si crees que puede ayudar al caso de O’Rourke, el ataque tuvo lugar a las tres de la tarde, justo durante el tiempo que O’Rourke se ausentó de vuestra reunión.
10.24. No entraba nada de luz a través del resquicio de las cortinas, lo que en parte explicaba que me hubiera levantado tan tarde. Las descorrí y miré hacia el jardín, que estaba todavía en penumbra, como si el sol hubiera fracasado al asomarse por el horizonte. Las amorfas nubes grises que tapaban la luz estaban moteadas con manchas de rosa, púrpura y marfil que se fundían unas con otras, como acuarelas en papel mojado. Tenía pinta de ir a nevar, pero el pronóstico del tiempo que escuché mientras me vestía anunció que no se esperaba nieve, al menos al este del país.
Al dirigirme a la cocina
Boo
salió desde el salón con todo el pelo de punta como si se hubiera conectado a un enchufe. Me miró con una mezcla de terror e indignación en sus grandes ojos, y luego se sentó en la puerta del cuarto trastero y maulló lastimeramente. Quería salir y estaba, inusualmente, usando su voz. La razón de su pelo erizado apareció ante mí: Atila, el rey de los hunos, entró con un peto vaquero azul —mi sobrino de tres años y medio, Eoín, divisó a su presa y trató de darle caza—.
Boo
se asustó y se coló entre mis piernas hacia el vestíbulo, dando rápidos saltos al pasar junto al niño y rodeando la esquina en dirección a la parte de mi madre, donde se encontraría en un callejón sin salida desesperándose aún más.
—Quieto ahí —exclamé mientras enganchaba a Eoín con un solo brazo cuando pasó galopando a mi lado y abría al mismo tiempo la puerta del trastero, para que
Boo
pudiera finalmente huir al jardín.
—Quiero gato —exigió Eoín, forcejeando para bajarse.
Le rodeé con los dos brazos preguntándole si no prefería a cambio una deliciosa tostada caliente untada de chocolate.
—No, sí —respondió.
Richard, con camisa de cuadros azules y rojos y vaqueros, estaba en la cocina preparándole el desayuno en una bandeja a Greta.
—Me pidió dos cosas para su primera mañana —comentó—. Poder descansar sin temor a que ya sabes quién trepara por encima de ella, y que le sirviera el desayuno en la cama, incluyendo gachas de avena.
«Igual que Ricitos de oro», pensé.
—Una chica con suerte —declaré—. Aunque no tiene muy buen aspecto lo que le llevas, ¿verdad, Eoín? Nosotros estamos aquí para comernos una tostada con chocolate.
—¡Mmm, chocotostada!
Richard cogió la bandeja y salió de la cocina.
—Divertíos —dijo.
Diez minutos después Eoín parecía el payaso de la cara triste pintado de chocolate. Cogí un poco de papel de cocina y, mientras estaba lavándole la cara y las manos, su padre volvió.
—Tienes que irte, Eoín. La abuela quiere verte.
Eoín salió trotando por la puerta, y Richard y yo nos quedamos solos. El tema que habíamos evitado la noche anterior venía hacia nosotros como un tren expreso y no había sitio donde esconderse.
—¿Quieres un poco de café? —pregunté, tratando de ganar algunos segundos antes del impacto.
—No, gracias —contestó sentándose en un taburete y curioseando las fotografías que dejé sobre la encimera la noche que vino Finian a casa—. ¿De dónde las has sacado?
Me senté en el taburete frente a él.
—Las saqué en un lugar llamado la abadía de Grange. Tienen una iglesia románica.
Estaba mirando fijamente las figuras de los relieves.
—¿Y éstas están en el pórtico?
—Sí. La mayoría son hombres y bestias imaginarios, como puedes ver.
—No es eso lo que veo —había cogido la lupa—. Al menos no en los dos arcos interiores.
—¿Qué es lo que ves? Me encantaría saberlo.
—Eh, espera un momento, hermanita. A mi parecer, vos estáis intentando huir del problema.
Hablar entre nosotros en un remedo del lenguaje de Shakespeare era una costumbre que habíamos seguido desde la infancia, algo que mi padre no aprobaba en teoría, pero que secretamente le divertía cuando nos oía.