Quizá el humor pudiera hacer descarrilar la locomotora. Saqué pecho y aumenté mi tono de voz.
—¿Qué terribles tormentos tenéis preparados para mí, oh Tirano? ¿Qué serán, rueda, tortura o latigazos?
Richard colocó sus manos sobre el pecho y recitó:
—Haga vuesa merced la pregunta y púdrase.
Nos reímos. Estábamos citando algunos pasajes de
Cuento de invierno.
Al menos eran de la misma obra, algo en lo que no siempre estábamos de acuerdo.
—Hablando en serio, Illaun, con respecto a que Paddy venga en Navidad… He estado hablando con mamá esta mañana temprano —Richard llamaba a nuestro padre Paddy, algo que yo nunca pude hacer. ¿Me habría puenteado al poner a mamá de su lado?—. Y no creo que ella esté preparada para traerlo aquí mañana.
¿Qué estaba diciendo?
—Le he preguntado si era porque tú te oponías, pero me ha dicho que no tiene nada que ver. Aunque le encantaría tenerlo con nosotros, prefiere poder dedicarle todo su tiempo a Eoín, al ser sus primeras Navidades aquí. Y ya sabes cómo le gusta mimarlo.
Hubiera querido abrazar a mi madre en ese momento. Pero no delante de Richard, por supuesto.
—No se puede luchar contra la abuela de un niño pequeño —declaré.
—También estaba preocupada por ti. Me ha contado que has pasado una semana muy dura y que necesitarías un poco de descanso.
—Es verdad. Pero aun así me gustaría ir a visitar a papá mañana, en algún momento.
—Sí, supongo que todos queremos. Quizá podamos fijar un horario para no ir todos a la vez.
—Buena idea. Eso puede ser mucho más divertido para él —estaba mintiendo, claro. Mi padre ya no tenía ninguna capacidad de disfrutar. Pero Richard no necesitaba oírmelo decir—. Ahora, ¿qué es lo que decías sobre los relieves?
Richard volvió a tomar la foto que había observado y dio varios golpecitos con un bolígrafo que se sacó del bolsillo.
—Debido a mi trabajo con bebés prematuros, he podido ver muchas de estas criaturas en algún momento. Los arcos internos de este pórtico son un muestrario de toda la variedad de malformaciones congénitas.
Le quité la foto y la volví a mirar.
—Pero el cíclope, el
blemmya,
o el cinocéfalo son algunas de las razas que se cree vivieron en las tierras de más allá de Europa.
—No lo discuto, pero estos relieves pueden igualmente ser un recuerdo de nacimientos de monstruos y deformaciones congénitas —afirmó tomando la foto y señalándome las jambas y los capiteles—. Mira estas caras con las hojas que crecen a su alrededor: los ojos están cerrados, los párpados son rígidos, las bocas torcidas están hacia abajo, es el semblante típico de los niños nacidos sin cerebro —volvió a los arcos usando el bolígrafo para indicar de qué estaba hablando—. Toma por ejemplo a éstos del friso. La ciclópea, por ejemplo, es una característica del síndrome…
—He visto uno, Richard —le interrumpí—. Esa pobre cosa tenía múltiples deformidades.
—Y mira a este tipo de aquí… —su bolígrafo señalaba la figura que yo creía era un
blemmya
—. Podría ser fácilmente un niño anencefálico con hidrocefalia. Hay un desarrollo alargado del cráneo, no hay cuello, y la barbilla está pegada al pecho, e igualmente los ojos y la boca parecen estar en el cuerpo y no en la cabeza. También está la sirena. Con las piernas fusionadas, juntas; un síndrome denominado sirenomelia. Y sus manos están palmeadas.
—Sindactilia, ¿no es así? La niña recién nacida que vi también lo tenía.
—La sindactilia abarca numerosas deformidades de las manos, y una de las más severas es la que este tipo de aquí tiene… —dijo señalando al hombre con pinzas en lugar de manos—. Se le llama de varias formas: mano partida, indivisa o incluso manos de pinzas de langosta. Las referencias animales aparecen a menudo en la terminología, probablemente por la misma razón que los escultores de estos relieves intentaron buscar comparaciones con animales para las anomalías que describían, en un esfuerzo por darles algún sentido, supongo. Aquí hay un buen ejemplo, el hombre con cabeza de león. Yo creo que padece la enfermedad de Paget, los huesos del cráneo crecen demasiado gruesos y grandes para su edad. Es muy doloroso para quien la sufre. Y esta cosa que parece como un pulpo son un par de mellizos unidos: sus caras fusionadas, formando un único cráneo enorme, en el que hay una tercera cara mirando hacia fuera; y éstos no son ocho tentáculos, son los brazos y las piernas de los gemelos.
Si Richard tenía razón, entonces muchas de las razas imaginarias descritas en los libros, mapas y esculturas de piedra de la Edad Media fueron tomadas de hechos presenciados en la infancia, o bien estando acurrucado en la esquina de oscuros cobertizos, o vistos de pasada en una jaula que atravesaba un pueblo.
Richard me miró por encima de la fotografía.
—Oye, hermanita, debo reconocer que estoy fascinado con todo esto, seguro que a mis colegas les encantará escucharlo, ¿quizá podrías enviarnos un
e-mail con
las fotografías y alguna información sobre este pórtico?
—Por supuesto. Lo haré encantada.
Richard continuó examinando los relieves.
Entre lo que Finian y yo habíamos encontrado y lo que Richard acababa de descubrirme, estaba claro que el pórtico de la iglesia de la abadía estaba plagado de enseñanzas morales y advertencias terribles relacionadas con el sexo y la procreación. La pregunta era: aparte de proteger contra fuerzas sobrenaturales, ¿cuál era el propósito de toda esta poderosa imaginería? ¿A quién iba dirigida?
Las chicas embarazadas a quienes las monjas habían cuidado durante siglos no estaban en la abadía de Grange en un primer momento; y, como ya habían sucumbido a los placeres de la carne, no eran las candidatas adecuadas para esta moraleja. La abadía era una «casa de retiro», un lugar donde las monjas enfermeras podían disfrutar de un descanso y al mismo tiempo de algún consuelo espiritual… ¿Es posible que fueran las propias monjas las destinatarias? Pero ¿por qué? ¿Acaso alguien pensó que traer constantemente niños al mundo y mandarlos en adopción podría despertar los propios instintos maternales de las monjas? Y además estaban las postulantas: puede que necesitaran recibir una guía ilustrada de todos los peligros derivados de una relación pecaminosa antes de que se les permitiera entrar en contacto con chicas sexualmente activas.
Richard se bajó del taburete y me pasó las fotos.
—Es curioso pensar qué pocas de estas deficiencias pueden curarse, incluso hoy en día. Podemos intervenir en la sindactilia si se coge al principio; también en la hipertelia.
—¿Qué es la hipertelia?
Señaló al cinocéfalo.
—Es lo que ese pobre tipo sufre. El hueso frontal del cráneo crece de tal modo que produce ojos muy aplanados, y las fosas nasales se curvan hacia arriba, con lo que son muy visibles. Antes de que se desarrollaran las nuevas técnicas de cirugía correctora, estos desdichados tenían que soportar que les llamaran «cara de perro» y cosas parecidas, y tampoco les ayudaba el hecho de que las anomalías de la nariz y el paladar les crearan una gran dificultad al respirar.
Eso hizo que me sobresaltara, pero no quise demostrarlo, aunque Richard debió de pensar que mi respuesta fue bastante rara.
—Lo sé —contesté.
Llamé a Gallagher desde la oficina.
—Mi hermano me acaba de confirmar que no estaba imaginándome lo que vi en la iglesia el miércoles por la noche. Estoy convencida de que alguien de la abadía tiene una deficiencia congénita que le afecta a la fisonomía de la cara dificultándole la respiración. Él o ella estaba en el patio la noche de la niebla, y en la morgue de Drogheda y, casi seguro, también fuera de Newgrange la noche después de que se encontrara el cuerpo de O’Hagan. Y fue este último quien me contó que una figura de blanco fue vista alrededor de Monashee a la hora en que Traynor fue asesinado.
—¿Cómo sabe tu hermano que este individuo es de la abadía de Grange?
—No lo sabe. Soy yo, bueno no lo sé seguro, pero me parece cada vez más evidente. La hermana Gabriela, una antigua monja de la comunidad, me contó que la sacristana de allí todavía vestía el viejo hábito y el velo que las hizo ganarse el mote de «apicultoras». Me describió a la sacristana como una hermana sorda y muda, pero quizá se equivocó o puede que haya alguien más de la abadía, como el individuo que vi en la iglesia, que use ese hábito para despistar.
—De acuerdo. Lo investigaré.
—Otra cosa que me dijo la monja: los obreros que trabajaban en la cripta descubrieron algo que podría estar relacionado con la razón por la que la abadía fue construida en ese lugar. Eso pareció asustar a la hermana Gabriela. Sería conveniente preguntar qué era exactamente. Podría explicar muchas cosas sobre la historia del edificio.
—Muy bien, lo comprobaré también. Después de hablar con el ministro.
No me gustó cómo lo decía.
—No creo que esté en condiciones de hablar hasta después de Año Nuevo.
—Eso es lo que yo creía. Pero el impacto del minúsculo ladrillo parece haberle vuelto muy sociable. Ha accedido a hablar conmigo en el hospital a última hora de la tarde.
—Me alegra oírlo. ¿Y después te pasarás por la abadía de Grange?
—Sí, Illaun, lo haré. A pesar de ser Nochebuena y de que preferiría estar con mis hijos —comentó cortante—. Aparte de que ya tenemos a nuestro asesino y nadie me presiona para que vaya a interrogar a un grupo de monjas de mediana edad sobre si una de ellas pudiera o no estar inclinada a merodear por todo el condado. Nadie más aparte de ti, claro está.
—Siento ser tan insistente, Matt. Es sólo que no puedo ver cómo pierdes interés ahora que has encontrado al asesino, como tú crees. Por cierto, ¿cómo está Keelan? —añadí antes de que pudiera protestar.
—Todavía lamentándose y proclamando su inocencia.
—Hay algo que me gustaría saber: él se ausentó del hospital entre las cinco y las seis de la tarde, cuando Traynor murió. ¿Os ha dicho adónde fue?
—Ah, sí. Aparentemente se dirigió a casa de Traynor y habló con su mujer. La historia se sostiene, es casi la única.
—¿Llamó a la casa de Traynor? ¿Para qué?
—Insiste en que seguía intentando venderle la talla de hueso.
—Lo que sólo tendría sentido si pensara que Traynor estaba vivito y coleando.
—Falso. Tiene sentido si estuviera tratando de buscarse una coartada. Supondría que el cuerpo no sería descubierto hasta mucho más tarde. La hora de la muerte sería más difícil de establecer y probablemente podría coincidir con el momento en que él estaba llamando a la puerta de la víctima. Por lo tanto, por muchos motivos, él se convertiría en el último de los sospechosos.
—¿Qué más os ha contado que haya resultado verdad?
—¿Qué quieres decir?
—Tu gente aprende a emplear las palabras con mucho cuidado. Has dicho que ésa era casi la única historia que se sostenía. Dime cuál más.
—Bueno… el regalo que compró ayer para su hermana en Castleboyne. Hay un recibo de la tarjeta de crédito con la fecha y la hora en él.
—Entonces, ¿no fue él quien atentó contra la vida de Ward?
—Pero pudo haber sido alguno de sus compinches.
Gallagher seguía defendiendo su posición con firmeza. Me pregunté qué podría hacerle cambiar de opinión.
Huí de la heladora brisa metiéndome rápidamente en el vestíbulo de Brookfield, en el centro del cual había un inmenso árbol de Navidad, como era tradicional en la casa. Finian me recibió con un abrazo y me llevó a la sala de estar.
Me quedé sin habla. En cada espacio libre, encima de mesas y escritorios, detrás de los grabados, alrededor de los cuadros, en jarras y sobre la chimenea, había ramas verdes: guirnaldas y ramilletes, coronas y
bouquets;
helechos, hojas, hiedra y otras enredaderas, ramas de pino, e incluso manojos de muérdago, pero ningún acebo. Contrastando con el follaje, lazos dorados y velas rojas, dos de las cuales estaban encendidas a cada lado de un reloj de cuerda dorado, sobre la repisa de la chimenea.
—Después de leer aquel fragmento del
Meath Chronicle,
pensé que tenía que recrear la decoración de las casas de nuestros antepasados. He utilizado todo lo verde que he podido encontrar en el jardín.
—Está precioso. Feliz Navidad, por cierto —le deseé entregándole mi regalo comprado cuando fui a Lucca en octubre, un par botellas de Brunello di Montalcino de 1997, el mejor vino santo que pude encontrar en toda la amurallada ciudad.
—¡Qué bien! Muchas felicidades para ti también —me contestó besándome en la mejilla.
Estaba a punto de sentarme pero Finian, dejando su regalo en la mesa, me pidió que me quedara de pie.
—Quiero que hagas una cosa —me exigió—. ¿Ves cómo muchas de las ramas están atadas con lazos dorados? Uno de los lazos no es lo que parece.
Me paseé lentamente por toda la habitación hasta que llegué a la chimenea.
—Te estás quemando en más de un sentido.
Bajo la repisa colgaba un frondoso festón ensartado con un lazo dorado. Entonces lo vi, justo a los pies del reloj, en la guirnalda que lo rodeaba: la gargantilla dorada en forma de torques que habíamos visto en Dublín la noche de la fiesta. Alargué la mano para tocarlo y cerciorarme.
—¿Por qué no lo coges? —me preguntó Finian—. Es tuyo.
—¿Cuándo lo has… cómo? Menuda sorpresa.
—Póntelo —me pidió.
—El torques era un ornamento de la diosa; no estoy segura de merecerlo —dije con falsa modestia.
Era más pesado de lo que imaginaba, pero cuando me lo puse no sólo me quedaba perfecto, sino que parecía más liviano.
—Feliz Navidad, diosa —dijo acercándose a mí con los brazos extendidos.
—Es precioso. Muchas gracias. Y gracias por todo esto —y eché un vistazo a la habitación.
Me rodeó con sus brazos.
—Te quiero, Illaun —declaró besándome suavemente en los labios. Durante unos instantes nos miramos a los ojos, y luego nos volvimos a besar primero tiernamente y después con avidez, con toda la pasión que habíamos estado arrinconando durante tanto tiempo.
Cuando por fin nos despegamos, me moría por tenerlo y sabía que él también sentía el mismo deseo.
—Tendremos que esperar un poco más —me susurró—. Ven aquí; tengo algo más —cogió un sobre de la chimenea y me lo entregó—. Ábrelo.
Había una tarjeta dentro, no una felicitación de Navidad, sino una invitación ribeteada en dorado.