Había un hombre con un hábito blanco de pie entre las sombras de la puerta. Su cabeza estaba desnuda y largos rizos de enmarañado pelo le caían sobre los hombros. Cuando emergió a la luz vi que su inmensa y redondeada frente se extendía hasta más abajo de la cara, como un casco con un largo protector nasal que compelía sus ojos hacia los lados. Por debajo de ese casco de huesos su boca se bifurcaba y una hendidura babeante de labios y encías dejaba al descubierto cuatro filas de dientes desnudos.
El hombre-perro rugió y saltó hacia mí con sus manos alzadas como zarpas. Me eché hacia atrás y mi cabeza se dio contra una de las almenas. Mientras todo se oscurecía, la última imagen fue la de él echándose sobre mí, con su enorme lengua extendida chorreando saliva.
Sin embargo mi último pensamiento no tenía nada que ver. Fue: ahora sé cómo cruzan el río en invierno.
Estaba tumbada con la cabeza sobre algo cálido. Un cuerpo humano. Horrorizada, recobré la consciencia y vi a Gallagher a mi lado. Me había apoyado en su hombro.
Estábamos en el suelo con nuestras espaldas contra el muro de la cripta, en el mismo nicho que la alacena de muestras. Nos habían atado a los dos de la misma forma, las manos a la espalda, y las piernas estiradas al frente con los tobillos atados con una cuerda de nailon azul. La puerta del nicho estaba cerrada.
—Muchas gracias por venir —dijo Gallagher con una débil sonrisa—. ¿Estás bien?
—Aparte de un chichón en la cabeza a juego con el antiguo, sí. ¿Qué te ha pasado a ti?
—El truco más viejo del mundo, y he caído de cabeza. La hermana Campion me explicó que habían encontrado el artefacto que Traynor quería comprar por nada. Dijo que Roche me lo enseñaría. La seguí por este pasadizo… —señaló hacia donde había visto a la tesorera antes—. Lo llamó un hipo… algo.
—Hipogeo.
—Eso. Una bóveda subterránea que se estrechaba hasta formar un túnel natural a través de las rocas, con el sitio suficiente para atravesarlo con la cabeza agachada, y acaba en Newgrange, por debajo del río, aparentemente.
—Lo sabía. Me di cuenta en la torre de que tenía que haber un pasadizo bajo el río. Construyeron esta iglesia sobre las ruinas de un antiguo templo, la entrada a una cueva sagrada, como lo describiste. Los sacerdotes de los pobladores que construyeron Newgrange debían de vestirse allí para la ceremonia del solsticio y luego aparecer al otro lado como por arte de magia. ¿Llegaste a recorrer todo el camino?
—No. Lo que conseguí fue seguir los mismos pasos que debieron de utilizar con O’Hagan. «Vaya delante de mí», me dijo Roche, y lo hice como un idiota. Cuando me agaché para entrar en el pasadizo, sentí un cuchillo afilado bajo mi barbilla y vi a Henry, el del labio leporino, bloqueándome el paso. Al ir marcha atrás, Roche me golpeó la cabeza con una piedra o algo. Mientras estaba fuera de combate me ataron y me dejaron en el pasadizo exterior. Me trajeron aquí hace unas horas, poco antes de que llegara la gente. Roche ha tenido a Labio leporino trabajando toda la noche para prepararlo todo. Creo que eso es lo que me ha salvado. En cualquier caso, todo quedó muy silencioso durante unas horas, después de que se metieran en la cueva. Entonces Henry llegó cargando contigo a sus espaldas. Roche vino y te echó un vistazo: pareció ponerse bastante contenta a juzgar por su expresión. ¿Cuál es tu historia?
Le conté rápidamente lo que había pasado, describiéndole lo que presencié desde la torre.
—Eso debe de tener relación con el famoso artefacto, sea lo que sea —comentó—. Campion me contó que su existencia era solamente una leyenda de los tiempos en que la abadía fue construida. Había sido emparedado dentro de los muros del túmulo, pero cuando las excavaciones de Newgrange comenzaron, el muro se derrumbó dentro del pasadizo, dejando parcialmente al descubierto el objeto. Los que excavaron nunca lo sospecharon, por lo que permaneció allí durante años hasta que un «miembro de la comunidad», como señaló Campion, lo encontró. Debió de ser seguramente el pobre Henry en una de sus andanzas por aquí, en las entrañas de la tierra, donde sospecho lo esconden a menudo.
—Por eso decidieron emplear a una cuadrilla de obreros extranjeros para desenterrarlo.
—Sin embargo descubrieron que había un problema. No cabía por el túnel subterráneo. Roche dijo que me llevaba al lugar donde se quedará para siempre. Aunque por lo que se ve, parece que habían planeado sacarlo de Newgrange en la madrugada del día de Navidad, cuando supongo que no hay visitantes por los alrededores.
—Pero por alguna razón han organizado un
show
en toda regla. Eso no tiene mucho sentido.
—Olvídalo. Salgamos de aquí.
—Tú desátame que yo te enseñaré el camino —propuse guasonamente.
—Lo haría si tuviera algo afilado.
—Quizá te pueda ayudar —anuncié, arrastrándome hasta la alacena detrás de mí.
El tablero bajo la estantería con especímenes estaba todavía abierto.
—Por cierto, ¿qué son esas cosas? —preguntó Gallagher mirando los tarros.
—El armario de las curiosidades. La orden solía exportar estos especímenes.
—Jesús.
Acerqué mis piernas hasta el tablero dándole una patada al vidrio. Era tan fino como el cristal de una bombilla y se rompió con un tintineo.
Gallagher reptó por las baldosas para acercarse a mí.
—¡Mierda! ¿Qué es eso?
Como los restos de un santo en una urna de cristal, un cuerpo marchito estaba postrado en la base del armario. Sin embargo, al contrario que todos los santos que había visto, su cuerpo se encontraba desnudo. La piel se había abierto por muchos sitios, y partes del esqueleto sobresalían aquí y allá. Era simplemente un manojo de huesos en un saco de piel seca. El cráneo no se había deshecho como el de Mona, por lo que no había dudas sobre el
modus operandi
: la garganta había sido acuchillada, y los labios, ojos y orejas arrancados. Fuera de lo que había sido su boca, colgaba una oscura rama de hojas de acebo y arrugadas bayas. Hubiera asegurado que llevaba allí un año como mucho: estas Navidades, quienquiera que la colocara en la boca del cadáver había estado muy ocupado con las muertes recientes para reemplazar el
bouquet.
—Es otro cuerpo de Monashee —afirmé—. Uno que apareció hace un siglo y que misteriosamente desapareció. Podríamos decir que estamos contemplando el modelo de lo que después se le hizo a Traynor y…
Los dos oímos voces al mismo tiempo. Alguien venía a la cripta.
—Y a nosotros también si no salimos de aquí inmediatamente —dijo Gallagher.
—Rápido, échate hacia atrás y te avisaré cuando te acerques a un trozo de vidrio.
Guié los dedos de Gallagher hasta un fragmento roto que cogió al primer intento.
Gallagher se acercó hasta que estuvimos espalda con espalda.
—Si al menos hubiera visto cómo lo hacen en las películas —se lamentó.
—Eso no es muy tranquilizador.
—Y no del todo cierto. Lo hicimos una vez en un curso de entrenamiento.
—¿Conque una, eh? Eso está mucho mejor. Aunque ten cuidado, no me cortes a mí también.
Mientras él empezaba a cortar la cuerda de nailon, escuchamos una tos. La hermana Roche había entrado en la cripta.
—Tú, fuera de mi vista —ordenó bruscamente—. No quiero que asustes a nuestros visitantes.
Henry baló lastimeramente; después le oímos jadear y sorber mientras se agitaba en su celda.
Gallagher se detuvo, esperando a que éste se calmara.
Mi corazón palpitaba tan fuerte que pensé que podrían oírme. Para distraerme leí lo que estaba escrito en la placa metálica del armario.
«Por decreto del Tercer Concilio de Letrán, 1179.
En apoyo del rey Enrique II, recientemente reconciliado en la Paz de Cristo con el Santo Papa Alejandro III, solicitamos la ayuda de todos los príncipes seglares para acabar con esta peste. Y prohibimos, bajo pena de excomunión, que se conserven ídolos herejes en las casas o en las tierras. Si uno de los señores fracasa en expulsar de sus tierras a los Concupiscenti, será excomulgado y llevado ante el Supremo Pontífice, que podrá dictaminar que sus vasallos queden liberados de su fidelidad a él…»
Concupiscenti. Como sospechaba, no sólo gente culpable de concupiscencia grosso modo, sino de pertenecer a una secta hereje. Los Idólatras del Deseo estaban muy cerca de eso.
«Asimismo ratificamos que la Orden de Santa Margarita de Antioquía será la encargada de denunciar a los herejes en esa parte del reino donde su influencia haya sido más perniciosa y donde las hermanas han sido obsequiadas por el Rey con unas tierras cercanas al templo de estos esclavos de la lujuria y lascivia. Aquellos convictos serán entregados por la corte eclesiástica para su merecido castigo a sus superiores seglares».
Tal y como había supuesto aquel día en la iglesia de Drogheda, Mona había sido una mártir de su fe. ¿Era posible que los Concupiscenti hubieran existido desde que Newgrange fuera construido, y se las hubieran ingeniado para sobrevivir hasta la Edad Media abrazándose en apariencia a la religión imperante, ya fuera celta o cristiana?
«El rey ha prescrito que los Concupiscenti de ese país sean castigados de la siguiente forma: que su aliento sea arrebatado de sus cuerpos. Que sean desangrados y un símbolo de la preciada Sangre del Señor colocado en su persona. Que se les impida usar los labios, ojos y oídos para no ofender de nuevo a Dios, incluso en el Infierno. Y que sean enterrados en suelo no consagrado. Así serán castigados los Concupiscenti».
Allí estaba: el destino de Mona y quién sabe de cuántos otros. Un destino en parte provocado por la agitación político-religiosa de la Europa de aquel tiempo, como Finian había imaginado. La Inglaterra del rey Enrique, alejada de la protección del papa Alejandro a causa de la muerte de Thomas Becket, se había congraciado con él al perseguir a una secta hereje en Irlanda, una secta que aparentemente había prosperado durante más de cuatro mil años.
—Venga, vamos a tomarnos un respiro mientras los otros llegan. Debo decir que todo ha salido bastante bien. ¿Llegaste a ver la bola de luz? ¡Guau!
—¿Pero podrás retocar los hábitos en las fotos?
—Con la tecnología digital se puede convertir a cualquiera en indio americano en plena danza de guerra si se quiere.
—Perfecto. No nos gustaría tener que demandarte por haber roto nuestro pacto de confidencialidad.
Gallagher y yo habíamos conseguido liberarnos. Escondidos detrás de las piedras, pero pegados a las rejas, podíamos escuchar la conversación. Campion y Roche hablaban con otra pareja, un hombre y una mujer, ambos con acento americano.
Después de algunas risas a un comentario de Roche, Campion dijo:
—Recuerda, nuestro propósito principal es proteger a la comunidad. No queremos que nos molesten. Por eso pensamos que era mejor plasmarlo en un contrato.
—Claro. Es lo lógico. ¿Qué pasa con los hombres que contrataste para excavar?
—Son extranjeros. Apenas saben hablar inglés.
—¿Son los mismos que lo cargaron en el remolque esta mañana?
—No. Pensamos que sería mejor contratar a otra cuadrilla.
—¿Y cuándo piensas mandarlo al Museo Nacional?
Hubo una pausa embarazosa. Entonces Roche intervino:
—Será lo primero que haga en Año Nuevo. Está cerrado hasta entonces.
—Bien, ha sido todo un reto sacar las primeras fotos, bien vale el dinero.
—Sí. Puede que podamos hacerlo pasar como el descubrimiento del siglo XXI equivalente al hallazgo de Tutankamon. Quizá el
National Geographic
se interese.
—Eso espero. Necesitaremos su ayuda para pagar tus honorarios.
Las voces empezaron a apagarse. Más risas. Entonces oímos otras voces en la distancia, otra pareja que se les unía.
Gallagher y yo intercambiamos miradas. Y sólo entonces —todavía seguía muy desorientada— reconocí las voces.
—¡Mierda!, conozco a esos dos periodistas —exclamé—. Ellos nos ayudarán a salir de aquí.
Gallagher ahuecó las manos alrededor de la boca y gritó:
—Escuchen. Soy oficial de policía. Quiero hablar con su gente.
«No es una buena invitación», Matt, pensé. Quise probar.
—Aquí, Sam. Soy Illaun Bowe. Necesitamos tu ayuda.
No hubo respuesta. Podía escuchar el eco de sus voces rebotando en las columnas. Estaban demasiado lejos.
Una sombra ondeó por los barrotes.
Hice un último intento.
—Soco…
Henry tenía sus manos en mi garganta antes de que pudiera terminar de hablar. Su fuerza era asombrosa. No podía respirar.
Gallagher se lanzó contra Henry, pero no consiguió moverlo. Puntos negros flotaban en mis pupilas mientras la sangre atrapada en mi cerebro perdía oxígeno, sin embargo, no sé cómo, conseguí meter la mano en el bolsillo de mi parka y agarrar el martillo. Lo saqué haciendo señas a Gallagher con los ojos. En un segundo me lo quitó y golpeó el cráneo de Henry. Este gruñó y se tambaleó, pero no dejó de apretar. Gallagher volvió a levantar el martillo hasta darle en mitad de la cabeza con todas sus fuerzas. Henry se estrelló contra los barrotes y se desmayó, haciendo que los dos nos desplomáramos en el suelo.
Para cuando Gallagher consiguió quitármelo de encima, la cripta estaba en silencio.
—No sé qué demonios pasa aquí —declaró Gallagher—, pero ten por seguro que pienso pararles los pies tan pronto como encuentre un teléfono.
—¿Qué pasa con Henry?
—Estará K.O. el tiempo suficiente para que escapemos. ¿Qué le pasa en la cara?
—Es cinocéfalo… bueno, al menos así es como oí que le llamaban una vez.
—¿Un cino… qué?
—Un cinocéfalo. Sufre una deformación congénita que le afecta a los huesos del cráneo y la cara. Hoy en día se puede corregir. Dejarle sin operar fue cruel.
—Por lo que hemos visto parece un poco tonto, ¿no?
—Sí, o al menos Roche le trata como tal.
«Y está a sus órdenes», pensé. Él debió de cumplir lo que ella le ordenaba todas las veces que me lo encontré, incluyendo aquella noche en el patio. En aquella ocasión debió de querer destruir cualquier prueba de lo que habíamos encontrado en Monashee; pero cuando Keelan llegó, tuvieron que huir. Y luego estaba lo del montaje de la iglesia, Roche llamando a mi madre para hacerme caer en la trampa, con Henry preparado para atacar. Puede que incluso fuera él quien le contó que había estado sacando fotos del pórtico oeste. Pero me resultaba imposible atribuirle ninguna maldad.