—En la primera llamada que hiciste a Keelan, ¿le explicaste por qué tenía que cancelar la reunión?
—Bueno, yo…
—No pasa nada, Peggy. Sólo quiero saber qué le dijiste exactamente.
—Le dije que se había encontrado un cuerpo al otro lado del río, en Newgrange, y que habías ido a examinarlo. Illaun, pareces preocupada. ¿Qué ocurre?
—Nada. Pero tengo que ir a la oficina a hacer algunas llamadas —contesté dirigiéndome hacia la puerta.
—¿Por qué no las haces desde aquí?
—Necesito consultar algunos datos. No tardaré.
Llamé a Seamus Crean a su móvil. Estaba en la cama del hospital esperando los resultados de los rayos X y los otros análisis, pero su respiración parecía más fluida.
—Seamus, el hombre del coche que habló contigo el día que descubriste el cadáver… dijiste que hablaba con educación y que tenía un poco de barba. ¿Por casualidad no conducía un Miera azul?
—Así es, señora.
—Y te preguntó si el terreno iba a convertirse en un aparcamiento. ¿Hablasteis de algo más?
—La conversación trató sobre el cuerpo de la mujer. Debí de decir algo sobre ella, no sé. Pero sólo estaba interesado en saber si se había encontrado alguna joya u ornamento junto con ella, y le dije que no.
Le di las gracias a Seamus e hice la siguiente llamada.
—Muriel, esto es muy importante. El nombre de la mujer con la que habló Frank Traynor cuando estabas el viernes con él en el coche… Si no puedes recordarlo, ¿cómo estás tan segura de que era un nombre de mujer?
—Por el sonido. Sonaba femenino.
—¿Como Keelan?
—Eso es.
Descubrió, por mi manera de suspirar, que pasaba algo.
—¿La habéis encontrado?
—Parece que es un hombre. No puedo decirte nada más de momento. Sólo una última cosa: ¿has tenido noticias de Terence Ivers durante los últimos días? —la falta de contacto de Ivers me preocupaba por alguna razón. A la vista de lo que estaba descubriendo, no parecía muy importante, pero aun así necesitaba saberlo.
—No directamente. Quería hablar con él sobre tu cuerpo de turba, pero parece que se ha ido fuera a celebrar la Navidad.
Eso debía dejarme tranquila, pero mi estómago estaba demasiado encogido para sentir ninguna emoción.
Por fin hice la última llamada, la única que tenía que hacer.
—Matt, según el sargento O’Hagan, Traynor recibió dos llamadas en su móvil poco antes de morir. ¿Es así?
—Sí, es correcto.
—Te voy a decir un número. Dime si es uno de ellos.
Le dije el número del móvil de Keelan. Podía oír a Gallagher pasando páginas.
—¿De dónde has sacado ese número? —preguntó finalmente.
—Seguro que no habéis podido identificar al que llamó, ¿verdad?
—No. Es un móvil de tarjeta. Bastante antiguo y sin registrar.
—También es el teléfono desde el que se hizo la llamada a Traynor cuando Muriel Blunden estaba con él en el coche. Pero no fue hecha por una mujer. Era alguien de mi equipo, Keelan O’Rourke.
—¿Alguien de tu plantilla?
—Sí, además estuvo fuera cuando Traynor fue asesinado y no tiene una coartada convincente. También lleva esos guantes sin dedos, que se convierten en mitones… Sé que las huellas del asesino eran así y… y creo que sabe que sospecho de él. ¡Dios, no puedo creer que esto esté pasando!
—Escucha, espera un segundo. Explícame cómo lo has descubierto.
Le conté a Gallagher lo que había pasado en el Old Mill.
—¿Dónde está ahora?
—En Castleboyne, comprando un regalo para su hermana. O al menos eso ha dicho.
—Estamos de camino. Lo mejor que puedes hacer es actuar con normalidad. Vuelve al pub si habéis quedado allí. ¿Dónde está?
—Donde la calle Market cambia para llamarse Old Bridge. No tiene pérdida.
Colgué el teléfono, con el corazón desbocado. Entré en casa y me senté un momento en el salón con las luces apagadas y las cortinas echadas, tratando de recuperarme de la agitación que sentía. Entonces noté que me subía la comida por el esófago y salí disparada hacia el cuarto de baño.
Mi casa está en la curva del río, a dos kilómetros de Castleboyne. La carretera de la ciudad sigue el curso del Boyne y puede verse desde el mirador del salón. Al volver del cuarto de baño las cortinas echadas se iluminaron con los faros de un coche que pasaba. ¿O puede que entrara? Era demasiado pronto para que Richard y compañía llegaran. Fui a la ventana y me asomé por un resquicio de las cortinas. Aparcado en la entrada junto al coche de mi madre estaba el Miera azul. Cerré de golpe y corrí hacia el teléfono del vestíbulo. El timbre de la puerta sonó. Me quedé parada en mitad de la habitación.
«Me oirá si hablo desde el vestíbulo». Mi móvil estaba en la chaqueta que había dejado en la oficina, tenía que atravesar el vestíbulo… Respiré hondo. «Hazlo».
El timbre volvió a sonar.
«Sabe que estoy aquí». Volví al vestíbulo. «Trata de ganar tiempo, actúa con normalidad».
—Un momento, por favor, ahora mismo voy. «
Horacio
no estaba. Maldita sea».
Fui a la oficina, me puse la chaqueta y cogí el móvil.
Una voz amortiguada sonó tras la puerta.
—Hola, Illaun. Soy yo, Keelan.
Escribí: «K EN CASA. SOCORRO». Busqué Matt G., presioné OK, vi mensaje enviado. Y confié.
Volví hasta el vestíbulo preguntándome si no tendría que impedirle pasar. «Debía de conocer a su asesino». Odiaba oír esa frase en las noticias. Hombres con inclinaciones asesinas, aprovechándose de la confianza.
Keelan golpeó la puerta y después gritó a través de la rendija del buzón.
—Tengo un regalo para ti. No querrás que me muera de frío, ¿verdad?
«No me podía importar menos. De hecho morirse de frío me parecía demasiado suave».
Tomé la decisión y me dirigí a la puerta. «Utiliza la técnica que tu padre te enseñó. Respira hondo. Pon voz segura».
—Ya voy, ya voy. Agarra tu gorro de Papá Noel.
Abrí la puerta y vi a Keelan un poco nervioso, agarrando un paquete contra el pecho. «Quizá sólo quiera dármelo e irse», pensé. «Habla con él».
—Me pillas saliendo hacia el pub. Sólo vine a refrescarme. Esperaba encontrarte allí.
—Lo sé, he llamado pero no estabas. Les dije a las chicas que necesitaba verte antes, y por eso he venido. Yo… necesito explicarte este regalo. ¿Puedo pasar?
Ya había decidido seguirle la corriente con cualquier cosa que le hiciera sentirse cómodo.
—Claro. ¿Quieres beber algo? —me volví hacia el salón y encendí las luces.
—Creo que ya he rebasado el límite, será mejor que no. Tengo que conducir hasta Navan.
—Por eso he tenido que llamar a un taxi para que me lleve al pub —mentí—. Tiene que estar a punto de llegar.
Keelan no demostró ningún interés, se dejó caer en un sillón con pesadez.
—Tengo algo que confesarte —declaró.
Me senté frente a él, tensa y dispuesta a salir pitando.
—Lo mejor que puedes hacer es abrir esto primero —comentó poniéndose de pie y pasándome el paquete.
Mis manos temblaban mientras trataba de quitar la cinta adhesiva que cerraba el paquete. Observé que el papel estaba decorado con coronas de acebo. Intenté no especular sobre su contenido, el cuchillo que habría utilizado para llevar a cabo los asesinatos… restos de ropa de las víctimas, o algo peor…
Keelan volvió a sentarse, y por fin conseguí abrir el paquete. Dentro había un papel de burbujas. Sólo una pequeña tira de celo lo cerraba, la abrí fácilmente y miré al interior. Mi garganta se secó.
—Adelante —me animó Keelan—. Sácalo —cogió el papel de envolver y empezó a jugar con él.
De mala gana metí el índice y el pulgar y saqué una pieza de hueso del tamaño de un tarro de especias.
—Seguro que sabes de dónde lo saqué —me retó.
Podía oír mi respiración agitada a través de la nariz, y los latidos de mi corazón acelerándose a cada segundo. Quería salir de allí.
—Venga, míralo.
Contemplé lo que tenía entre los dedos y vi que era una talla de una mujer. Pero estaba demasiado nerviosa para observarla con detalle.
—¿No lo adivinas? —Keelan había hecho una bola prieta con el papel de envolver.
—¿Estaba en la turba…, en el sarcófago…, en el cuerpo enterrado?
—Pensé que lo acertarías a la primera —dijo.
—¿Pero… por qué me lo das ahora… así?
Keelan soltó una tos nerviosa.
—Lo encontré, sabes. No le dije nada a Gayle. Algo me pasó por la mente y lo guardé en el bolsillo para llevarlo a casa. Desde entonces me he estado preguntando por qué. Sólo necesitaba poseerlo durante un tiempo. Quiero decir que nos pasamos el día cavando, la mayoría de las veces bajo un tiempo infernal, otras en viejos montones de basura o pozos negros, por amor de Dios, y ¿para qué? Para sacar cosas que son catalogadas y exhibidas en otro lugar, y no volver a verlas. Nosotros, los que hacemos el trabajo sucio, nunca llegamos a conocer los objetos que encontramos… a dedicarles tiempo, sin prisas ni vigilancia.
—Entonces decidiste llevarte éste a casa y limpiarlo.
—Sí, pero pensaba decirte que lo había cogido al día siguiente. Luego con todo lo que ocurrió, el asesinato y lo demás, se me pasó. Por eso ahora te lo devuelvo.
Los faros de un coche se colaron por el mirador que había dejado con la cortina entreabierta.
—¿Quién es? —preguntó con los ojos fijos en la puerta del salón.
—Probablemente será el taxi.
—¡Mierda!, quiero que esto quede aclarado esta noche.
—Podemos hacer una cosa: le pediré que vuelva dentro de media hora.
—Hazlo.
Dejé la talla en el sofá y estaba a punto de dejar la habitación cuando oímos el ruido de una llave en la cerradura del vestíbulo.
—Illaun… —era Peggy—. Hola —dijo desde el vestíbulo.
¿Qué demonios hacía ella aquí?
Keelan se levantó.
—Quiero que esto quede entre nosotros —dijo acercándose hacia mí.
Me eché hacia atrás.
—Seguramente ha venido a coger alguna cosa de la oficina —sugerí—. Déjame que lo arregle.
Fui hacia el vestíbulo y me dirigí a la puerta, donde me encontré con Gallagher y otro detective con las espaldas pegadas contra la pared. Gallagher puso su mano sobre mi hombro y me empujó hacia la puerta, intercambiando señas con las cejas mientras nos cruzábamos: «¿Está dentro?»
Asentí e indiqué con las palmas de las manos hacia abajo que las cosas estaban bastante tranquilas. Peggy, con sus ojos pintados abiertos como platos, esperaba en el quicio más necesitada de ayuda que yo, a juzgar por su aspecto. La rodeé con mis brazos cuando los dos hombres entraron en la habitación, y entonces oímos unos gritos broncos y la voz chillona de Keelan protestando.
—Aparecieron en el pub —me explicó Peggy—. Preguntaron si alguien del equipo estaba ahí. Luego me preguntaron si tenía una copia de la llave de la casa; me alegré de poder dársela, pero pensaron que sería mejor que entrara yo y abriera la puerta. ¿Qué está pasando, Illaun? ¿Está Keelan borracho o qué?
—Tiene mucho que ocultar —declaré.
Gallagher asomó la cabeza al vestíbulo.
—Señorita Bowe, ¿podría venir, por favor? Y, señorita Montague, ya puede irse. Muchas gracias por su ayuda.
Me quedé con Peggy hasta que se metió en el coche.
—Me hubiera gustado invitaros a todos durante un par de horas. Ni siquiera he tenido tiempo de felicitar a Gayle.
—Estoy segura de que lo entenderá.
—De todos modos, que tengas unas felices Navidades y Año Nuevo, te veré el lunes de la semana que viene.
—Lo mismo te digo… —encendió el motor—. Espero que Keelan esté bien.
—Lo estará.
Cuando se marchaba, me di cuenta de que no le había dado el regalo de Navidad que le había comprado, un imponente y colorista chal de seda. Aunque el detalle, regalado o no, parecía insignificante ahora.
Al volver al salón, Keelan seguía sentado en el mismo sitio aunque echando chispas por los ojos. El detective que había venido con Gallagher estaba de pie tras el sofá; la luz de la lámpara de libélulas arrojaba su sombra sobre Keelan.
—Supongo que querrás sentarte —dijo Gallagher—. Éste es mi colega, el sargento detective Ken Fitzgibbon.
Saludé a Fitzgibbon, cuya mano izquierda agarraba el sofá, mientras la derecha sujetaba algo oculto tras él. Gallagher era bastante grande, pero su compañero iba camino de ser un luchador de sumo; una cabeza rapada con forma de pepino y un semblante ceñudo completaban la apariencia de alguien con quien no me gustaría cruzarme por la calle.
—Me sentaré aquí —propuse, acercando una silla de la mesa del comedor.
Prefería tener a Keelan en diagonal en lugar de verlo de frente.
—¿Te ha hecho daño este tío? —me preguntó Gallagher.
—Jesús, Illaun —se quejó Keelan—, aclarémoslo de una vez. Era sólo un maldito colgante de hueso. ¿A qué viene esto?
—Aquí el señor O’Rourke afirma que te ha hecho una confesión completa. No parece entender que es a nosotros a quien nos la tiene que hacer.
—El señor O’Rourke ha admitido solamente haberse quedado con un objeto del hallazgo de Monashee, que me ha devuelto esta noche —señalé la talla que continuaba en el sillón—. No hemos discutido ningún otro aspecto del caso.
—¿El caso? ¿Qué jodido caso? —Keelan empezaba a ponerse agresivo.
Gallagher tomó el colgante y paseó delante de Keelan durante unos instantes, cambiándoselo de mano sin decir nada. De repente se inclinó y le habló al oído.
—¿Llamaste a Frank Traynor desde tu móvil el pasado viernes a las 14.48 exactamente?
Gallagher se sentó y observó la reacción de Keelan.
Éste se quedó como si le hubiera atropellado una apisonadora.
—¿Que si llamé a Frank Traynor…? —tragó con dificultad—. ¿Si llamé…?
—Contesta la jodida pregunta —gruñó Fitzgibbon desde detrás del sofá.
—Eh, denme tiempo para pensarlo, ¿quieren?
Fitzgibbon se rió con grandes carcajadas.
—Escucha esto, Matt. Quiere tiempo para pensar. ¿Dónde cree que está? ¿En un jodido examen?
Gallagher sonrió.
—Oye, tú, el pensador. Sabemos que llamaste a Frank Traynor el viernes pasado. Pero si prefieres seguir con esta farsa, tú mismo. Te encerraremos esta noche, y así tendrás tiempo de sobra para pensar, ya continuaremos mañana por la mañana. Por el contrario, puedes decirnos la verdad ahora, toda la verdad, la historia completa, de principio a fin; y quitarte ese peso. Depende de ti.