Se recostó, retorciendo nerviosamente el edredón.
—Hay cosas enterradas allí —su voz se había debilitado, abandonando su anterior vigor.
—¿Qué clase de cosas? —pregunté con delicadeza a punto de abrir la puerta.
Agarró un trozo de sábana y se la subió hasta la barbilla. Sus ojos estaban perdidos.
—Monstruos. Engendros de la naturaleza nacidos en la maternidad y enviados a la abadía de Grange para que se dispusiera de ellos sin dejar rastro. Allí era donde los enterraban.
Y añadió en un susurro:
—Por favor, no dejes que me entierren en ese sitio olvidado de Dios.
—No se preocupe, hermana. No dejaré que le hagan nada.
Abrí la puerta, vi reflejada en ella el brazo levantado de la hermana y tuve el tiempo justo para esquivar el reloj que se estampó contra la puerta a la altura donde, hasta hace unos segundos, había estado mi cabeza. Chocó estruendosamente contra el suelo, perdiendo la pila, que rodó hasta debajo de la cama.
—¡Estúpida, estúpida niña! —gritaba la hermana Gabriela—. No pudiste resistir meter a un hombre en tu cama, y ahora mira lo que has conseguido a cambio de un rato de placer: un doloroso parto, un bebé que nunca volverás a ver y toda una vida para lamentarlo…
Me escabullí antes de que me lanzara algo más.
Fran ya se estaba acercando por el pasillo, con cara de preocupación.
—¿Qué ha pasado?
—Nada —dije sonriendo— se nos ha echado el tiempo encima… —le devolví el reloj a Fran, quien me miró desconcertada.
Vi que se había parado exactamente a las 16.05. Los últimos rayos del atardecer debían de estar retirándose de la cámara sur de Dowth.
De vuelta a Castleboyne preferí no darle muchos detalles a Fran sobre mi conversación con la hermana Gabriela; me disculpé diciendo que antes tenía que separar la paja del heno para poder encontrarle sentido.
Fran me comprendió perfectamente.
—Te entiendo. Te ha puesto la cabeza como un bombo. Escucharla mucho rato puede dejarte el cerebro tan revuelto como el suyo.
Mientras la llevaba a su casa aproveché para darle dos regalos, envueltos y adornados con una cinta roja. Uno era un DVD con los vídeos y actuaciones musicales de The Cure; y el otro, un poco en plan de broma, era un cepillo de ducha con forma de una boca abierta, que permitía a quien lo usara imaginar que estaba siendo mordido.
—¡Antes de Navidad! —exclamó Fran—. Estoy asombrada. ¿Puedo abrirlos ahora?
—No. El hecho de que los tengas no es excusa para romper la tradición.
Fran se rió.
—Y éstos son para Daisy y Oisín… —había encontrado unas esencias de pachulí para el baño que sabía que a Daisy le gustaban, y para Oisín un CD de un cantante de
rap
que su madre desaprobaría.
Fran me besó en la mejilla.
—Gracias. Me tengo que ir. Me llevo a los dos a ver una película y a McDonalds como premio por haber colocado todos los adornos mientras yo no estaba, al menos eso espero.
Cuando llegué a casa todo estaba oscuro, indicándome que tanto Peggy como mi madre se habían ido. Encendí la luz de la cocina y divisé inmediatamente la nota pegada en la nevera: «LLAMÓ GILLIAN. TIENES ENSAYO DEL CORO A LAS SIETE EN LA IGLESIA».
No estaba previsto; supuse que sería porque Gillian no había asistido al ensayo anterior y quería comprobar por sí misma que estábamos preparados para la Misa del Gallo de Nochebuena. Miré la hora. Eran casi las 6.30. Había prometido a Finian decirle dónde pensaba pasar la noche. Me di cuenta de que había estado posponiéndolo porque, con la casa toda para mí, podía anticipar esa deliciosa sensación de libertad al estar en tu propia compañía durante un rato. Lo que estaría fenomenal hasta que me despertara aterrorizada, en mitad de la noche, pensando que alguien estaba entrando. Sin embargo, llamé a Finian y le dije que decidiría dónde quedarme tras el ensayo.
Entré en la iglesia por una puerta lateral que daba directamente a las escaleras que subían al coro. Las lámparas de cada descansillo estaban encendidas, pero cuando llegué a la entreplanta, las únicas luces eran las que venían de la nave; algunas se dejaban siempre encendidas, para la gente que entraba un momento a rezar o a poner una vela al lado de la cripta. El coro se encontraba en penumbra. Sólo estaba yo.
Como tenía la costumbre de llegar pronto a los sitios, no me pareció extraño que no hubiera llegado ningún solista. Lo que sí era raro era que Gillian Delahunty no estuviera ya allí.
—¿Hola? —susurré, tanteando en la pared para encontrar el interruptor de la luz.
Quizá mi madre había apuntado mal la hora. El ruido de unos pasos en la iglesia me detuvo. «No reveles tu presencia».
Avancé lentamente por las filas de bancos hasta asomarme a la barandilla. Allí abajo los únicos movimientos eran los de las sombras proyectadas en las columnas por el titilar de las velas votivas. Estaba segura de haber oído a alguien trotando velozmente por el pasillo central. «Trotando». ¿Un animal?
Fuera lo que fuese, podía estar ya precipitándose por las escaleras para atacarme, o esperándome en uno de los descansillos para abalanzarse sobre mí, pero no importaba: no podía quedarme atrapada donde estaba.
Volví a bajar las escaleras con el corazón cada vez más acelerado. Cuando alcancé la puerta que daba al atrio, tomé aire, la abrí, crucé y alcancé el picaporte de la puerta exterior. Se movió pero no se abrió. Estaba cerrada con llave.
No pensaba dejarme acorralar. Empujando las puertas batientes, entré en la iglesia y me paré un momento con los puños levantados, preparada para defenderme. Nada. No había nadie.
Supuse que sería la señora Dowling, la sacristana, cumpliendo su tarea de cerrar, apagar las luces y velas. ¿Y corriendo? No con sus casi sesenta y tantos años. Quizá fuera alguno de sus nietos.
Crucé por debajo del coro. Tenía varias opciones: probar la puerta frente al atrio, que probablemente estaría cerrada, o llegar hasta la sacristía, donde seguramente encontraría a la señora Dowling, quien me dejaría salir.
Doblé por la nave lateral hacia la sacristía. Mi brote de adrenalina había disminuido, pero todavía quería escapar del edificio; no me detuve a admirar el belén tamaño natural de María, José y el niño Jesús, los pastores de pie, y los Reyes de rodillas. Acababa de pasarlos cuando algo me hizo mirar atrás. Estaba segura de que uno de los pastores se había movido. Pensé que seguramente sería un efecto de las velas del altar.
El pastor estaba de espaldas a mí, pero mientras lo miraba se dio la vuelta. Entonces le oí, jadeando y resollando. Su rostro, en un primer momento, estaba oculto por las sombras, pero cuando emergió de las tinieblas y se acercó a mí, pude verlo claramente y grité.
Presa del terror traté de correr y me golpeé la cabeza contra el plinto que sobresalía de una de las columnas. Mi fuerza se evaporó y me tropecé contra un banco, al que me agarré para no caer.
Le oí gruñir mientras se acercaba. De algún modo recuperé la voz y empecé a pedir ayuda.
—¡Illaun! —alguien gritó mi nombre.
Obligando a mis piernas a moverse, me tambaleé hasta el pasillo lateral. La gente venía hacia mí desde la sacristía, guiados por Finian. Caí en sus brazos y perdí el conocimiento.
Abrí los ojos y vi a Fran sentada en la cama. No era mi cama. Ni siquiera mi dormitorio.
—¿Dónde estamos? —pregunté.
—Siempre es mejor que el consabido dónde estoy, aunque no es muy original —bromeó ella cogiendo mi muñeca y tomándome el pulso mientras miraba su reloj.
—Está mejor —contestó un poco después—. Estamos en mi casa. Pensamos que sería mejor traerte aquí después de que el médico te viera. Al fin y al cabo, soy enfermera. También el inspector Gallagher pensó que sería una buena idea.
Traté de incorporarme pero la cabeza me daba vueltas. Eso y un terrible dolor en la sien me convencieron para volver a recostarme.
—¿Quieres decir que Gallagher ha estado aquí? ¿De qué médico me hablas?
El doctor Walsh te ha examinado, lo mismo que ha venido haciendo durante casi cuarenta años —canturreó Fran con exagerada paciencia—. Y no, Gallagher no ha estado aquí, llamó por teléfono —miró hacia la puerta—. Eh, adivina qué: tienes visita.
Finian entró en la habitación y se acercó una silla.
—Me alegra verte de vuelta en el mundo de los vivos.
—¿Qué os hizo venir a la iglesia? —dije mirando de una cara a la otra—. ¿Y por qué no estás en el cine? —reprendí a Fran.
—Finian me llamó cuando estaba a punto de salir. Me preguntó por el ensayo del coro.
—Gillian Delahunty pasó frente a mí conduciendo, en dirección a la salida de la ciudad, cuando yo entraba en Castleboyne, hacia las siete menos cuarto —explicó Finian—. Me pareció raro, por lo que decidí pasarme por casa de Fran y comprobar si ella también estaba en el ensayo.
Fran me puso un trapo húmedo y frío en un lado de la frente.
—Yo no sabía nada de ningún ensayo, así que nos fuimos disparados a la iglesia. Estábamos hablando en la sacristía con la señora Dowling cuando te oímos gritar.
—¿Y llegasteis a verle?
Finian miró a Fran.
—Parecías estar huyendo de alguien, es verdad…
—Pero allí no había nadie —declaró Fran.
—Sí, lo había. El pastor de la cripta, el animal… estaba gruñendo.
Se miraron entre ellos.
—Creo que definitivamente la hermana Gabriela te ha trastornado el cerebro —dijo Fran.
—No, no. No estáis escuchando. El apicultor se había quitado su… el velo… Estaba esperando a que yo pasara para atacarme… Tenía la cara de, la cara de un lobo… un perro…
Finian me cogió la mano.
—Bueno, pues no tuvimos el placer de presentarnos. La señora Dowling había cerrado la puerta del coro pero no la del otro lado, así es como él o ella logró escapar.
A pesar de su tono tranquilizador, estaba segura de que creía que deliraba.
—Había una nota de mi madre avisándome del ensayo —señalé—. No me lo he inventado. Vamos a llamarla y a preguntar con quién habló.
Volvieron a intercambiar miradas.
—Creo que es mejor no preocuparla a esta hora de la noche —sugirió Fran.
Me di cuenta de que no tenía ni idea de la hora que era.
—Sí, creo que Fran tiene razón. Son más de las once —me informó Finian.
—Y tienes que descansar —añadió Fran.
—¿Descansar? He estado inconsciente durante cuatro horas. ¿Quién necesita el maldito descanso? —estaba enfadada por no llevar la iniciativa, y ser tratada como si me hubiera vuelto loca.
Forcejeé para salir de la cama, dándome cuenta de que llevaba puesto un camisón color limón que no era mío. Evidentemente, Fran me había desnudado y metido en la cama. Pensar en ella y Finian aliados para protegerme me golpeó como una ola.
Me recosté de nuevo y cerré los ojos, pero sabía que las lágrimas habían empezado a correr por mis mejillas.
—Lo siento —murmuré.
—¿Qué es lo que tienes que sentir? —preguntó Fran—. Sólo queremos que te pongas bien.
Lo último que recuerdo fueron las caricias de Finian en mi mano.
Gallagher llegó a la casa un poco antes de las diez de la mañana. Fran se había llevado a Daisy y a Oisín al centro comercial de Blanchardstown a desayunar y a asistir a una sesión matinal de la película que no habían podido ver la noche anterior, poniendo en práctica lo que pensé era un buen soborno.
—Tienes un buen chichón —soltó Gallagher al entrar—. ¿En qué lío te metiste anoche?
Le guié hasta el salón de Fran y nos sentamos cada uno en un sillón.
—Sólo seguí las instrucciones de mi madre. Una mujer haciéndose pasar por Gillian Delahunty llamó poco después de las cinco para recordarme que había ensayo de villancicos. Quienquiera que fuese debía de saber que yo no estaba en casa. Era un modo de hacerme ir sola hasta la entreplanta del coro, pero no contaron con que me adelantaría. Luego la señora Dowling cerró la puerta más próxima, lo que les estropeó sus planes. Entonces el asesino se escondió en el belén. Desde allí podía ver por dónde pensaba salir y atacarme por la espalda.
—Pero no te atacaron.
—No. Al oír el grito de Finian se asustó y él o ella se fue.
—¿Por qué piensas que pudo ser una mujer?
—Estaba muy oscuro y era difícil ver. Pero el hábito era el mismo que vi en el patio aquella noche. Creo que es el antiguo hábito de las monjas de la abadía de Grange.
—¡Otra vez las monjas!
—Sí. Sólo por un momento trata de considerar unas pocas cuestiones. Para empezar, Muriel Blunden dijo que Traynor había quedado con una mujer. Luego tenemos el mensaje escrito en latín de la tarjeta colocada junto al cuerpo de Traynor: el emblema de la orden de las monjas está en latín, incluso cantan todos sus himnos en latín. Y qué me dices de la relación entre Geraldine Campion, Traynor y Ward; el probable uso de Monashee como un
cillín;
el hecho de que alguien cercano estuviera almacenando partes de cuerpos de niños; y la cuestión de que Traynor esperase encontrar un bebé deforme. Incluso sabemos que en el pasado las monjas fueron sospechosas de haberse apropiado de un cuerpo mutilado que, inicialmente, estaba enterrado en Monashee, lo que las conecta también con Mona y en último término con las heridas infligidas a Traynor y O’Hagan. Y, para terminar, el acebo aparece en el emblema de la iglesia de la abadía de Grange. ¿Dije que consideraras unas pocas cuestiones?
—¡Guau! Veo que ese golpe en la frente no te ha mermado. Aunque ahora me toca a mí ser un aguafiestas. Todo lo que estás diciendo es pura especulación, de un modo u otro. Me temo que mezclar partes de verdad con hechos no comprobados no forma parte de mi labor. Y además está la cuestión de lo que viste ayer por la noche…
Sabía lo que me iba a decir.
Gallagher buscó su libreta.
—De acuerdo con tus amigos, cuando el pastor del belén cobró vida… —se paró a propósito—, él o ella, no estabas segura, tenía la cara de un animal… que gruñía mientras trataba de atraparte.
—Escucha, estaba oscuro y tenía miedo. Puede que mi imaginación me jugara una mala pasada, pero ahí había alguien, y además tenía algo extraño en la cara.
—No lo dudo. Y tampoco trataba de ser impertinente. Sólo quiero que comprendas lo difícil que puede resultarme convencer a mis superiores, por no mencionar a mi equipo, de que se tomen en serio lo que me has contado.