Por otro lado, si Geraldine Campion también estaba protegiendo a Muriel, entonces puede que sólo tratara de hacerme creer que estaba en contra de construir un hotel en Monashee para que yo no siguiera investigando.
Además estaba lo del ministro de Turismo y Patrimonio, Derek Ward. Casi me había olvidado de su implicación en el asunto. Pero ahora todo encajaba limpiamente. Como ministro responsable del Museo Nacional, debió de hacer la vista gorda cuando Muriel fue captada, ayudándola disimuladamente a su manera. A él también le convendría que no resultara implicada.
Dejé la bandeja a un lado del sofá y apagué la televisión. ¡Qué extraños compañeros de cama hacían! La monja, el hotelero, la funcionaría, el sargento de la policía y el político; como los variopintos peregrinos medievales de uno de los
Cuentos de Canterbury
de Chaucer. «Había una monja, una madre priora…»
La idea de «compañeros de cama» se me coló en la cabeza, mitad imagen, mitad expresión y, entonces, ¡bang!, lo vi claramente reclamando toda mi atención. ¡Muriel Blunden y Frank Traynor habían sido amantes! Tenía que ser eso. A partir de ahí se explicaba todo: la complaciente entrevista de la radio, la desaprobación del hallazgo, el que fueran juntos en el coche, y ahora ese empeño en protegerla. No tuvieron que convencerla para meterla en el proyecto, estuvo ahí desde el principio.
Excitada por mi nueva vocación de detective de sillón, fui hacia el armario de las bebidas y me serví una copa de vino de una botella medio vacía de Shiraz australiano que había abierto la noche antes de que me llamaran desde Monashee. Eso fue…, hice la cuenta, cuatro noches atrás. Había puesto un tapón de goma y saqué el aire de la botella.
Estaba bastante bueno, aunque no como el primer día. «Un poco como tú, querida». Una voz familiar dentro de mi cabeza aprovechaba la oportunidad de tenderme una emboscada.
«Esta no es vida para una mujer de tu edad, comiendo sobras, bebiendo los restos de las botellas de hace una semana…» La voz tenía un increíble parecido a la de mi madre, con un toque de la risa estridente de una bruja.
—¡Vade retro, Satán! —grité volviendo a colocar el tapón de un golpe.
Me senté de nuevo, con el vaso en la mano y recapitulé sobre lo que había descubierto. ¿Qué pasaría si barajara la hipótesis de que fue uno de los socios en el negocio quien, si no cometió físicamente el asesinato, sí pudo ordenarlo o engañar a Traynor para que acudiera a la cita con el sicario? ¿Pero cuál de ellos podía ser? ¿Muriel Blunden? Que ella y Traynor fueran amantes no la excluía de ser sospechosa. Pudo haber mentido sobre que él quedara con una mujer. Por otro lado, si ella estaba diciendo la verdad, entonces ¿con quién había quedado Traynor en Monashee? ¿La abadesa? La hermana Campion había dicho que ella y Traynor eran amigos, no sólo socios, y además había dejado entrever que ella no estuvo directamente involucrada en las negociaciones: «Los trámites legales son más labor de la tesorera que míos…»
Por supuesto, ¡la hermana Roche! La había dejado fuera de la función. Quizá había llegado a un trato provechoso sobre los terrenos, en el que ella saliera beneficiada, y Frank Traynor, habiéndolo descubierto, había ido a desenmascararla. ¿Pero cómo pudo ella describir las heridas de Mona al asesino? Siempre llegaba a lo mismo. Salvo que… ¿con quién quedó Malcolm Sherry para comer aquel día?
«Tranquila, Illaun, tómatelo con calma».
Mi cerebro se había convertido en un tren sin control, rodando cada vez a más velocidad con cada nueva teoría que aparecía y desaparecía de mi cabeza como estaciones de paso. A pesar de que sólo había bebido media copa de vino, me sentía como si estuviera borracha, sospechando de gente decente y normal de haber cometido un asesinato especialmente cruel. Mis pinitos como investigadora eran capaces de llevarme a la cárcel antes que a ninguno. Mejor dejarlo en manos de los expertos. Me recosté en el sofá y cerré los ojos.
Cuando
Boo
aterrizó en mi regazo, supe que me había quedado medio dormida, aunque no sabría decir por cuánto tiempo, unos segundos o quizá media hora. Por lo menos el tren expreso de mi cabeza estaba aparcado en vía muerta. Afuera se había levantado un fuerte viento, podía oír el ruido que hacía al golpear la tapa del buzón.
El teléfono sonó en el vestíbulo. Era Finian, un poco molesto conmigo por no haberle devuelto la llamada. Le expliqué que necesitaba tener tiempo para reflexionar.
—¿Significa eso que no vas a venir conmigo mañana por la noche?
La fiesta de Jocelyn Carew, me había olvidado totalmente de contestarle. Consideré por un instante si mi pésima memoria no sería un primer síntoma de Alzheimer, proveniente de mi herencia genética. Pero lo descarté igual de rápido: puede que no recordara dónde había dejado mis llaves un minuto antes, pero mi memoria a largo plazo era como un vicio, o al menos eso me dije.
—Lo siento, Finian. Por supuesto que te acompañaré.
—Demasiado tarde, la oferta expiró ayer.
Sabía que me tomaba el pelo.
—Se me ha ido totalmente de la cabeza, con todas las cosas que han ocurrido. Por cierto, ¿tienes intención de pasar la noche en Dublín? —me mordí el labio. ¿Por qué habría tenido que sacar ese tema?
—No… —contestó un poco desconcertado—. ¿Por qué tendría que quedarme?
—Bueno, ya sabes… beber si luego tienes que conducir cincuenta kilómetros de vuelta… —sabía que la excusa sonaba ridícula.
—¿Te gustaría pasar la noche en Dublín?
—Pues… —sabía que había algún impedimento, o quizá estaba tratando de inventarlo—. ¿Mañana qué día es?
—20.
—Eso significa que es la víspera del solsticio. Tengo que estar en Newgrange a primera hora de la mañana, toda arreglada y peinada.
—Entonces dejémoslo estar. Sólo tenemos que decidir a qué hora vamos a salir.
Estuvimos hablando unos minutos más y después nos dimos las buenas noches. Colgué pensando cómo en tan breve tiempo había conseguido descubrirme más de lo debido y, a la vez, sabotear una oportunidad de poder estar juntos.
Me bebí el resto del vino y recogí la bandeja. Restos de comida y restos de vino, parecía la letra de una de esas canciones
country
que intentaba fingir que no me gustaban.
Y ahora todo lo que tengo en esta triste vida
son sólo restos de comida y restos de bebida…
Y de alguna manera Finian era mi resto de felicidad.
Al llegar a la cocina, un golpe de viento se llevó por delante una maceta de plástico que estaba en el alféizar y la mandó rodando al otro lado de la casa.
Horacio
estaría ladrando ante una noche así, en la que el viento confundía su percepción para distinguir las cosas reales de las imaginarias, pero estaba con mi madre en casa de mi tía Betty.
Sintiéndome sola y vulnerable, recorrí la casa comprobando que las contraventanas estuvieran cerradas y la alarma conectada. Al entrar en el cuarto trastero para comprobar que la puerta del patio estaba atrancada, algo arañó el cristal de la ventana.
Me quede inmóvil. Partículas de miedo habían entrado en mi sangre y la estaban congelando.
La puerta rechinó; una retorcida silueta surgió tras la ventana acercándose a ésta y volviéndola a arañar. Vi que era una rama de la enredadera de glicinias que golpeaba la puerta por culpa del viento.
Corrí el cerrojo y me apoyé contra la puerta, mientras mi corazón hacía horas extras para que la sangre retomara su ritmo y volviera a correr por mis venas.
—Buenos días, Illaun. ¿Has pasado un buen fin de semana? —me preguntó Peggy vivamente cuando entré en la oficina, mientras echaba un vistazo a los periódicos de la mañana.
Me senté y enchufé el portátil a una pantalla grande.
—Estupendo, lo que se dice, estupendo, no…
Pero Peggy no me estaba escuchando.
—Veo que los corredores de apuestas no esperan unas Navidades blancas. Alguno podría hacer una fortuna si nieva —comentó mientras me acercaba el
Times
y el
Independent.
Parecía que todos los clichés anuales estaban siendo desbancados: «La imagen de unas navidades blancas se desvanece»… En toda mi vida solamente recuerdo que nevara en Navidad una vez, y puede que incluso ésa me la haya inventado. «Las tiendas esperan una semana de infarto»… Nunca había visto un titular que dijera: «Los comercios esperan tener pocas ventas».
El
Times
traía también una foto a todo color de un grupo de niños cantando villancicos: «Miembros del coro Piccolo Lasso durante su concierto anual de Navidad en el Auditorio Nacional ayer por la noche».
—Sería una bonita foto para una felicitación, ¿no crees? —afirmó Peggy volviendo a su escritorio—. Sé que todavía estás indecisa sobre cómo las quieres.
Esto venía a cuento por un comentario que le había hecho al recibir una felicitación la semana anterior: «Felices vacaciones», decía, e iba acompañada de una foto de Dublín. Peggy prefería las tarjetas con bromas; sus periódicos favoritos eran los de la prensa rosa, uno de los cuales tenía abierto en la mesa.
Ignorando su comentario, escudriñé en el índice las noticias más importantes que traía el
Times.
No había nada que revelara si se había progresado en la investigación del asesinato.
—¡No me puedo creer que todavía no hayas mandado ninguna felicitación, Illaun! Eres un desastre —Peggy se había tomado mi falta de atención como una manera de evitar el tema, lo que en parte era verdad.
Déjenme que describa a Peggy: rellenita, pechugona y cincuentona, o como ella diría: voluptuosa, curvilínea y libre (esto último se refería al hecho de haber entrado en una edad donde tener niños ya no era un problema, pudiendo saciar su apetito sexual sin necesidad de tomar ninguna precaución, ya fuera química o profiláctica. No es que fuera promiscua: Fred, el marido de Peggy, era el único objeto de su deseo, y aquellos que lo sabían solían reírse de la figura escuálida y permanentemente abrumada de éste). Se cambiaba constantemente de peinado y de color de pelo —en este momento lo llevaba de un negro brillante, cortado en forma de casco a lo Louise Brooks, con el maquillaje de ojos a juego. Era una fanática de los productos de herbolario para cualquier dolencia, una ávida seguidora de los seriales de televisión, y una enciclopedia andante de la prensa rosa y de las vidas y romances de los famosos. Era además la mujer más organizada que nunca he conocido, justo lo que necesitaba como secretaria.
—Supongo que también habrás olvidado que el jueves tenemos la comida de la oficina.
—Claro que no —mentí—. Más vale que reservemos en alguna parte.
—¡Desde luego, Illaun! ¿De veras crees que vamos a encontrar un restaurante en todo Castleboyne que tenga una mesa libre para estas fechas? —dijo con sonrisa traviesa—. No te preocupes. Hice una reserva para nosotros cuatro en el Old Mill hace un mes.
¿Ven lo que digo?
—Voy a ver si te consigo algunas felicitaciones esta mañana y te imprimo las direcciones en los sobres. Lo único que tendrás que hacer es firmar —me sugirió mientras doblaba el periódico—. ¿Te parece bien?
—Perfecto. A propósito, ¿alguna alusión al asesinato en el periódico?
Me miró perpleja.
—¿Qué asesinato?
—Perdona, creí que lo sabías —ya me extrañaba a mí que no me lo hubiera preguntado nada más verme.
Descubrí que Peggy no había oído hablar de la muerte de Traynor, a pesar de que había salido en todos los boletines de radio y televisión durante todo el fin de semana, por no hablar de los periódicos sensacionalistas a los que ella estaba tan enganchada. Ahora entendía que hubiera tenido tanto tiempo para hacer otras cosas.
Intenté resumirle el máximo los acontecimientos ocurridos desde el viernes —lo que no era fácil, dadas las constantes interrupciones para que le contara más detalles.
—… lo que nos lleva hasta hoy —concluí casi media hora después, mirando el reloj de la oficina para indicarle que era hora de terminar—. Como puedes imaginar, estoy intentando recuperar la normalidad. Sin embargo trata de volver por un momento al jueves y viernes pasado. ¿Llamó alguien a la oficina buscando información sobre el hallazgo de Newgrange?
—Ningún periodista, si es a lo que te refieres.
—No, cualquiera. Especialmente alguien que no se identificara.
—No. Me hubiera acordado de una llamada así. De hecho la única persona con la que hablé fue Keelan. Eso fue el jueves, cuando le llamé para avisarle de que tenía que estar en el hospital al día siguiente.
—De acuerdo. Si llama alguien de la prensa, remítele al inspector Matt Gallagher de la comisaría de Drogheda. O mejor aún… —estaba pensando en que me haría ilusión cualquier cosa que pudiera molestar a Muriel Blunden, y entonces la imaginé llorando ante el cadáver de su amante, y especulé sobre lo sola que se sentiría, como les suele pasar a las queridas en esas ocasiones—. Olvídalo —le dije—. Ahora veamos qué es lo que hay que hacer.
Tenía que resumir los últimos datos de la investigación del empalme de autopistas, incluirlo en el informe y escribir una introducción. Quería saber qué decían las radiografías de Mona, concretamente la de la mano apretada. También tenía que descargar las fotografías digitales tomadas en la morgue y en la abadía y pasarlas al portátil. En algún momento tendría que decidir lo que quería ponerme para la cena de Jocelyn Carew. Y si todavía me quedaba tiempo, trataría de prepararme lo que quería decir en la entrevista con la revista
Dig.
Una vez enfrentada a esta agobiante lista, propuse a Peggy que se llevara mi coche hasta Castleboyne y que comprara las felicitaciones y un móvil nuevo mientras reparaban el cristal. Para cuando acabó con el correo y salió, yo estaba inmersa en el proyecto de la autopista. El nudo propuesto y las carreteras que convergían en él atravesaban un paisaje plagado de restos arqueológicos, un pequeño microcosmos de la historia de nuestro país. Entre los objetos que habíamos podido identificar había: un círculo de piedra prehistórico; algún dolmen, casas de una temprana Edad Media; los restos de un palacio anglo-normando que incluían las fortificaciones y murallas; dos cementerios, uno de los cuales era un
cillín
—un enterramiento para niños no bautizados—, y un área de terrenos de cultivo donde tuvieron lugar algunas escaramuzas de la batalla del Boyne en 1690 —en unas excavaciones realizadas en una trinchera se descubrieron tres puntas de lanza, una bayoneta, balas de mosquete y de cañón y un par de obuses—. Haber encontrado evidencia del hasta ahora desconocido enfrentamiento entre los ejércitos guillermistas y jacobitas era un buen ejemplo de cómo la arqueología podía ayudar a los historiadores a comprender mejor los acontecimientos del pasado.