Vinieron de la Tierra (7 page)

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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Vinieron de la Tierra
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De puntillas durante un inquietante intento de escapatoria, la actriz Janice Logan hizo las delicias de los espectadores.

LA SIRENA

Ray Bradbury

Introducción: La sirena

Filmada como
EL MONSTRUO DE TIEMPOS REMOTOS
(Warner Brothers, 1953).

Cuando Ray Bradbury escribió
La sirena en la niebla
para el
Saturday Evening Post
en 1952, abrió sin saberlo una Caja de Pandora llena de monstruosos behemots que no dejarían de atacar a los públicos de los cines durante los siguientes años.

Su vívido relato de un reptil gigante irremediablemente atraído por la inanimada luz de un faro sirvió como base para
El monstruo de tiempos remotos
, el primero de los muchos filmes de dinosaurios-liberados-por-el-átomo que los estremecidos espectadores devoraron durante los años 50 y principios de los 60.

Aunque la película se centraba principalmente en las escenas de la criatura de diez pisos de altura causando estragos en el centro de Manhattan, la breve pero efectiva historia de Bradbury quedaba condensada en una escasa pero hermosa secuencia de cuatro minutos. Las imágenes del gigantesco reptil acariciando violentamente la oscura estructura de piedra captan soberbiamente la mezcla maestra de fantasía y patetismo.

Parte del mérito de esta cuidada y poco habitual elaboración debe ser atribuido al mago de los efectos especiales, Ray Harryhausen. Utilizando una difícil y larga técnica de animación cuadro a cuadro, Harryhausen se sirvió de un modelo de dinosaurio de noventa centímetros de altura, expuso un cuadro de la película, movió la réplica del reptil imperceptiblemente, expuso otro cuadro, y así sucesivamente.

Se necesitaron aproximadamente siete meses para completar los elaborados efectos especiales e incorporarlos a la filmación de las escenas reales, las cuales, en comparación, habían sido rodadas en un período de apenas dos semanas. Luego, a partir del 13 de junio de 1953,
El monstruo
sembró el terror a lo largo de más de mil quinientos cines en toda América. A finales del verano había recaudado en taquilla más de cinco millones de dólares: ¡más de veinte veces su coste original de producción!

Es innecesario decir que a partir de entonces los monstruos gigantescos surgieron por todas partes del globo en busca de su bocado en el negocio. Gran Bretaña soltó a
El gigante Behemot
y el prehistórico Gorgo, Estados Unidos presentó sus hormigas gigantes en
La humanidad en peligro
, Italia nos proporcionó la viscosa masa de
Caltiki
y Japón puede enorgullecerse de la criatura que más ha sobrevivido de todos los tiempos,
Godzilla, el rey de los monstruos
.

Si Ray Bradbury lo hubiera sabido…

J
IM
W
YNORSKI

La Sirena

Allá afuera en el agua helada, lejos de la costa, esperábamos todas las noches la llegada de la niebla, y la niebla llegaba, y aceitábamos la maquinaria de bronce, y encendíamos los faros de niebla en lo alto de la torre. Como dos pájaros en el cielo gris, McDunn y yo lanzábamos el rayo de luz, rojo, luego blanco, luego rojo otra vez, que miraba los barcos solitarios. Y si ellos no veían nuestra luz, oían siempre nuestra voz, el grito alto y profundo de la sirena, que temblaba entre jirones de neblina y sobresaltaba y alejaba a las gaviotas como mazos de naipes arrojados al aire, y hacía crecer las olas y las cubría de espuma.

—Es una vida solitaria, pero uno se acostumbra, ¿no es cierto? —preguntó McDunn.

—Sí —dije—. Afortunadamente, es usted un buen conversador.

—Bueno, mañana irás a tierra —agregó McDunn sonriendo— a bailar con las muchachas y tomar gin.

—¿En qué piensa usted, McDunn, cuando lo dejo solo?

—En los misterios del mar.

McDunn encendió su pipa. Eran las siete y cuarto de una helada tarde de noviembre.

La luz movía su cola en doscientas direcciones, y la sirena zumbaba en la alta garganta del faro. En ciento cincuenta kilómetros de costa no había poblaciones; sólo un camino solitario que atravesaba los campos desiertos hasta el mar, un estrecho de tres kilómetros de frías aguas, y unos pocos barcos.

—Los misterios del mar —dijo McDunn pensativamente—. ¿Pensaste alguna vez que el mar es como un enorme copo de nieve? Se mueve y crece con mil formas y colores, siempre distintos. Es raro. Una noche, hace años, cuando todos los peces del mar salieron ahí a la superficie. Algo los hizo subir y quedarse flotando en las aguas, como temblando y mirando la luz del faro que caía sobre ellos, roja, blanca, roja, blanca, de modo que yo podía verles los ojitos. Me quedé helado. Eran como una gran cola de pavo real, y se quedaron ahí hasta la medianoche. Luego, casi sin ruido, desaparecieron. Un millón de peces desapareció. Imaginé que quizás, de algún modo, vinieron en peregrinación. Raro, pero piensa qué debe parecerles una torre que se alza veinte metros sobre las aguas, y el dios-luz que sale del faro, y la torre que se anuncia a sí misma con una voz de monstruo. Nunca volvieron aquellos peces, ¿pero no se te ocurre que creyeron ver a Dios?

Me estremecí. Miré las grandes y grises praderas del mar que se extendían hacia ninguna parte, hacia la nada.

—Oh, hay tantas cosas en el mar. —McDunn chupó su pipa nerviosamente, parpadeando. Estuvo nervioso durante todo el día y nunca dijo la causa—. A pesar de nuestras máquinas y los llamados submarinos, pasarán diez mil siglos antes que pisemos realmente las tierras sumergidas, sus fabulosos reinos, y sintamos realmente miedo. Piénsalo, allá abajo es todavía el año 300.000 antes de Cristo. Cuando nos paseábamos con trompetas arrancándonos países y cabezas, ellos vivían ya bajo las aguas, a dieciocho kilómetros de profundidad, helados en un tiempo tan antiguo como la cola de un cometa.

—Sí, es un mundo viejo.

—Ven. Te reservé algo especial.

Subimos con lentitud los ochenta escalones, hablando. Arriba, McDunn apagó las luces del cuarto para que no hubiese reflejos en las paredes de vidrio. El gran ojo de luz zumbaba y giraba con suavidad sobre sus cojinetes aceitados. La sirena llamaba regularmente cada quince segundos.

—Es como la voz de un animal, ¿no es cierto? —McDunn se asintió a sí mismo con un movimiento de cabeza—. Un gigantesco y solitario animal que grita en la noche. Echado aquí, al borde de diez billones de años, y llamando hacia los abismos. Estoy aquí, estoy aquí, estoy aquí. Y los abismos le responden, sí, le responden. Ya llevas aquí tres meses, Johnny, y es hora que lo sepas. En esta época del año —dijo McDunn estudiando la oscuridad y la niebla—, algo viene a visitar el faro.

—¿Los cardúmenes de peces?

—No, otra cosa. No te lo dije antes porque me creerías loco, pero no puedo callar más.

Si mi calendario no se equivoca, esta noche es la noche. No diré mucho, lo verás tú mismo. Siéntate aquí. Mañana, si quieres, empaquetas tus cosas y tomas la lancha y sacas el coche desde el galpón del muelle, y escapas hasta algún pueblito del mediterráneo y vives allí sin apagar nunca las luces de noche. No te acusaré. Ha ocurrido en los últimos tres años y sólo esta vez hay alguien conmigo. Espera y mira.

Pasó media hora y sólo murmuramos unas pocas frases. Cuando nos cansamos de esperar, McDunn me explicó algunas de sus ideas sobre la sirena.

—Un día, hace muchos años, vino un hombre y escuchó el sonido del océano en la costa fría y sin sol, y dijo: «Necesitamos una voz que llame sobre las aguas, que advierta los barcos; haré esa voz. Haré una voz que será como todo el tiempo y toda la niebla; una voz como una cama vacía junto a ti toda la noche, y como una casa vacía cuando abres la puerta, y como otoñales árboles desnudos. Un sonido de pájaros que vuelan hacia el sur, gritando, y un sonido de viento de noviembre y el mar en la costa dura y fría. Haré un sonido tan desolado que alcanzará a todos y al oírlo gemirán las almas, y los hogares parecerán más tibios, y en las distantes ciudades todos pensarán que es bueno estar en casa. Haré un sonido y un aparato y lo llamarán la sirena, y quienes lo oigan conocerán la tristeza de la eternidad y la brevedad de la vida».

La sirena llamó.

—Imaginé esta historia —dijo McDunn en voz baja— para explicar por qué esta criatura visita el faro todos los años. La sirena la llama, pienso, y ella viene…

—Pero… —interrumpí.

—Chist… —ordenó McDunn—. ¡Allí! Señaló los abismos.

Algo se acercaba al faro, nadando.

Era una noche helada, como ya dije. El frío entraba en el faro, la luz iba y venía, y la sirena llamaba y llamaba entre los hilos de la niebla. Uno no podía ver muy lejos, ni muy claro, pero allí estaba el mar profundo moviéndose alrededor de la tierra nocturna, aplastado y mudo, gris como barro, y aquí estábamos nosotros dos, solos en la torre, y allá, lejos al principio, se elevó una onda, y luego una ola, una burbuja, una raya de espuma. Y en seguida, desde la superficie del mar frío salió una cabeza, una cabeza grande, oscura, de ojos inmensos, y luego un cuello. Y luego… no un cuerpo, sino más cuello, y más. La cabeza se alzó doce metros por encima del agua sobre un delgado y hermoso cuello oscuro. Sólo entonces, como una islita de coral negro y moluscos y cangrejos, surgió el cuerpo desde los abismos. La cola se sacudió sobre las aguas. Me pareció que el monstruo tenía unos veinte o treinta metros de largo.

No sé qué dije entonces, pero algo dije.

—Calma, muchacho, calma —murmuró McDunn.

—¡Es imposible! —exclamé.

—No, Johnny, nosotros somos imposibles. Él es lo que era hace diez millones de años. No ha cambiado. Nosotros y la Tierra cambiamos, nos hicimos imposibles. Nosotros.

El monstruo nadó lentamente y con una gran y oscura majestad en las aguas frías. La niebla iba y venía a su alrededor, borrando por instantes su forma. Uno de los ojos del monstruo reflejó nuestra inmensa luz, roja, blanca, roja, blanca, y fue como un disco que en lo alto de una mano enviase un mensaje en un código primitivo. El silencio del monstruo era como el silencio de la niebla.

Yo me agaché, sosteniéndome en la barandilla de la escalera.

—¡Parece un dinosaurio!

—Sí, uno de la tribu.

—¡Pero murieron todos!

—No, se ocultaron en los abismos del mar. Muy, muy abajo en los más abismales de los abismos. Es ésta una verdadera palabra ahora, Johnny, una palabra real; dice tanto: los abismos. Una palabra con toda frialdad y la oscuridad y las profundidades del mundo.

—¿Qué haremos?

—¿Qué podemos hacer? Es nuestro trabajo. Además, estamos aquí más seguros que en cualquier bote que pudiera llevarnos a la costa. El monstruo es tan grande como un destructor, y casi tan rápido.

—¿Pero por qué viene aquí? En seguida tuve la respuesta. La sirena llamó.

Y el monstruo respondió.

Un grito que atravesó un millón de años, nieblas y agua. Un grito tan angustioso y solitario que tembló dentro de mi cuerpo y de mi cabeza. El monstruo le gritó a la torre. La sirena llamó. El monstruo rugió otra vez. La sirena llamó. El monstruo abrió su enorme boca dentada, y de la boca salió un sonido que era el llamado de la sirena. Solitario, vasto lejano. Un sonido de soledad, mares invisibles, noches frías. Eso era el sonido.

—¿Entiendes ahora —susurró McDunn— por qué viene aquí? Asentí con un movimiento de cabeza.

—Todo el año, Johnny, ese monstruo estuvo allá, mil kilómetros mar adentro, y a treinta kilómetros bajo las aguas, soportando el paso del tiempo. Quizás esta solitaria criatura tiene un millón de años. Piénsalo, esperar un millón de años. ¿Esperarías tanto? Quizás es el último de su especie. Yo así lo creo. De todos modos, hace cinco años vinieron aquí unos hombres y construyeron este faro. E instalaron la sirena, y la sirena llamó y llamó y su voz llegó hasta donde tú estabas, hundido en el sueño y en recuerdos de un mundo donde había miles como tú. Pero ahora estás solo, enteramente solo en un mundo que no te pertenece, un mundo del que debes huir.

»El sonido de la sirena llega entonces, y se va, y llega y se va otra vez, y te mueves en el barroso fondo de los abismos, y abres los ojos como los lentes de una cámara de cincuenta milímetros, y te mueves lentamente, lentamente, pues tienes todo el peso del océano sobre los hombros. Pero la sirena atraviesa mil kilómetros de agua, débil y familiar, y en el horno de tu vientre arde otra vez el juego, y te incorporas lentamente, lentamente. Te alimentas de grandes cardúmenes de bacalaos y de ríos de medusas, y subes lentamente por los meses de otoño, y septiembre cuando nacen las nieblas, y octubre con más niebla, y la sirena todavía llama, y luego, en los últimos días de noviembre, luego de ascender día a día, unos pocos metros por hora, estás cerca de la superficie, y todavía vivo. Tienes que subir lentamente: si te apresuras; estallas. Así que tardas tres meses en llegar a la superficie, y luego unos días más para nadar por las frías aguas hasta el faro. Y ahí estás, ahí, en la noche, Johnny, el mayor de los monstruos creados. Y aquí está el faro, que te llama, con un cuello largo como el tuyo que emerge del mar, y un cuerpo como el tuyo, y, sobre todo, con una voz como la tuya. ¿Entiendes ahora, Johnny, entiendes?

La sirena llamó.

El monstruo respondió.

Lo vi todo… lo supe todo. En solitario un millón de años, esperando a alguien que nunca volvería. El millón de años de soledad en el fondo del mar, la locura del tiempo allí, mientras los cielos se limpiaban de pájaros reptiles, los pantanos se secaban en los continentes, los perezosos y dientes de sable se zambullían en pozos de alquitrán, y los hombres corrían como hormigas blancas por las lomas.

La sirena llamó.

—El año pasado —dijo McDunn—, esta criatura nadó alrededor y alrededor, alrededor, alrededor, toda la noche. Sin acercarse mucho, sorprendida, diría yo. Temerosa, quizás. Pero al otro día, inesperadamente, se levantó la niebla, brilló el sol, y el cielo era tan azul como en un cuadro. Y el monstruo huyó del calor, y el silencio, y no regresó. Imagino que estuvo pensándolo todo el año, pensándolo de todas las formas posibles.

El monstruo estaba ahora a no más de cien metros, y él y la sirena se gritaban en forma alternada. Cuando la luz caía sobre ellos, los ojos del monstruo eran fuego e hielo.

—Así es la vida —dijo McDunn—. Siempre alguien espera que regrese algún otro que nunca vuelve. Siempre alguien que quiere a algún otro que no lo quiere. Y al fin uno busca destruir a ese otro, quienquiera que sea, para que no nos lastime más.

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