Read Vinieron de la Tierra Online

Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia-ficción

Vinieron de la Tierra (6 page)

BOOK: Vinieron de la Tierra
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Thorkel aguardó. Luego una sombría sonrisa retorció sus labios. Se dirigió hacia la mesa y tanteó en el cajón en busca de las gafas de repuesto. No las encontró. La habitación estaba silenciosa.

—Así pues… ¿es esto una guerra? —preguntó Thorkel lentamente. Con un repentino y furioso movimiento, asió el fusil por el cañón y lo sujetó como una maza.

Se dejó caer sobre manos y rodillas y tanteó bajo la mesa. Avanzó lentamente. En un momento, se dio cuenta Stockton, iba a encontrar las gafas allá donde habían caído.

Los pies de Stockton cubiertos con las improvisadas sandalias no produjeron ningún ruido cuando echó a correr. Antes de que Thorkel pudiera reaccionar, el geólogo había saltado ante sus narices, había agarrado las gafas y las había estrellado contra la pata de la mesa.

Thorkel golpeó furiosamente con el arma.

Stockton, obligado, soltó las gafas y huyó. La enorme maza del fusil no le alcanzó por milímetros. Se desvaneció entre las sombras. Acurrucados en sus escondites, los tres pequeños seres humanos observaron, inmóviles, mientras la titánica forma de Thorkel se alzaba por encima del borde de la mesa. Llevaba sus gafas. Uno de los cristales estaba roto e inutilizado.

Manchado de sangre, sucio y terrible, el gigante los dominó desde allí. Su voz se elevó en medio de una estentórea risa.

—¡Ahora pueden llamarme Cíclope! —rugió.

Avanzó rápidamente. Con metódica prisa empezó a registrar la habitación, volcando cajas, echando el camastro a un lado para examinar algunos bultos bajo él. Stockton hizo una perentoria señal. Mary y Baker se apresuraron a salir de su escondite entre las desechadas botas de Thorkel. Siguieron rápidamente a Stockton hacia la puerta de atrás.

—¡Afuera, rápido! —susurró—. No puede vernos. El camastro se lo impide.

Treparon por el enorme agujero que había hecho el disparo del rifle. No era fácil, y las ropas de Mary se engancharon en una astilla.

La tela se rasgó cuando Stockton tiró de ella.

Resonaron pasos al otro lado. La puerta se abrió de golpe. Thorkel conectó el proyector.

Su sombra ocultó momentáneamente a los tres mientras corrían. La boca del pozo de la mina se erguía ante ellos, con un tablón tendido sobre ella.

—¡Ahí abajo! —jadeó Stockton—. Es nuestra única posibilidad.

Era el único lugar posible donde ocultarse. Pero el ojo bueno de Thorkel no dejó de captar los movimientos de las pequeñas figuras mientras trepaban al borde del pozo y descendían por las abruptas paredes de roca. Rodeando la cabria, se dejó caer sobre manos y rodillas y empezó a reptar sobre la plancha, sujetándose con una mano en la cuerda que se hundía hacia las negras profundidades.

Stockton, aferrado a una roca, se dio cuenta de que aún tenía su espada, hecha con una hoja de las tijeras.

La alzó en una fútil amenaza.

Hubo un resonante retumbar cuando Thorkel golpeó hacia sus presas. La culata del fusil se estrelló contra la roca. Y, bruscamente, la plancha de madera cedió, se partió y cayó.

Thorkel aún seguía agarrado a la cuerda de la cabria con una mano, y eso lo salvó. Por un segundo colgó alocadamente, mientras el resonante eco del estrellarse de los maderos el fusil contra el fondo llenaba todo el pozo. Luego aseguró su presa. Jadeando, colgó allí brevemente, su calva cabeza reluciente de sudor.

Empezó a trepar por la cuerda.

Stockton miró rápidamente a su alrededor. Mary estaba aferrada a una sobresaliente roca, su pálido rostro vuelto hacia el gigante.

Baker estaba mirando al mineralogista, y su demacrado rostro grisáceo estaba crispado por una impotente furia.

Stockton hizo un rápido gesto, señaló la espada y empezó a trepar de vuelta a la superficie.

Instantáneamente, Baker comprendió lo que pretendía. Si podía cortar la cuerda de la que colgaba Thorkel…

Pero era gruesa, terriblemente gruesa, para un hombre tan pequeño y una hoja de tijeras.

Thorkel seguía alzándose lentamente. En un momento, observó Baker, alcanzaría la seguridad. Los labios del tratante dejaron ver sus dientes en una melancólica sonrisa; bruscamente, se alzó y avanzó algunos pasos.

Luego saltó.

Saltó hacia fuera y hacia abajo, y sus aferrantes manos hallaron el cuello de la camisa de Thorkel. Antes de que el científico pudiera comprender lo que había ocurrido, Baker estaba arañando y gruñendo como un terrier en su garganta. Thorkel estuvo a punto de soltar la cuerda.

Jadeando de miedo y de rabia, agitó violentamente la cabeza, intentando desprenderse de su asaltante.

—¡Maldito sucio asesino! —gritó Baker.

Estaba siendo agitado locamente de un lado a otro, y en una ocasión estuvo a punto de quedar aplastado entre la barbilla y el pecho de Thorkel. Y luego, de pronto, Thorkel estaba cayendo…

Con un gemido y un zumbido, la cabria giró libre cuando la cuerda fue cortada. Un largo y estremecido grito brotó de la garganta de Thorkel mientras caía en la oscuridad. Ascendió más y más alto… y luego se interrumpió.

Stockton corrió hacia el borde del pozo y miró. Mary estaba trepando hacia él. Tras ella estaba Baker.

Bill estaba junto a un libro puesto de pie, con una curiosa expresión en su rostro. Miró vagamente a su alrededor.

—La máquina… —dijo a Mary—. ¿Puede hacerla funcionar? Mary estaba revisando los libros de notas de Thorkel.

—No sirve, Bill —dijo con desaliento—. El aparato es sólo un condensador. No puede devolver a la gente a su tamaño normal. Deberemos permanecer así durante el resto de nuestra vida. Y ahora de algún modo deberíamos regresar a la civilización…

—¿Tal como estamos? —el rostro de Baker era lúgubre—. Imposible.

—Esperen un minuto —interrumpió Stockton—. Tengo una corazonada… ¿Recuerdan cuando vimos por primera vez a Thorkel, después de que nos redujera?

—Sí. ¿Qué ocurre con ello?

—No estaba intentando matarnos. Lo único que deseaba era pesarnos y medirnos. Pero después de que examinó al doctor Bulfinch, se convirtió en un loco asesino. ¿Por qué suponen que ocurrió eso?

—Probablemente intentó matarnos desde un principio. Por intentar robarle sus secretos

—sugirió Baker—. Probablemente temía que pudiéramos advertir a los Aliados de sus planes.

—Quizá. Pero no se mostraba tan ansioso al principio. Sabía que podía disponer de nosotros en cualquier momento que deseara. Sólo después de examinar al doctor Bulfinch descubrió algo que le hizo sentir la necesidad de terminar rápidamente con nosotros.

Mary contuvo la respiración.

—¿Qué?

—Vi una mula blanca en la jungla cuando estábamos allí. Un potrillo.
Paco
estaba jugando con ella. Al principio pensé que debía tratarse de un hijo de
Pinto
, pero las mulas son estériles, por supuesto. Eso significa que o hay dos mulas albinas aquí, lo cual es poco probable… o era
Pinto
. Recuerden, Pedro dijo que el perro acostumbraba a jugar con la mula.

—¿Cuán grande era la mula? —preguntó Baker bruscamente.

—El tamaño de un potrillo joven. Escuche, Steve, cuando salimos del sótano me medí o mismo en relación con este libro…
Human Physiology
. Era exactamente tan alto como mi cabeza. ¡Pero ahora tan sólo me llega al pecho!

—¡Estamos creciendo! —susurró Mary—. Eso es.

—Exacto. Eso es lo que descubrió Thorkel cuando examinó al doctor Bulfinch, y por eso intentó matarnos antes de que volviéramos a nuestro tamaño normal. Creo que se trata de un proceso progresivamente acelerado. En dos semanas, o quizá diez días, habremos vuelto a la normalidad.

—Es lógico —comentó la muchacha—. Cuando la fuerza compresiva del poder del radio queda eliminada, nos expandimos… lenta pero elásticamente. Los electrones regresan poco a peco a sus órbitas normales. La energía que absorbimos bajo el rayo está siendo liberada en cuantos…

—Diez días —murmuró Baker—. ¡Y entonces podremos regresar al río!

Pero tuvo que pasar un mes antes de que los tres, de nuevo vueltos a su tamaño normal, alcanzaran el poblado andino que era su primer destino. La visión de seres humanos, ya no gigantescos, era cálidamente tranquilizadora. Los indios permanecían reclinados contra sus chozas, espantando lánguidamente las moscas.

Mirando a lo largo de la calle, un Bill Stockton de raídas ropas se volvió para sonreírle a Mary.

—Tiene buen aspecto, ¿eh?

Baker estaba sumido en sus pensamientos.

—Vamos a tener que decidir —dijo, rascándose su áspera mejilla—. Por un lado, podemos conseguir que nuestras fotos salgan gratis en todos los periódicos y barriles de pulque. Pero también es probable que terminemos en una celda acolchada si contamos la verdad. Pero si no contamos la verdad…

Hizo una pausa, envarándose. Un gato sarnoso había aparecido desde detrás de una esquina. Los músculos de Baker se tensaron; su respiración estalló en un explosivo

«¡Largo!», mientras daba un salto hacia delante.

El gato desapareció, asustado hasta la médula. El pecho de Baker se hinchó varios centímetros.

—Bien —dijo, con el tranquilo orgullo del deber cumplido—, ¿alguno de ustedes dos ha visto esto?

—No —murmuró Stockton, que estaba buscando la oportunidad de besar a Mary—. Márchese. Tranquilamente. Y rápidamente.

Baker se alzó de hombros y siguió al gato, con un brillo predador en sus ojos.

Ficha técnica: Doctor Cíclope

DR. CYCLOPS
(
DOCTOR CÍCLOPE
). Paramount, 1940.

Duración: 76 minutos. Producida por Dale Van Every; dirigida por Ernest B. Schoedsack; guión, Tom Kilpatrick; director de fotografía, Henry Sharp; trucajes fotográficos, Farciot Edouart y Wallace Kelley; dirección artística, Hans Dreier y Hearl Hendrick; música compuesta y dirigida por Ernst Toch, Gerard Carbonara y Albert Hay Malotte; montaje, Ellsworth Hoagland; sonido, Harry Lindgren y Richard Oison; consultor de Technicolor, Natalie Kalmus.

Intérpretes: Albert Dekker (doctor Alexander Thorkel), Janice Logan (Mary Mitchell), Tom Coley (Bill Stockton), Charles Halton (doctor Rupert Bulfinch), Victor Kilian (Steve Baker), Frank Yaconelli (Pedro), Bill Wilkerson (indio silencioso), Allen Fox (taxista), Paul Fix (doctor Mendoza), Frank Reicher (profesor Kendall).

Imágenes

Doctor Cíclope

Llevando un traje forrado de plomo casi cinco años antes de que la bomba A popularizara las radiaciones. Cíclope se prepara para reducir al grupo de seres humanos que ha raptado a una quinta parte de su tamaño normal.

El reducido Charles Halton tiene todo el derecho de apuntar acusadoramente un dedo hacia su captor, pero bajo esas circunstancias puede que no sea la maniobra más diplmática.

La maquetación en los estudios de esta escena puede que no sea demasiado convincente, pero los efectos del technicolor sobre el celuloide dieron un aspecto extraordinario al resultado final.

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