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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia-ficción

Vinieron de la Tierra (20 page)

BOOK: Vinieron de la Tierra
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Colgó, se hundió en el más mullido de sus sillones, y se soltó el cinturón. Aquello precisaba un poco de reflexión.

—¿Qué buscan esas malditas mujeres queriendo inmiscuirse siempre en los asuntos de los hombres? —rezongó para sí mismo—. ¿Por qué diablos no pueden quedarse tranquilamente en sus casas?

Pero eran también ciudadanos libres. Aunque Frelaine encontrara aquello demasiado poco… femenino.

De hecho, la Oficina de Catarsis Personal había sido creada originalmente para los hombres, y exclusivamente para ellos. Había nacido al término de la Cuarta Guerra Mundial… o de la Sexta, según la cuenta de un cierto número de historiadores.

Por aquella época, se hacía sentir imperiosamente la necesidad de una paz duradera, de una paz permanente. Por una razón práctica. Una razón tan práctica como la inspiración de los hombres que crearon las bases de la prolongada paz.

Una razón muy sencilla: el mundo estaba al borde de la aniquilación.

En el transcurso de las guerras anteriores, la amplitud, la eficacia y la potencia destructiva de las armas empleadas habían ido en aumento. Los soldados, que se habían acostumbrado a ellas, vacilaban cada vez menos en utilizarlas.

Hasta alcanzar el punto de saturación.

Un nuevo conflicto bélico pondría definitivamente fin a todas las guerras, y esta vez de una forma absoluta: no quedaría nadie para poder iniciar la siguiente.

Era preciso pues que aquella paz fuera una paz eterna. Pero los hombres que la organizaron no eran soñadores. Eran conscientes de que siempre existen tensiones, desequilibrios, que son el caldero donde bullen las guerras futuras. Y se preguntaron por qué hasta entonces nunca había existido una paz duradera.

—Porque a los hombres les gusta luchar —fue la respuesta.

—¡Oh, no! —exclamaron los idealistas.

Pero aquellos que establecieron la paz se vieron obligados, muy a pesar suyo, a tener en cuenta el postulado según el cual una fracción importante de la humanidad es movida por la violencia.

Los hombres no son seres celestiales. Tampoco son monstruos infernales. Sencillamente, son seres humanos que manifiestan un elevado grado de agresividad, de combatividad.

Con los conocimientos científicos y los medios de que disponían en aquellos momentos, los hombres con mentalidad práctica hubieran podido eliminar esta característica de la raza humana. De hecho, ahí es donde muchos pensaban que residía la solución.

Pero los hombres con mentalidad práctica no eran de esta opinión. Consideraban que la competencia, el amor a la lucha, el valor frente al adversario, eran valores positivos. Creían incluso que representaban virtudes admirables y la garantía de la perpetuación de la especie. Sin ellos, la raza terminaría fatalmente degenerando.

El gusto por la violencia, descubrieron, estaba inextricablemente unido a la ingeniosidad, a la adaptabilidad, al dinamismo humanos.

Los datos del problema, pues, eran los siguientes: a) organizar la paz, una paz que les sobreviviera, y b) impedir a la raza humana que se destruyera a sí misma, sin amputar por ello las características que hacían de los hombres unos seres responsables.

Para ello, se decidió que era necesario canalizar la violencia, proporcionarle una válvula de escape, una posibilidad de exteriorizarse.

El primer paso fue la autorización legal de los combates de gladiadores, combates reales, donde la sangre era derramada. Pero aún era insuficiente. La sublimación es válida sólo hasta cierto punto. La gente quería otra cosa más que derivativos.

No existe ningún derivativo para el homicidio. Así pues, el homicidio fue institucionalizado, sobre una base estrictamente individual, y únicamente para aquellos que realmente desearan matar. Los gobiernos fueron invitados crear sus respectivas Oficinas de Catarsis Pasional.

Tras un período de ensayo, se instauró una reglamentación única:

Cualquier ciudadano deseoso de cometer un homicidio tenía la posibilidad de inscribirse en su O.C.P. Tras aceptar y firmar un dossier que comportaba un cierto número de advertencias y compromisos, se le garantizaba una Víctima.

La persona que presentaba legalmente una solicitud de asesinato debía a su vez aceptar el papel de Víctima unos meses más tarde… si sobrevivía.

Este era el principio fundamental. Un individuo dado podía cometer tantos homicidios como quisiera, pero, entre cada uno de sus homicidios, era designado a su vez obligatoriamente como Víctima. Si la Víctima conseguía matar a su Cazador, podía o retirarse de la competición, o proponer su candidatura para un nuevo homicidio.

Al cabo de diez años, se calculaba que un tercio de la población civilizada del mundo había solicitado cometer al menos un homicidio. Más tarde, la proporción se estabilizó en un veinticinco por ciento.

Los filósofos clamaban al cielo, pero los hombres con mentalidad práctica estaban satisfechos. La guerra había dejado de ser un problema colectivo: ahora era un asunto individual, tal como convenía.

Por supuesto, la institucionalización del homicidio se ramificó y se complicó. Una vez autorizado, como sucede con todas las cosas, el homicidio se convirtió en un negocio y una fuente de beneficios. Inmediatamente se crearon organizaciones, tanto para ofrecer sus servicios a las Víctimas como a los Cazadores.

La Oficina de Catarsis Pasional elegía el nombre de las Víctimas al azar. El Cazador disponía de dos semanas para cometer su homicidio, y debía actuar solo y sin ayuda. Se le proporcionaban el nombre, el domicilio y la descripción de su Víctima; tenía derecho a utilizar una pistola de calibre standard; le estaba prohibido llevar ningún tipo de protección corporal.

La Víctima era avisada una semana antes que el Cazador. Simplemente, se le comunicaba su designación. Ignoraba el nombre de su Cazador. Estaba autorizada a utilizar cualquier tipo de protección corporal, así como los servicios de los rastreadores que creyera necesarios. Un rastreador no podía matar, ya que el homicidio era privilegio de la Víctima y del Cazador. Pero un rastreador podía detectar la presencia de un extraño en el círculo de la Víctima, o descubrir a un tirador nervioso.

La Víctima podía planear todas las emboscadas que deseara con el fin de abatir a su Cazador.

Matar o herir a alguien por error —cualquier otro tipo de muerte estaba prohibido— era sancionado con una gravosa indemnización; el homicidio pasional estaba castigado con la pena de muerte, al igual que el homicidio por interés.

Lo más admirable de aquel sistema era que la gente que sentía deseos de matar podía hacerlo, y aquellos que no sentían el menor deseo —de hecho representaban la mayor parte de la población— no se veían obligados a convertirse en homicidas. Por fin ya no había ninguna guerra, ni siquiera la amenaza de una guerra. Tan sólo pequeñas, muy pequeñas guerras… centenares de miles de guerras individuales.

La idea de matar a una mujer no cautivaba en absoluto a Frelaine. Pero había firmado. No podía hacer nada. Y no sentía el menor deseo de renunciar a su séptima caza.

Consagró el resto de la mañana a aprenderse de memoria los datos que le había proporcionado la O.C.P. acerca de su Víctima, y luego archivó la carta. Janet Patzig vivía en Nueva York. Frelaine se sentía feliz por ello: le gustaba cazar en una gran ciudad, y siempre había sentido deseos de visitar Nueva York. No le precisaban la edad de su Víctima, pero, a juzgar por las fotos, no debía tener mucho más de veinte años. Reservó por teléfono una plaza en el avión, se duchó, se vistió su Protector Especial cortado especialmente para aquella ocasión, eligió una pistola de su arsenal, la limpió escrupulosamente, la engrasó, la deslizó en el bolsillo especial del traje, y luego preparó su equipaje.

Se sentía tan excitado que parecía que su corazón quisiera saltársela del pecho. Es extraño, pensó: cada nuevo homicidio me produce un estremecimiento distinto. Es algo de o que uno no se cansa nunca: como la repostería francesa, las mujeres, las buenas bebidas… Es algo siempre nuevo y siempre distinto.

Cuando estuvo listo, examinó su biblioteca para elegir los libros que se llevaría consigo. Poseía todas las mejores obras que trataban del tema. No iba a necesitar aquellas destinadas a las Víctimas, como
La táctica de la Víctima
de Fred Tracy, que insistía en la necesidad de un medio ambiente rigurosamente controlado, o ¡
No piense usted como Víctima
!, del doctor Frish. Aquellos manuales le interesarían dentro de unos meses, cuando le llegara su turno de ser, una vez más, la presa. Por ahora necesitaba libros de Cazador.

La obra clásica y definitiva era
Estrategia de la Caza del Hombre
, pero se la sabía ya casi de memoria.
El Acecho y la Emboscada
no era muy adecuado para las actuales circunstancias.

Escogió
La Caza en las grandes ciudades
de Mitwell y Clark,
Rastrear al Rastreador
de Algreen, y
La Táctica de Grupo de la Víctima
del mismo autor.

Todo estaba a punto. Dejó unas líneas al lechero, cerró su apartamento y tomó un taxi hacia el aeropuerto.

En Nueva York, escogió un hotel céntrico no muy lejos del barrio donde vivía su víctima. El trato sonriente y lleno de atenciones del personal del hotel le puso nervioso: le intranquilizaba ser reconocido tan fácilmente como un homicida recién llegado a la ciudad.

Lo primero que vio al penetrar en su habitación fue, cuidadosamente colocado en su mesilla de noche, junto con la bienvenida de la dirección, un folleto titulado:
Cómo sacarle el máximo partido a la Catarsis Pasional
. Frelaine sonrió mientras lo hojeaba.

Puesto que se trataba de la primera vez que venía a Nueva York, ocupó el resto de la tarde en pasear por el barrio de su Víctima y en contemplar escaparates.

Martinson & Black le fascinó.

Visitó el Salón de la Caza, donde se exhibían chalecos antibalas ultraligeros y sombreros blindados para uso de las Víctimas. Se interesó en la vitrina donde se presentaban los últimos modelos calibre 38. Un cartel publicitario proclamaba: «¡Empleen el Malvern de tiro directo, aprobado por la O.C.P.! Cargador de doce balas. Desviación garantizada inferior a 0,02 milímetros en un blanco situado a trescientos metros. ¡Acierte a su Víctima! ¡No arriesgue su vida teniendo a su alcance la mejor arma! ¡Malvern es seguridad!»

Frelaine sonrió. Era una buena publicidad, y el pequeño revólver pavonado daba una impresión de eficacia total. Pero el Cazador estaba contento con su propia pistola.

Existían también en el mercado falsos bastones que albergaban cuatro balas listas para ser disparadas. La publicidad los anunciaba como algo disimulado, práctico y seguro. Cuando era joven, Frelaine se había sentido apasionado por todas aquellas novedades que se sucedían de año en año, pero ahora estimaba que los viejos métodos tradicionales eran generalmente los que prestaban un mejor servicio.

Cuando salió del Salón, cuatro empleados del servicio de limpieza se alejaban con un cadáver aún caliente. Suspirando, Frelaine lamentó no haber estado allí para contemplar el espectáculo.

Cenó en un buen restaurante, y se acostó temprano.

A la mañana siguiente se paseó por los alrededores del domicilio de su Víctima, cuyos rasgos estaban profundamente grabados en su memoria. No miraba a nadie, y avanzaba a paso rápido, como si se dirigiera a un lugar muy concreto. Era así como actuaban los Cazadores experimentados.

Entró en un bar a beber algo, y reanudó su camino en dirección a Lexington Avenue.

La vio al pasar ante la terraza de un café. Era imposible equivocarse: se trataba de Janet. Sentada ante una mesa, con los ojos perdidos en el vacío, ni siquiera levantó la cabeza cuando él pasó cerca de ella.

Frelaine continuó hasta la esquina, sin detenerse. Allí, se detuvo y dio media vuelta. Sus manos temblaban. Exponerse así, sin ninguna protección… ¡Aquella chica estaba loca! ¿Acaso creía que gozaba de una protección sobrenatural?

Detuvo un taxi, y ordenó al conductor que diera la vuelta a la manzana. Cuando volvió pasar por delante ella seguía en el mismo lugar. Frelaine la examinó atentamente. Parecía más joven que en las fotografías, pero era difícil hacerse una idea precisa de su edad. De todos modos, no tendría mucho más de veinte años. Su negro cabello, peinado con raya en medio y enrollado a cada lado formando como una concha sobre sus orejas, le daban el aspecto de una monja. Frelaine se estremeció al darse cuenta de que su expresión era de tristeza y resignación. Se preguntó si estaba dispuesta a hacer algún gesto para defender su vida.

Frelaine pagó al conductor y se metió en un drugstore. Había una cabina telefónica libre. Entró y llamó a la O.C.P.

—Están seguros de que una Víctima llamada Janet-Marie Patzig ha recibido su notificación? —preguntó.

—Un momento, por favor.

Frelaine tamborileó nerviosamente el cristal de la puerta mientras el funcionario buscaba la microficha correspondiente.

—Sí, señor. Tenemos su acuse de recibo. ¿Alguna impugnación?

—Oh, no. Tan sólo quería verificar.

Después de todo, se dijo, si aquella chica no quería defenderse, allá ella. Eso no era asunto suyo. El tan sólo estaba autorizado a matarla. Era su turno de caza.

De todos modos, decidió aplazarlo todo hasta el día siguiente e irse al cine. Cenó, regresó a su habitación, leyó el folleto de la O.C.P., y se acostó. Todo lo que tenía que hacer, pensó, con los ojos fijos en el techo, era meterle una bala en el cuerpo. Tomar un taxi, y disparar a través de la ventanilla.

—Pero así no es muy emocionante —se dijo tristemente antes de dormirse.

Al día siguiente, por la tarde, Frelaine regresó al mismo lugar. Llamó a un taxi y le dijo el conductor:

—Dé la vuelta a la manzana, pero muy lentamente.

—De acuerdo —respondió el hombre, con una sonrisa tan sardónica como perspicaz. Desde su asiento, Frelaine se esforzó en descubrir algún rastreador. Aparentemente, o había ninguno. La joven tenía las manos ostensiblemente apoyadas sobre la mesa. Un blanco fácil, inmóvil.

Frelaine rozó uno de los botones de su chaqueta cruzada. Una raja se abrió en la tela, no tuvo que hacer más que cerrar su mano sobre la culata del revólver. La hizo bascular, comprobó el cargador, deslizó una bala en la recámara.

—Despacio —dijo al conductor.

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