Vinieron de la Tierra (18 page)

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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Vinieron de la Tierra
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Antes de que hubiese terminado de hablar, André estaba atareado escribiendo a máquina, y un momento después leí su respuesta:

YA HE PENSADO EN ESO Y POR TAL RAZÓN NECESITO LA MOSCA. TIENE QUE PASAR EL EXPERIMENTO CONMIGO. NO HAY NINGUNA OTRA ESPERANZA.

—¡De todas formas, inténtalo, André! ¡Nunca se sabe…!

«YA LO HE INTENTADO SIETE VECES», fue la respuesta mecanografiada que obtuve.

—¡André! ¡Por favor, inténtalo de nuevo!

La respuesta me dio en esta ocasión un hálito de esperanza, porque ninguna mujer ha comprendido jamás, o comprenderá, cómo un hombre a punto de morir puede considerar algo como gracioso.

ADMIRO PROFUNDAMENTE TU DELICIOSA LÓGICA FEMENINA. PODRÍAMOS REPETIR ESTE EXPERIMENTO HASTA EL DÍA DEL JUICIO. SIN EMBARGO, SÓLO PARA CONCEDERTE ESE PLACER, PROBABLEMENTE EL ÚLTIMO QUE TE PODRÉ OTORGAR, LO INTENTARÉ UNA VEZ MÁS. SI NO PUEDES ENCONTRAR LAS GAFAS OSCURAS, PONTE DE ESPALDAS A LA MÁQUINA Y CÚBRETE LOS OJOS CON LAS MANOS. CUANDO ESTÉS LISTA, HÁZMELO SABER.

—¡Lista, André! —grité sin siquiera buscar las gafas y siguiendo sus instrucciones.

Lo oí moverse y luego abrir la puerta de su «desintegrados». Después de lo que pareció una larga espera, aunque probablemente no había transcurrido más de un minuto, oí un violento ruido en forma de chasquido y percibí un fogonazo brillante a través de mis párpados y dedos.

Di media vuelta mientras la puerta de la cabina se abría.

Su cabeza y hombros seguían cubiertos por el mantel de terciopelo pardo. André salía animoso.

—¿Cómo te sientes, André?¿Alguna diferencia?-pregunté, tocándole el brazo.

Trató de apartarse de mí y tropezó con uno de los taburetes que no me había molestado en levantar. Hizo un esfuerzo evidente para recuperar el equilibrio y el mantel de terciopelo se deslizó poco a poco de sus hombros y cabeza mientras él caía hacia atrás con pesadez.

El horror fue excesivo para mí, demasiado inesperado. De hecho, estoy segura de que, aunque lo hubiese sabido, el impacto del horror no hubiese sido menos potente. Tratando de apretarme la boca con ambas manos para acallar mis gritos, y aunque me sangraban los dedos, grité una y otra vez. No podía apartar los ojos de él, ni siquiera cerrarlos, y, sin embargo, sabía que si continuaba mirando mucho más rato aquel horror, seguiría gritando durante el resto de mi vida.

Poco a poco, el monstruo, la cosa que había sido mi marido, se tapó la cabeza, se levantó y marchó a tientas hasta la puerta y la franqueó. Aunque aún gritando, entonces pude cerrar mis ojos.

Yo, que siempre he creído en otra vida mejor después de la muerte, hoy sólo tengo una esperanza: ¡que cuando me muera, muera realmente, y que no haya otra vida de ninguna clase porque, si la hay, entonces jamás olvidaré! ¡Día y noche, despierta o dormida, lo veo y sé que estoy condenada a verlo para siempre, incluso dentro del seno de la nada!

Hasta que esté totalmente extinta, nada puede, nada podrá jamás hacerme olvidar aquella terrible cabeza blanca y peluda con su cráneo bajo y aplastado y sus dos orejas puntiagudas. Rosado y húmedo, el morro era también el de un gato, un enorme gato. ¡Pero los ojos! ¡O, mejor, donde los ojos debieron haber estado había ahora dos bultos pardos del tamaño de platillos de café! ¡En vez de boca, animal o humana, aparecía una larga rendija vertical y peluda de la que colgaba una trompa negra y temblorosa que se ampliaba hacia el extremo, en forma de trompeta, y de la que goteaba la saliva de manera continua!

Debí desmayarme, porque me encontré de bruces sobre el frío suelo de cemento del laboratorio, mirando con fijeza la puerta cerrada detrás de la cual oía el ruido de la máquina de escribir de André.

Estaba torpe, torpe y vacía, como la gente inmediatamente después de un accidente terrible, antes de comprender del todo lo que ha pasado. Sólo podía pensar en un hombre que antaño viese en el andén de una estación de ferrocarril, consciente y mirando con estupidez su pierna todavía en la vía, por donde el tren acababa de pasar.

Me dolía la garganta de un modo terrible, y eso me hizo preguntar si mis cuerdas vocales no se habían roto quizá y si alguna vez podría volver a hablar. El ruido de la máquina de escribir cesó de pronto, y sentí que iba a gritar otra vez cuando algo rozó la puerta y una hoja de papel pasó por debajo. Estremeciéndome de miedo y asco, me arrastré hasta donde pude leerla sin tocarla:

AHORA COMPRENDES. EL ÚLTIMO EXPERIMENTO FUE UN NUEVO DESASTRE, MI POBRE HÉLÈNE. SUPONGO QUE RECONOCISTE PARTE DE LA CABEZA DE
DANDELO
. CUANDO ENTRÉ EN EL DESINTEGRADOR AHORA MISMO, MI CABEZA ERA TAN SÓLO LA DE UNA MOSCA. YA ME QUEDAN ÚNICAMENTE SUS OJOS Y LA BOCA. EL RESTO HA SIDO SUSTITUIDO POR PARTES DE LA CABEZA DEL GATO. POBRE
DANDELO
CUYOS ÁTOMOS JAMÁS HAN VUELTO A REUNIRSE. FÍJATE AHORA QUE SÓLO HAY UNA SOLUCIÓN POSIBLE, ¿COMPRENDES? TENGO QUE DESAPARECER. LLAMA A LA PUERTA CUANDO ESTÉS DISPUESTA Y TE EXPLICARÉ LO QUE TIENES QUE HACER. A.

Él tenía razón y hubiese sido un error y una crueldad por mi parte insistir en un nuevo experimento. Y sabía que ahora ya no existía esperanza posible, que cualquier otro experimento sólo podría empeorar los resultados.

Levantándome confusa, fui hasta la puerta y traté de hablar, pero ningún sonido salía de mi garganta… ¡así que llamé con los nudillos!

Ya se puede imaginar el resto. ¡Explicó su plan en breves notas escritas a máquina y yo acepté, lo acepté todo!

Con la cabeza ardiendo, pero estremeciéndome de frío, al igual que un autómata, le seguí hasta la silenciosa fábrica. En la mano tenía toda una página con explicaciones: lo que tenía yo que saber acerca de la prensa hidráulica.

Sin detenerse ni mirar atrás, me señaló hacia el tablero de mandos que controlaba la prensa mientras pasaba ante él. Yo no proseguí y le vi detenerse ante el terrible instrumento.

Se arrodilló, envolviendo con cuidado la tela en torno a su cabeza, y luego se estiró en el suelo.

No fue difícil. Yo no estaba matando a mi marido. André, el pobre André, había desaparecido hacía tiempo. Simplemente llevaba a cabo su último deseo… y el mío.

Sin dudarlo, con los ojos fijos en el largo cuerpo inmóvil, apreté con firmeza el botón de «golpe». La gran masa metálica pareció caer despacio. No fue tanto el estrépito resonante del martillo lo que me sobresaltó como el vivo crujido que escuché con claridad al mismo tiempo. Mi marido… el cuerpo de aquella cosa se sacudió un segundo y luego permaneció inerte.

Fue entonces cuando advertí que se había olvidado de colocar su brazo derecho, su pata de mosca, bajo el martillo. ¡La policía jamás lo comprendería, pero los científicos sí, y no debían saberlo! ¡Eso también había sido el último deseo de André!

Tuve que hacerlo y con rapidez; el vigilante nocturno debía de haber oído el martillo y aparecería en cualquier momento. Oprimí el otro botón y el martillo se levantó lentamente. Mirando, pero tratando de no ver, me acerqué a la carrera, me agaché, levanté y avancé el brazo derecho que me pareció terriblemente ligero. De regreso ante el tablero de mandos, oprimí de nuevo el botón rojo, y el martillo cayó por segunda vez. Luego volví a casa a la carrera.

Ya sabe el resto y ahora ya puede hacer lo que crea adecuado.

Así terminaba el manuscrito de Hélène
.

Al día siguiente telefoneé al comisario Charas para invitarle a cenar. —Con sumo placer, señor Delambre. Permítame, sin embargo, preguntar: ¿invita usted al comisario, o sólo al señor Charas?

—¿Tiene usted alguna preferencia?

—No, no de momento.

—Bueno, pues tómelo como guste. ¿Le parece bien a las ocho? Aunque llovía, el comisario llegó puntual.

—Puesto que usted no ha venido hasta la puerta con su Citroën negro, debo suponer que ha optado usted por el señor Charas, libre de servicio, ¿verdad?

—Dejé el coche en un callejón —murmuró el comisario con una sonrisa, mientras la doncella se tambaleaba bajo el peso de su impermeable.

—Gracias —dijo un minuto después cuando le entregué una copa de Pernod en la que dejó caer unas gotas de agua, viendo cómo el líquido dorado y ambarino se convertía en un lechoso azul pálido.

—¿Se ha enterado de lo de mi pobre cuñada?

—Sí, poco después de que me telefonease esta mañana. Lo siento, pero quizás ha sido para mejor. Al estar ya encargado del caso de su hermano, automáticamente la encuesta me corresponde.

—Supongo que fue un suicidio.

—Sin duda. Los médicos dijeron que era cianuro, y encontré un segundo comprimido en la descosida costura de su vestido.


Monsieur est servi
—anunció la doncella.

—Me gustaría enseñarle después un curiosísimo documento, Charas. —Ah, sí. Ya me han dicho que la señora Delambre había estado escribiendo mucho rato, pero no encontramos nada excepto la breve nota informándonos que iba a suicidarse.

Durante la cena, solos, hablamos de política, de libros y películas y del club de fútbol local, del cual el comisario era un hincha.

Después de cenar le llevé a mi despacho, en donde un fuego animado —costumbre que adquirí en Inglaterra durante la guerra— estaba encendido.

Sin preguntárselo, le entregué su coñac y me preparé lo que él llamaba «jugo de gusano aplastado, con sifón», su apreciación del whisky.

—Me gustaría que leyese esto, Charas; primero, porque en parte está redactado para usted y, segundo, porque le interesará. Si piensa usted que el comisario Charas no se opondrá, desearía quemarlo después. Sin decir palabra, tomó el manojo de hojas que Hélène me había dado el día anterior y se instaló para leerlas.

—¿Qué opina de todo esto?-pregunté unos veinte minutos después, mientras él plegaba con cuidado el manuscrito de Hélène, lo colocaba dentro del sobre pardo y lo lanzaba al fuego.

Charas contempló cómo las llamas lamían el sobre, del que escapaban retazos de humo gris, y fue sólo entonces, cuando empezó a arder, que dijo, despacio, levantando sus ojos hacia los míos:

—Yo creo que esto prueba de manera definitiva que la señora Delambre estaba del todo loca.

Durante largo rato contemplamos cómo el fuego se comía la «confesión» de Hélène.

—Una cosa graciosa me ocurrió esta mañana, Charas. Fui al cementerio, donde está enterrado mi hermano. No había nadie y me encontré a solas. —No del todo, señor Delambre. Yo estaba allí, pero no quise molestarle.

—Entonces me vio…

—Sí, le vi enterrar una cajita de cerillas.

—¿Sabe lo que había dentro?

—Supongo que una mosca.

—Sí; la encontré a primeras horas de esta mañana, atrapada en una telaraña del jardín.

—¿Estaba muerta?

—No, no del todo. La… aplasté… entre dos piedras. Su cabeza era… blanca… toda blanca.

G
EORGE
L
ANGELAAN

Ficha técnica: La Mosca

THE FLY
(
LA MOSCA
). Twentieth Century-Fox, 1958.

Duración: 94 minutos. Producida y dirigida por Kurt Neumann; guión, James Clavell; director de fotografía, Karl Strauss; música compuesta y dirigida por Paul Sawtell; montaje, Merrill G. White; decorados, Walter M. Scott y Eli Beneche; efectos fotográficos especiales, L. B. Abbott; diseño de vestuario, Charles LeMaire; maquillaje, Ben Nye; peinados, Helen Turpin; vestuario, Adele Balkan; sonido, Eugene Grossman y Harry M. Leonard; consultor de color, Leonard Doss.

Intérpretes: Vincent Price (François Delambre), Al «David» Hedison (André Delambre), Patricia Owens (Hélène Delambre), Herbert Marshall (inspector Charas), Charles Herbert (Philippe Delambre), Kathleen Freeman (Emma, la doncella). Eugene Dorden (doctor Ejouté), Torben Meyer (Gaston), Betty Lou Gerson (enfermera Anderson).

Imágenes

La mosca

Al «David» Hedison, como profesor Delambre, permanece de pie ante su maravillosamente diseñado laboratorio en cinemascope, el resultado del trabajo de Lyle Wheeler y Theobold Holsopple.

Hedison y Patricia Owens observan excitadamente cómo el primer experimento en teleportación de la materia sale mal.

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