El aparato receptor de André se encontraba sólo a pocos metros de distancia de su transmisor, en una habitación contigua a su laboratorio, y al principio tuvo que resolver toda clase de pegas. El primer experimento con éxito lo llevó a cabo con un cenicero tomado de su escritorio, un regalo que trajimos de un viaje a Londres.
Esa fue la primera vez que me habló de sus experimentos, y yo no tenía idea de lo que me decía el día que irrumpió en la casa y me arrojó en el regazo el cenicero.
—¡Hélène, mira! ¡Durante una fracción de segundo, apenas una diezmillonésima de segundo, ese cenicero fue desintegrado por completo! ¡Durante un brevísimo momento no existió! ¡Desapareció! ¡No quedó nada, absolutamente nada! ¡Sólo átomos que viajaban por el espacio a la velocidad de la luz! ¡Y un instante después, los átomos volvían otra vez a reunirse en la forma de un cenicero!
—¡André, por favor… por favor! ¿Qué diablos estás diciendo?
Comenzó a esbozarlo todo sobre una carta que yo había estado escribiendo. Se rió ante mi expresión, apartó todas las demás cartas de la mesa y dijo:
—¿No lo comprendes?¿De verdad? Empecemos de nuevo, Hélène. ¿Recuerdas que leí una vez un artículo sobre las misteriosas piedras voladoras que no parecen proceder de ningún lugar en particular y que se dice que ocasionalmente caen en ciertas casas de la India? Vienen volando como si fuesen arrojadas desde el exterior, a pesar de las puertas cerradas y de las ventanas.
—Sí, lo recuerdo. También recuerdo que el profesor Augier, tu amigo del Colegio de Francia, que había venido a quedarse unos cuantos días, observó que si no había truco en eso, la única explicación posible era que las piedras habían sido desintegradas después de ser arrojadas desde el exterior, que atravesaron así las paredes y se reintegraron antes de chocar contra el suelo o las paredes opuestas.
—Cierto. Y yo añadí que había, claro, otra posibilidad, por ejemplo la desintegración momentánea y parcial de las paredes cuando la piedra o las piedras las atravesaban.
—Sí, André. Lo recuerdo todo y supongo que tú también recordarás que no logré comprenderlo y que tú te enojaste. Bueno, sigo sin comprender por qué y cómo, incluso desintegradas, las piedras podrían atravesar una pared o una puerta cerrada.
—Pues es posible, Hélène, porque los átomos que forman la materia no están tan apretados como los ladrillos de una pared. Se encuentran separados por relativas inmensidades de espacio.
—¿Quieres decir que has desintegrado ese cenicero y luego lo has vuelto a reconstruir después de hacerlo atravesar algo?
—Exactamente, Hélène. Lo proyecté a través de la pared que separa mi transmisor de mi receptor.
—¿Y no crees que ha sido una locura preguntar cómo la humanidad se va beneficiar de ceniceros que pueden atravesar paredes?
André pareció muy ofendido, pero pronto se dio cuenta de que sólo le estaba provocando y, de nuevo entusiasmado, me habló de algunas de las posibilidades de su descubrimiento.
—¿No es maravilloso, Hélène?-murmuró finalmente, sin aliento.
—Sí, André. Pero espero que no llegues a transmitirme a mí nunca; tendría mucho miedo de salir por el otro extremo como tu cenicero. —¿Qué quieres decir?
—¿Recuerdas lo que había escrito debajo del cenicero?
—Sí, claro: MADE IN JAPAN. Esa fue la gran broma de nuestro típico recuerdo británico.
—¡Las palabras todavía están ahí, André; pero… mira!
Me quitó el cenicero de las manos, frunció el ceño y se acercó hasta la ventana. Luego se puso pálido como la cera y supe que había visto lo que me demostraba que en realidad había llevado a cabo un extraño experimento.
Las tres palabras seguían todavía allí, pero a la inversa y decían:
NAPAJ NI EDAM
Olvidándose de mí por completo, André se precipitó a su laboratorio. Sólo le vi a la mañana siguiente, cansado y sin afeitar, después de trabajar durante toda la noche.
Pocos días después André tuvo un nuevo tropiezo que le sacó de sus casillas y le mantuvo inquieto y gruñón durante varias semanas. Yo aguanté con paciencia durante algún tiempo, pero cierta noche tuvimos una discusión fútil y le reproché su descuido.
—Lo siento, querida. He estado resolviendo una cantidad de problemas y me he preocupado poco por ti. Mira, mi primer experimento con un animal vivo resultó un completo fracaso.
—¡André! ¿Verdad que hiciste el experimento con
Dandelo
?
—Sí. ¿Cómo lo supiste?-respondió con aire de cordero degollado—. Se desintegró perfectamente, pero jamás reapareció en el receptor.
—¡Oh, André! ¿Qué ha sido de él?
—Nada… ya no existe
Dandelo
, sólo los átomos dispersos de un gato vagando, sabe Dios por dónde, en el universo.
Dandelo
era un gatito blanco que la cocinera encontró cierta mañana en el jardín y que nosotros adoptamos. Ahora sabía cómo había desaparecido y estaba furiosa por todo aquello. Pero mi marido se mostraba tan triste que no dije nada.
Vi poco a mi esposo durante las siguientes semanas. La mayor parte de las comidas se las enviábamos al laboratorio. A menudo despertaba por la mañana y encontraba su cama intacta. A veces, si había venido muy tarde, encontraba esa apariencia tormentosa que sólo un hombre puede proporcionar a un dormitorio levantándose tempranísimo y trasteando a oscuras.
Una noche vino a cenar todo sonrisas y supe que sus problemas estaban resueltos. Su rostro se ensombreció, sin embargo, cuando vio que yo estaba vestida para salir.
—Oh. ¿Adónde vas, Hélène?
—Los Drillon me invitaron a una partida de bridge, pero puedo fácilmente telefonearles y cancelar la invitación.
—No, está bien.
—No está bien. ¡Se acabó la salida, querido!
—Bueno, por lo menos conseguí que todo fuese perfecto y quería que fueras la primera en contemplar el milagro.
—¡Magnífico, André! ¡Naturalmente que estaré encantada!
Tras telefonear a nuestros vecinos y decir cuánto lamentaba no poder ir, bajé corriendo a la cocina y dije a la cocinera que tenía exactamente diez minutos para preparar una «cena extraordinaria».
—Excelente idea, Hélène —contestó mi esposo cuando apareció la doncella con el champaña después de haber cenado a la luz de las velas—. ¡Lo celebraremos con champaña reintegrado!
Y tomando la bandeja de las manos de la doncella abrió la marcha bajando al laboratorio.
—¿Crees que será tan bueno como antes de desintegrarlo?-pregunté, sosteniendo la bandeja mientras él abría la puerta y encendía las luces.
—No temas. Ya lo verás. ¿Quieres traerlo aquí?-dijo abriendo la puerta de una cabina que había comprado y que transformó en lo que llamaba su transmisor—. Ponla ahora ahí —añadió, colocando un taburete dentro de la cabina.
Luego de cerrar con cuidado la puerta, me llevó al otro extremo de la habitación y me entregó unas gafas de sol muy oscuras. Él se puso otras y volvió hasta un tablero de mandos junto al transmisor.
—¿Preparada, Hélène?-preguntó mi marido, apagando todas las luces—. No te quites las gafas hasta que yo te avise.
—No me moveré, André; adelante —le contesté, con los ojos fijos en la bandeja que podía distinguir en medio de una luz vacilante y verdosa a través de la puerta de cristal de la cabina.
—De acuerdo-dijo André a la vez que accionaba un interruptor.
Toda la habitación quedó brillantemente iluminada por un fogonazo naranja. Dentro de la cabina vi una chisporroteante bola de fuego y noté su calor en la cara, cuello y manos. Todo duró una fracción de segundo y me encontré parpadeando ante una serie de puntos con borde verde como los que una ve después de haber mirado al sol.
—
Et voilà
! Ya puedes quitarte las gafas, Hélène.
Quizás algo teatralmente, mi marido abrió la puerta de la cabina. Aunque André me había dicho lo que podía esperarme, quedé asombrada al descubrir que el champaña, las copas, la bandeja y el taburete ya no estaban allí.
Ceremoniosamente, André me llevó de la mano hasta la habitación contigua en un rincón de la cual se alzaba una segunda cabina telefónica. Abriendo la puerta de par en par, levantó con aire de triunfo la bandeja de champaña que estaba sobre el taburete.
Sintiéndome en cierto modo como el asombrado miembro del público que en una sala de fiestas ha quedado impresionado por la actuación del prestidigitador, me contuve y no dije: «Todo hecho con espejos», porque me daba cuenta de que habría enojado a mi marido.
—¿Seguro que no es peligroso beberlo?-pregunté mientras el corcho salía despedido.
—Totalmente seguro, Hélène —contestó, entregándome una copa—. Pero eso no es nada. Bebe y te enseñaré algo mucho más asombroso. Volvimos al otro cuarto.
—¡Oh, André! ¡Acuérdate del pobre
Dandelo
!
—Esto es sólo un conejillo de indias, Hélène. Pero estoy completamente seguro de que pasará bien el experimento.
Colocó al peludo animalito en el suelo esmaltado de verde de la cabina y con toda presteza cerró la puerta. De nuevo me puse las gafas oscuras y vi el vívido fogonazo.
Sin esperar a que André abriese la puerta, me precipité a la habitación contigua en donde las luces estaban todavía encendidas y miré en la cabina receptora.
—¡Oh, André! ¡Está aquí sin novedad! —grité excitada, viendo cómo el animalito trotaba dando vueltas y vueltas—. Es maravilloso, André. ¡Resulta! ¡Has tenido éxito!
—Eso espero, pero necesito tener paciencia. Lo sabré seguro dentro de pocas semanas.
—¿Qué quieres decir?¡Mira! ¡Está tan lleno de vida como cuando lo colocaste en la otra cabina!
—Sí, eso parece. Pero tenemos que cerciorarnos de que todos sus órganos quedaron intactos, y eso requerirá algún tiempo. Si ese animalito sigue lleno de vida dentro de un mes, consideraremos entonces que el experimento es un éxito.
Rogué a André que me dejase cuidar al conejillo de indias.
—Está bien, pero no lo mates sobrealimentándole —asintió con una sonrisa ante mi entusiasmo.
Aunque no permitió que me llevase a
Pasa-pasa
—nombre que yo había dado al conejillo de indias— sacándolo de su caja del laboratorio, le coloqué una cinta roja en torno al cuello y se me permitió darle de comer dos veces al día.
Pasa-pasa
se acostumbró pronto a su cinta roja y se convirtió en un animalito dócil; pero aquel mes de espera pareció durar un año.
Y luego, un día, André colocó a
Miquette
, nuestro cocker spaniel, en su «transmisor». No me lo había dicho antes, sabiendo perfectamente que no le hubiera permitido efectuar tal experimento con nuestro perro. Pero cuando me lo contó,
Miquette
había sido transmitido con éxito media docena de veces y parecía disfrutar de la operación por entero; en cuanto salía del «reintegrador» corría enloquecido hasta la habitación contigua, arañando la puerta del «transmisor» para efectuar otro «viaje», como André lo llamaba.
Ahora esperaba que mi marido invitase a algunos de sus colegas y especialistas del Ministerio del Aire a venir. Usualmente lo hacía cuando había terminado un trabajo de investigación, y, antes de entregarles largos informes detallados que siempre pasaba a máquina por sí mismo, llevaría a cabo un experimento o dos ante ellos. Pero esta vez siguió trabajando. Una mañana le pregunté cuándo pretendía celebrar su «fiesta sorpresa», como las llamábamos.
—No, Hélène; todavía no durante algún tiempo. Este descubrimiento es demasiado importante. Tengo muchísimo trabajo que hacer aún. ¿Te das cuenta de que hay partes de la transmisión que no comprendo totalmente? Funciona, sin duda, pero, mira, no puedo decir a todos esos eminentes profesores que hago esto y aquello y, puf, resulta, funciona. He de explicarles cómo y por qué funciona. Y lo que es todavía más importante, debo estar dispuesto y ser capaz de refutar todo argumento destructivo que no dejarán de oponerme, como suelen hacer cuando se enfrentan con algo realmente bueno.
De vez en cuando me invitaba a bajar al laboratorio para presenciar algún nuevo experimento, pero yo jamás iba a menos que André me lo pidiese, y sólo hablábamos de su trabajo si él abordaba primero la cuestión. Claro, jamás se me ocurrió que, por lo menos en aquella etapa, intentase un experimento con un ser humano; aunque había pensado en ello —conociendo a André—, era evidente que no permitiría a nadie penetrar en el «transmisor» antes de haberlo probado él de manera concienzuda. Fue sólo después del accidente cuando descubrí que había duplicado todos los mandos dentro de la cabina desintegradora, para poder intentarlo él solo y en persona.
La mañana que André llevó a cabo el terrible experimento, no apareció para almorzar. Envié a la doncella con una bandeja, pero ella la devolvió con una nota que había encontrado clavada con una chincheta en la puerta del laboratorio: «No me molestes, estoy trabajando».
Tenía por costumbre clavar tales notas en su puerta, y, aunque lo advertí, no presté particular atención a la escritura extraordinariamente grande de esta nota en particular.
Fue sólo después de eso, mientras estaba tomando café, que Henri entró dando saltos en mi habitación para decir que había capturado una mosca muy rara y que le gustaría que yo la viese. Negándome incluso a mirar a su puño cerrado, le ordené que la soltase en seguida.
—¡Pero, mamá, tiene una extraña cabecita blanca!
Llevando al muchacho hasta la abierta ventana, le dije que soltase a la mosca en seguida, cosa que hizo. Yo sabía que Henri capturó a la mosca simplemente porque pensaba que tenía un aspecto curioso o era diferente a las demás, pero también sabía que su padre jamás soportaría ninguna forma de crueldad hacia los animales, y que le disgustaría descubrir que nuestro hijo había colocado la mosca en un frasco.
A la hora de cenar aquella noche, André seguía sin aparecer. Algo preocupada, bajé hasta el laboratorio y llamé a la puerta.
No respondió a mi llamada, pero le oí moverse en el interior, y un momento después pasó una nota por debajo de la puerta. Estaba escrita a máquina.
HÉLÈNE, TENGO DIFICULTADES. ACUESTA AL NIÑO Y VUELVE DENTRO DE UNA HORA. A.
Asustada, golpeé la puerta y llamé, pero André no pareció prestar ninguna atención, y, vagamente tranquilizada por el ruido familiar de su máquina de escribir, volví a la casa.
Después de acostar a Henri, regresé al laboratorio, en donde encontré otra nota pasada por debajo de la puerta. Mi mano temblaba cuando la recogí porque sabía para entonces que algo andaba radicalmente mal. Leí: