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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia-ficción

Vinieron de la Tierra (25 page)

BOOK: Vinieron de la Tierra
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Supongo pues que yo creía que él podía olfatear a una posible chica allí, y que ningún otro perro podía hacerlo. Me había explicado todo aquello un millón de veces. Era su cuento favorito. Historia le llamaba él. Dios mío. ¡No soy tan tonto! Sé lo que era la historia. Era todas las cosas que pasaron antes de ahora.

Pero me gustaba que Sangre me contara la historia, en vez de hacerme leer uno de aquellos libros gastados con que andaba siempre. Y aquella historia concreta se refería exclusivamente a él, así que me la contó una y otra vez hasta que me la aprendí de memoria. La sabía de corrido, lo cual significaba que la sabía palabra por palabra.

Y cuando un cachorro te enseña todo lo que sabes, y te cuenta algo que llegas a aprenderte palabra por palabra, imagino que llega un momento en que lo crees. Pero yo nunca permití que aquel alzapatas lo supiera.

2

Lo que me había contado era lo siguiente:

Hace unos cincuenta años, en Los Ángeles, antes incluso de que empezase la Tercera Guerra, había un hombre llamado Buesing que vivía en Cerritos. Criaba perros a los que adiestraba como vigilantes, centinelas y atacantes. Dobermans, daneses, schnauzers y akitas japoneses. Tenía una perra pastora alemana de cuatro años llamada Ginger. Trabajaba para el departamento de narcóticos de la policía de Los Ángeles. Localizaba marihuana por el olfato. Daba igual que estuviese bien escondida. Le hicieron una prueba: colocaron veinticinco mil cajas en un almacén de piezas de automóviles. En cinco de ellas habían colocado marihuana envuelta con celofán, y luego en papel de aluminio y luego en papel grueso marrón, y por último encerrada en tres cajas de cartón distintas y bien cerradas. Ginger tardó siete minutos en localizar los cinco paquetes. Al mismo tiempo que Ginger trabajaba, a unos ciento sesenta kilómetros al norte, en Santa Bárbara, los cetólogos habían extraído y reforzado médula espinal de delfín y se la habían inyectado a babuinas Chacina y perros. Habían hecho también alteraciones quirúrgicas e injertos. El primer productor válido de este experimento cetológico había sido un macho pulí de dos años llamado Ahbhu, que había comunicado telepáticamente impresiones sensoriales. Mediante cruces y experimentos constantes habían logrado producir los primeros perros guerrilleros, justo a tiempo para la Tercera Guerra. Estos animales, telépatas a cortas distancias, fácilmente adiestrables, capaces de localizar gasolina, tropas, gas venenoso o radiación en conexión con sus controladores humanos, se habían convertido en los comandos de choque de un nuevo tipo de guerra. Los rasgos selectivos se habían afirmado. Dobermans, galgos, akitas, pulís y schnauzers se habían hecho cada vez más telépatas. Ginger y Ahbhu habían sido los antepasados de Sangre.

Él me lo había contado miles de veces. Me había explicado la historia así, con palabras, un millar de veces, tal como se lo habían contado a él. Yo le había creído, pero nunca le había creído realmente hasta entonces, quizás.

Quizás aquel cabroncete fuese especial.

Examiné al
solo
que estaba encogido en el asiento del pasillo tres filas delante de nosotros. No pude advertir nada especial. El
solo
llevaba la gorra embutida y el peludo cuello de la chaqueta levantado.

—¿Estás seguro?

—Todo lo seguro que puede estarse. Es una chica.

—Si lo es, está haciéndose una paja igual que un tío. Sangre dejó escapar una risita.

—Sorpresa—dijo sarcástico.

El misterioso
solo
siguió allí sentado durante la nueva proyección de
Raw Deal
. Tenía sentido, si se trataba de una chica. La mayoría de los
solos
y todos los miembros de las pandillas se fueron después de la película de tías que abrían las piernas. Había un boxer arrodillado frente a un jinete, filmándoselo, pero no pensé que ninguno de aquellos retorcidos se preocupasen de si había o no en el local carne de chica. La película no llenó mucho más; dio tiempo a que las calles se vaciaran; él-ella podía volver al lugar de donde había venido. Seguí allí sentado durante
Raw Deal
también. Sangre se echó a dormir.

Cuando se levantó el solo-misterio, le di tiempo a que cogiera sus armas si las había entregado y se fuese. Luego tiré a Sangre de su orejota peluda y le dije: «Vamos». Me siguió por el pasillo.

Recogí mis armas y examiné la calle. Vacía.

—Bien, olfateador—dije—. ¿Hacia dónde se fue?

—Hacia la derecha.

Salí de ahí, cargando la Browning de mi bandolera. No veía a nadie moviéndose entre las cáscaras de los edificios bombardeados. Aquella sección de la ciudad estaba destrozada, realmente muy mal. Pero, con Nuestra Banda controlando el Metropol, no tenían que reparar ninguna otra cosa para ganarse la vida. Resultaba irónico; los Dragones tenían que mantener en funcionamiento toda una planta energética para recibir tributo de las otras bandas, la Pandilla de Ted tenía que preocuparse de la represa, los Bastinados trabajaban de peones en los huertos de marihuana, los Negros Barbados perdían un par de docenas de miembros al año limpiando los pozos de radiación de la ciudad; y Nuestra Banda sólo tenía que encargarse de aquel cine.

Quienquiera que hubiese sido su jefe, por muchos años que hiciese que las bandas empezaran a formarse a base de
solos
errantes, tenía que admitirlo: había sido un tipo muy listo. Sabía qué servicios eran los más interesantes.

—Dobló por aquí —dijo Sangre.

Le seguí mientras corría hacia el límite de la ciudad y la radiación verdeazulada que aún parpadeaba desde las colinas. Entonces me di cuenta de que tenía razón. La única cosa que había allí era el tubo de descenso a las antípodas. Era una chica, no había duda.

Las mejillas del culo se me tensaron al pensarlo. Iba a conseguirlo. Hacía casi un mes desde que Sangre me había olfateado una
chica-solo
en el sótano del Market Basket. Era una sucia y me pegó ladillas, pero era una mujer, no había duda, y en cuanto la cogí, la até y le aticé un par de veces, se portó muy bien. También le gustó, aunque me escupió y me dijo que me mataría en cuanto se soltase. La dejé bien atada, para asegurarme. Cuando volví a mirar hace dos semanas ya no estaba allí.

—Atención —dijo Sangre, bordeando un cráter casi invisible frente a las sombras de alrededor.

Algo se agitó en el cráter. Cruzando la tierra de nadie comprendí por qué todos los
solos
o miembros de bandas, salvo un puñado, eran tipos. La Guerra había liquidado a la mayoría de las chicas, como sucedía siempre en las guerras… al menos eso me había contado Sangre. Las cosas que nacían pocas veces eran macho o hembra, y había que estrellarlas contra la pared en cuanto salían de la madre.

Las pocas chicas que no se habían ido abajo con los burgueses eran perras duras y solitarias como la del Market Basket; correosas y ásperas y dispuestas siempre a pincharte con una navaja barbera al menor descuido. El conseguir tocar un culo se hacía cada vez más difícil, a medida que me hacía más viejo.

Pero de cuando en cuando una chica se cansaba de ser propiedad de una banda, o cinco o seis bandas organizaban una incursión y se apoderaban de alguna antípoda desprevenida; o (como esta vez, sí) a una chica de la clase media, una antípoda, se le calentaban las bragas por descubrir cómo eran las películas del asunto y la vida arriba.

Iba a conseguirlo. ¡Demonios, no podía esperar!

3

Allí no había más que vacíos cadáveres de edificios calcinados. Había toda una matizaba derribada y apisonada, como si hubiese bajado del cielo una prensa de acero y le hubiese atizado un sólido ¡pam!, reduciéndolo todo a polvo. La chica estaba asustada, inquieta, me di cuenta. Avanzaba erráticamente, mirando hacia atrás por encima del hombro y a los lados. Sabía que estaba en territorio peligroso. Ay, si supiese cuan peligroso.

Un edificio se alzaba solitario al final de una manzana aplastada, como si se les hubiera olvidado y el azar le hubiese permitido sobrevivir. Se metió dentro y al cabo de un minuto distinguí una luz oscilante. ¿Una linterna? Quizás.

Sangre y yo cruzamos la calle hasta la oscuridad que rodeaba el edificio. Era lo que quedaba de la AJC.

Eso significaba Asociación de Jóvenes Cristianos. Sangre me enseñó a leerlo.

Pero, ¿qué demonios era una asociación de jóvenes cristianos? A veces el saber leer te plantea más dudas que si fueses ignorante.

No quería que la chica saliera; allí dentro podía joderla tan bien como en cualquier otro sitio, así que puse a Sangre de guardia junto a la escalera que llevaba a la cáscara, y di la vuelta por detrás. Todas las puertas y ventanas eran marcos vacíos, por supuesto. No me fue difícil entrar. Me icé hasta el borde de una ventana y entré por ella. Oscuridad dentro. Ningún ruido, salvo el rumor de ella moviéndose por el otro lado del viejo edificio de la AJC. No sabía si iba armada o no, y no quería correr ningún riesgo. Me colgué la Browning y saqué la automática del 45. No tenía que cargarla, había siempre un proyectil en la recámara.

Empecé a avanzar cautamente por el local. Era una especie de vestuario. Había cristales y escombros por el suelo, y toda una hilera de armarios de metal con la pintura desprendida; la explosión les había alcanzado a través de las ventanas muchos años atrás. Mis zapatos no hacían ruido alguno al cruzar la habitación.

La puerta colgaba de un solo gozne y pasé sobre ella, a través del triángulo invertido. Salí al sector de la piscina. La gran piscina estaba vacía, con el mosaico bufado en el extremo, en la parte más alta. Olía muy mal allí; no era extraño, había tipos muertos, o lo que quedaba de ellos, a lo largo de una de las paredes. Algún maldito limpiador los había colocado allí, pero no se había molestado en enterrarlos. Me tapé nariz y boca con la bufanda y seguí avanzando.

Pasado el otro extremo del sector de la piscina, crucé un pequeño pasaje en cuyo techo había bombillas rotas. No tenía ningún problema para ver. La luz de la luna penetraba por las ventanas destrozadas y por un gran agujero que había en el techo.

Pude oírla entonces claramente, al otro lado de la puerta del final del pasillo. Me pegué a la pared y avancé hacia la puerta. Estaba entreabierta, pero bloqueada por listones y yeso caídos de la pared. Haría ruido al abrirla, era seguro. Tenía que esperar el momento adecuado.

Pegado a la pared, comprobé lo que ella hacía ahí dentro. Era un gimnasio, grande, con cuerdas colgando del techo. Ella tenía una gran linterna cuadrada sobre la grupa de un potro gimnástico. Había paralelas y una barra horizontal de unos dos metros de altura, el acero todo oxidado ya. Había anillas y un trampolín y una gran viga de madera para hacer equilibrio. A un lado había barras de pared y bancos de equilibrio, escalerillas horizontales y oblicuas y un par de cajas de salto. Decidí no olvidarme de aquel lugar. Era mucho mejor que el miserable gimnasio que yo había montado en un viejo cementerio de coches. Para ser un
solo
hay que mantenerse en forma.

Se había quitado su disfraz. Allí estaba de pie, temblando, sin más vestido que el pelo.

Sí, hacía frío, y pude ver que tenía carne de gallina. Era alta, con lindas tetas y piernas delgadas. Estaba cepillándose el pelo. Le colgaba por la espalda. La linterna no daba suficiente claridad como para poder apreciar si tenía el pelo castaño o si era pelirroja, pero desde luego no era rubio, lo que resultaba mejor porque a mí me gustan las pelirrojas. Tenía sin embargo buenas tetas. No podía verle la cara, el pelo colgaba suave ondulado ocultando su perfil.

La ropa que había llevado puesta estaba desparramada por el suelo, y lo que se disponía a ponerse estaba sobre el potro de madera. Llevaba unos zapatitos con un curioso tacón.

No podía moverme. Comprendí de pronto que no podía moverme. Era bonita, realmente bonita. Estaba extasiado sólo de estar allí viéndola, viendo cómo se ondulaba su cintura y cómo brotaban las caderas y cómo se movían los músculos de los lados de sus pechos cuando se llevaba las manos a la parte superior de la cabeza para cepillarse el pelo. Era realmente extraño, el placer que yo obtenía de estar simplemente allí solo mirando a una chica hacer aquello. Eran, sin duda, cosas de mujer. Me gustaba mucho.

Nunca me había quedado quieto mirando simplemente a una chica así. Todas las que había visto habían sido sacos de basura que Sangre había olfateado para mí y simplemente me había apoderado de ellas. O las grandes chicas de las películas. No como aquella, blanda y suave, pese a su carne de gallina. Podía seguir contemplándola toda la noche.

Dejó de cepillarse el pelo y cogió unas bragas de un montón de ropa y se las puso. Luego cogió el sostén y también se lo puso. Nunca había sabido cómo lo hacían las chicas. Se lo puso por atrás, alrededor de la cintura, y tenía un par de costuras que encajó que lo mantenían firme. Luego le dio la vuelta hasta que las copas quedaron delante y se lo subió hasta colocarlas en su sitio, primero un pecho y luego el otro; luego se echó las cintas por encima de los hombros. Cogió después el vestido, y yo aparté a un lado algunos escombros y listones y cogí la puerta para abrirla de golpe.

Ella tenía el vestido sobre la cabeza y los brazos alzados y metidos dentro de él y, en cuanto metió la cabeza y quedó apresada allí, por un segundo empujé la puerta y hubo un estruendo al caer trozos de madera y de yeso, y un áspero roce y salté al interior y me arrojé sobre ella antes de que pudiese librarse del vestido.

Empezó a chillar y le desgarré el vestido al arrancárselo y todo sucedió antes de que ella se diese cuenta de nada.

Estaba aturdida. Simplemente aturdida. Grandes ojos: no podía determinar de qué color eran porque estaban en la sombra. Unos rasgos realmente bellos, boca grande, nariz pequeña, pómulos exactamente como los míos, muy altos y prominentes y un hoyuelo en la mejilla derecha. Me miraba fijamente. Realmente asustada.

Y entonces (y esto es realmente extraño) sentí como si debiera decirle algo. No sé el qué. Simplemente algo. Me incomodaba ver que tenía miedo, pero qué demonios podía hacer yo. Quiero decir, después de todo iba a violarla y no podía decirle simplemente que o se acobardase por ello. Después de todo, ella había subido. Pero aun así, yo quería decir: vamos, no te asustes, sólo quiero joderte. (Nunca me había pasado antes aquello. Nunca había deseado decirle algo a una chica; simplemente usarla, y eso era todo.)

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