Se aventuró hasta el centro de la calle. Escuchó unos instantes. Luego dio media vuelta e hizo unas señas hacia el cine. Inmediatamente salió de allí a la carrera, un grupo de personas.
¡Ahora!
La aceleración del coche empujó hacia los respaldos de sus respectivos asientos a los corredores. «El Toro» saltó adelante y corrió hacia el grupo de personas con inusitada velocidad.
Esta vez no hubo ningún fallo. Willie efectuó una bella maniobra a fin de no perder el control de la máquina. Hank apretó el botón de la limpieza para lavar la sangre del motor: Permaneció con los ojos fijos en el retrovisor para seguir gozando de la desoladora escena.
—¡Chico… oh, chico! —murmuró—. ¡Vaya récord! ¡Qué puntuación! —se volvió hacia Willie—. Por favor, para, por favor. Salgamos. Sé que va contra el reglamento, pero quiero ver mejor lo que hemos conseguido. No tardaremos mucho. Ahora ya podemos permitirnos un retraso de dos minutos en el tiempo.
De repente, Willie también sintió la necesidad de salir del coche. Era el trágico accidente más importante de toda su vida. Y experimentaba la vaga sensación de que deseaba hacer algo. Detuvo el coche. Saltaron al suelo.
Unos segundos más tarde la calle era un hormiguero de gente. Ahora que los corredores estaban fuera del mortífero coche, todos se sentían a salvo. Y se mostraban curiosos. Algunos se apretujaron para contemplar a Willie de cerca. Naturalmente, fue reconocido. Su foto había aparecido en todos los periódicos varias veces.
Willie se sintió gratificado por la adulación. Miró a su alrededor. La calle estaba repleta de gente. Pero… pero no todos le contemplaban con afecto ni deseaban estrecharle la mano. Willie frunció el ceño. La mayoría le miraban con torvas pupilas… hasta con hostilidad. ¿Por qué? ¿Qué les pasaba? ¿No era uno de los mejores corredores? ¿No acababan de ganar un récord de puntuación? ¿No les había ofrecido un trágico accidente que nunca olvidarían? ¿Qué les pasaba pues a aquellos imbéciles?
De pronto, la muchedumbre se separó. Lentamente, una joven fue aproximándose a Willie. Era muy bella… hasta con la terrible cólera que ardía en sus mejillas. Llevaba en brazos el cuerpo de un niño. Miró fijamente a Willie con ojos extraviados. Su voz fue baja, pero firme cuando le lanzó al rostro:
—¡Verdugo!
—Cuidado, Muriel —le advirtió alguien de la multitud, pero ella no le hizo caso. Dando media vuelta, volvió a internarse por entre la gente, que fue cediéndole el paso.
Willie estaba aturdido.
—Vamos, larguémonos de aquí-le suplicó Hank, con inquietud.
Willie no contestó. Estaba contemplando el escenario del trágico accidente. Antes, nunca se había detenido. Jamás había visto tan de cerca los estragos de su puntuación. Ahora podía oír los gemidos y sollozos de las víctimas, por encima de los murmullos de la gente. Y esto le angustiaba. Varias personas se afanaban por quitar de en medio de la calle a las víctimas. Eran tantas… ¿Verdugo?
De pronto se dio cuenta de que Hank le estaba empujando.
—¡Vámonos, de prisa!
Rápidamente, dio media vuelta y saltó al coche. Casi al momento, la calle quedó desierta. Encendió los faros y embragó. De prisa… más de prisa. La calle estaba muerta… vacía…
¡No! ¡Allí! ¡Alguien! Llevando en brazos…
Era el verdugo… No, Muriel. Estaba como arraigada en medio de la calle, llevando al niño en brazos. A la luz de los potentes faros su rostro era blanco, sus ojos terribles, oscuros, llameantes…
Willie no aflojó la marcha. El coche pasó por encima de la solitaria figura.
Acababan de perder trece minutos. Se hallaban ya camino de El Paso, Texas. La maldita jaqueca que Willie había padecido durante toda la semana en que estuvo planeando la carrera volvió a presentarse. Cogió una píldora antisomnífera, vaciló un segundo, y se tragó dos.
Hank le miró preocupado.
—¡Calma, muchacho! Willie no le contestó.
—¿Tienes a los anticarreristas bajo tu piel? —inquirió Hank, con desdén—. No te apures.
«Verdugo», le había llamado ella. «Verdugo»…
Willie miraba a través del cristal de plastiglás al cono de luz formado por los faros. «El Toro» estaba recorriendo la Thruway casi a trescientos por hora.
¿Qué era aquello? Ahí… en la luz. Una cara, una cara terrible, de ojos negros… cada vez más grande… más grande… ¡Muriel! Era un verdugo… ¡No, Muriel! No… era un corredor… un coche de carreras con la cara de Muriel que le miraba fijamente… más cerca… más cerca…
Se llevó las manos a la cara.
—¡Willie, cuidado! —le gritó Hank.
El coche patinó. Automáticamente Willie aferró con más fuerza el volante. Se hallaban cerca de la cuneta cuando Willie enderezó el coche. Al frente, la carretera se extendía libre… y desierta.
Todavía era de noche cuando llegaron a El Paso. La radio les comunicó la puntuación de Oklahoma. Cinco y ocho. Cinco muertos y ocho heridos. Harik estaba encantado. Se hallaban a punto de batir el récord. Ya había empezado a gastar sus veinticinco mil dólares.
Willie se sentía angustiado. Su jaqueca empeoraba. Tenía las manos húmedas. Seguía oyendo la voz de Muriel, gritándole:
—¡Verdugo! ¡Verdugo!
Pero él no era un verdugo. ¡Era un corredor! Y lo demostraría. Vencería en esta carrera.
El Paso fue un fracaso. Ni una persona a la vista. Ahora venía Phoenix.
El reloj marcaba las 6.58 cuando llegaron allá. Las calles estaban desiertas. Willie aflojó al llegar a una esquina. Y al volver a acelerar en la calle siguiente, la vio. Estaba cruzando la calzada, Hank le gritó:
—¡Vamos, Willie, vamos!
La joven miró al coche con un terror instantáneo.
¡
Esa cara
!
¡Era la vieja con el gato! ¡No…! ¡Era Muriel! ¡Muriel con sus ojos negros…!
En la última fracción de segundo Willie giró el volante. «El Toro» respondió a su demanda y se desvió de la muchacha, la cual corrió en busca de refugio.
—¿Qué diablos te pasa? —le recriminó Hank, encolerizado—. Hubiéramos podido puntuar. ¿Te has vuelto loco?
—No la necesitábamos. Ganaremos sin ella. Yo… yo…
¿Por qué no había puntuado? La joven no era Muriel. Muriel estaba en Oklahoma City… El verdugo… ¡Maldita jaqueca!
—Tal vez sí-refunfuñó Hank—, pero no podemos estar seguros. ¿Y qué hay de la propina por batir un récord? Diez mil por cabeza. Y estamos a punto de batirlo. —Miró aviesamente a Willie—. ¿O… tal vez has perdido el temple? ¿Qué dirán los de la Comisión si se enteran?
—¡Tengo todo el temple del mundo! —le espetó Willie.
—¡Demuéstralo! —le retó Hank rápidamente. Señaló el plano que tenía sobre el tablero—. Mira, ¿ves este pueblo? ¡Lee el nombre! ¡Wikieup! Fuera del Thruway. ¡Ahí podremos puntuar!
Willie no respondió. No había perdido los ánimos. Era aún el mejor corredor. Nadie podía conducir como él: máxima velocidad constante, vigor, fortaleza, buen empleo del tiempo, juicio razonable…
—¿Bien?
—De acuerdo-accedió Willie.
Todavía no habían llegado a Wikieup cuando avistaron al granjero. No tenía ninguna posibilidad. «El Toro» se dirigió directamente hacia él. Pero en el último instante se desvió ligeramente. Uno de los cuernos desgarró un muslo del viejo. Por el retrovisor, Willie le vio incorporarse y salir de la carretera, cojeando.
—Hubieras podido conseguir una muerte —le acusó Hank—. ¿Por qué no?
—Mala carretera —replicó Willie—. La rueda resbaló.
Se tranquilizó a sí mismo diciéndose que eso era lo que había ocurrido. No desvió el coche a conciencia. Era un buen corredor. Pero no podía hacer nada en una mala carretera.
Needles quedó atrás a las 10.45. No había nadie en la calle. Hank sintonizó la radio de la población.
«… acaba de salir de la ciudad en dirección oeste. No llegará a la ciudad ningún otro corredor antes de veinte minutos. Repetimos: un corredor acaba de salir…»
Hank cerró la radio.
—¿Lo has oído? ¡Veinte minutos! —exclamó excitado—. ¡No esperan a ningún corredor antes de veinte minutos! —Asió a Willie por el brazo—. ¡Da media vuelta! Ahora podremos batir el récord. ¡Da media vuelta, Willie!
—No lo necesitamos.
—¡Yo sí! ¡Quiero ese premio extra! Willie no contestó.
—¡Escúchame, condenado corredor! —El tono de Hank era amenazador—. Ni tú ni nadie puede estafarme ese premio. Estás actuando de una manera muy peculiar. ¡Más bien pareces un anticarrerista! Desde que logramos ese accidente… ¡Ya! La chica… aquella anticarrerista que te llamó verdugo. ¡Óyeme! ¡Vas a ganar ese récord de puntuación o le comunicaré a la Comisión lo que estás haciendo y no volverás a empuñar un volante en toda tu vida!
«No volverás a empuñar un volante», le repitió el cerebro a Willie. Pero él era un corredor. No un verdugo. Un corredor. ¿Un récord de puntuación?. Sí, eso era lo que tenía que hacer. Establecer otro récord. Ser el mejor corredor de todos.
Sin una sola palabra hizo girar el coche. A los pocos minutos se hallaban de nuevo en los arrabales de Needles.
Aquel edificio. Un colegio. Y allí… andando ordenadamente en dos filas, con el profesor, toda un aula de chiquillos…
«El Toro» emprendió veloz carrera. Ahora se hallaba sólo a unos sesenta metros de la gran puntuación.
Pero, ¿qué era aquello…? Allí… ¡allí estaba Muriel! ¡Con sus terribles ojos negros!
¡No…! Eran unos niños. El niño en brazos de Muriel… ¿Estaba ya chillando y quejándose?
¡Todos los niños estaban en brazos de Muriel! ¡Verdugo! ¡Verdugo! No, él no era un verdugo sino un corredor. ¡Un verdugo no, un verdugo, no! Deliberadamente, giró el volante.
De pronto, la mano de Hank se abatió sobre la suya.
—¡Maldito y estúpido anticarrerista! —le gritó el mecánico al tiempo que forcejeaba por dominar el volante.
El coche patinó. Los dos hombres peleaban salvajemente por el control del auto. Se hallaban a unos metros solamente de los asustados niños, que habían empezado a correr en todas direcciones.
Con un violento tirón, Willie logró girar el volante.
El coche iba a doscientos cincuenta kilómetros por hora cuando chocó y se aplastó contra la pared del vacío edificio.
Las voces le llegaron a Willie a través de espesas capas de algodón… y siguieron acercándose y alejándose… Acercándose y alejándose…
«… murió instantáneamente. Pero el corredor aún…» Parecía la voz de Muriel. Muriel. Willie trató de abrir los ojos. Todo tenía un color blancuzco. ¿Por qué había tanta niebla? Una cara estaba inclinada sobre la suya. ¿Muriel…? No, no era Muriel. Volvió a perder el conocimiento.
Cuando abrió de nuevo los ojos comprendió que no estaba solo. Volvió la cabeza. Una joven estaba sentada al lado de la cama. Muriel…
Sí, era Muriel.
Trató de incorporarse.
—¡Eres tú! Pero… pero, ¿cómo…?
La muchacha le puso una mano sobre el brazo.
—La radio. Dijeron que estabas llamando a Muriel. Me enteré. Ya nada importa ahora.
La muchacha le miraba fijamente. Sus ojos ya no ardían… sólo eran negros y parecían intrigados.
—¿Por qué me llamaste? —preguntó con avidez. Willie trató otra vez de incorporarse.
—Quería decírtelo… tenía que decírtelo… ¡Yo…! ¡Yo no soy un verdugo! La joven le miró un largo momento. Después se inclinó hacia él y susurro:
—¡Ni un corredor!
I
B
M
ELCHIOR
DEATH RACE 2000
(
CARRERA DE LA MUERTE AÑO 2000
). New World Pictures, 1975.
Duración: 79 minutos. Producida por Roger Corman; dirigida por Paul Bartel; guión, Robert Thom y Charles Griffith; música, Paul Chihara; director de fotografía, Tak Fujimoto; montaje, Tina Hirsch; ayudante de dirección, Dennis Jones; maquillaje, Pat Hutchence; vestuario, Jane Rum; dirección artística, Robinson Royce y B. B. Neel; efectos especiales, Richard MacLean; efectos ópticos especiales, Jack Rabin coches diseñados por James Powers; coches construidos por Dean Jefferies.
Intérpretes: David Carradine (Frankenstein), Simone Griffeth (Annie), Sylvester Stallone (Ametralladora Joe Viterbo), Mary Woronov (Juanita Calamidad), Roberta Collins (Mathilda la Huna), Martin Cove (Nero), Louisa Moritz (Myra), Don Steele (Joven Bruce), Joyce Jameson (Grace Pander), Fred Grandy (Herman el Germano), John Landis (El Mecánico), Wendy Bartel (Laude), Chuck Cirino (agente del FBI).
Imágenes
Carrera de la muerte año 2000
Un pre-Rocky Sylvester Stallone en el papel de Ametralladora Joe Viterbo, un papel similar al que finalmente lo convirtió en una estrella. Su sexy compañera es Louisa Moritz.