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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia-ficción

Vinieron de la Tierra (22 page)

BOOK: Vinieron de la Tierra
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EL CORREDOR

Ib Melchior

Introducción: El Corredor

Filmada como
CARRERA DE LA MUERTE AÑO 2000
(New World Pictures, 1975).

Es el año 2000 y la población de los Estados Unidos se siente atontada emocionalmente por los horrores de incontables guerras y por los persistentes efectos de la Gran Depresión de 1981. Sólo la Carrera Anual Transcontinental de la Muerte —donde cada peatón es una posible presa y el vencedor es determinado por el mayor cómputo de cuerpos— puede conseguir un cierto estremecimiento de excitación en la gente. Cinco conductores compiten en la sorprendente eliminatoria, cada uno de ellos al volante de un vehículo embellecido con una gran variedad de garras y cornamentas en la parte delantera, bayonetas e incluso ametralladoras.

Así se inicia uno de los más sorprendentes y satíricos filmes de ciencia ficción jamás concebidos. La historia original apareció por primera vez allá por 1956 en una hace tiempo olvidada revista para hombres llamada
Escapade
; y, por aquel entonces, escapó a la atención de la mayor parte de lectores y antologistas. Su autor, Ib Melchior, se convirtió en un guionista de éxito en Hollywood (
El colérico planeta rojo
,
Robinson Crusoe de Marte
), y hoy es más conocido por sus cautivadoras novelas de guerra, que están parcialmente basadas en sus propias y fascinantes experiencias en ultramar.

«Tuve la primera idea para
El corredor
—recuerda Melchior— una tarde en una carrera local de velocidad. Oyendo a la multitud rugir entusiasmada tras una particularmente espeluznante colisión, me di cuenta de que los espectadores no acudían allí a ver quién vencía… sino quién resultaba muerto. Tras aquella desconcertante experiencia, la historia pareció surgir por sí misma ante mí.»

El apasionante relato impresionó evidentemente al productor independiente Roger Gorman, lo bastante como para poner en marcha su versión cinematográfica con estrellas como David Carradine y un pre-Rocky Sylvester Stallone. «Fue un filme particularmente violento», proclama Carradine, pero se apresura a añadir que: «difícilmente puede calificarse de filme lineal. El guión tenía de todo: comedia, drama, y una buena cantidad de pensamiento revolucionario».

Tras el primer guión, Melchior se sintió bastante perturbado por las libertades tomadas respecto a su narración original. Los guionistas Robert Thom y Charles Griffith habían inyectado al relato una abundancia de comedia y un enorme sentido del absurdo. Hablando en retrospectiva, sin embargo, el autor admite que «cinematográficamente, hicieron lo correcto, y ahora gozo enormemente viendo la película». Pero hayan visto ustedes o no esta pequeña joya del cine, su base,
El corredor
, será pese a todo una inolvidable experiencia de lectura.

J
IM
W
YNORSKI

El Corredor

Willie experimentó la familiar e intoxicante excitación. Tenía la boca seca, el corazón le latía velozmente y todos sus sentidos parecían más alerta que nunca. Faltaban unos pocos minutos para las 8… la hora de salida.

Era el gran día. Desde los distintos circuitos de salida de Long Island, los corredores partían a intervalos de quince minutos. El estruendo de los motores y el resoplido de los tubos de escape de los coches recalentados atronaban el aire en todas partes. El olor de la gasolina y los humos de la combustión llenaban la atmósfera. El alboroto de la multitud era como un continuo zumbido. Se trataba de la mayor carrera del año —Nueva York-Los Ángeles—, con cien mil pavos para el ganador. Willie estaba decidido a batir su propio record del año pasado: 33 horas, 27 minutos, 12 segundos. Y aunque sería condenadamente difícil, deseaba mejorar también su puntuación.

Dio una última vuelta de inspección en torno al coche. Esbelto, alargado, de color castaño, el chasis de plastiglás, prácticamente indestructible, parecía excesivamente frágil, como una burbuja de jabón. Pero no era malo para un coche anticuado. Pegó unos buenos puntapiés a los sólidos neumáticos de plastigoma, tal como suelen hacer todos los buenos corredores, mientras Hank le estaba dando una última mirada a los cuernos de durastel que sobresalían en la parte delantera. No en balde se llamaba «El Toro» el coche de Willie. La parte anterior del mismo era como la cabeza de un toro, con unos ojos inyectados en sangre, un hocico de hierro… y los cuernos. Aunque la mayoría de los coches de carreras tenían forma de tigres, tiburones o águilas, había también unos cuantos toros… pero ninguno con unos cuernos tan magníficos como los del coche de Willie.

—El coche 79 listo para salida dentro de cinco minutos —gritó el altavoz—. Coche 79. Willie Connors, conductor. Hank Morowski, mecánico. Preparen su coche para la salida dentro de cinco minutos.

Willie y Hank ocuparon sus puestos en «El Toro». Al impulso de Willie en el arranque, el poderoso motor comenzó a susurrar. Lentamente, se dirigieron a la línea de salida.

—¡Última verificación! —exclamó Willie.

—De acuerdo —contestó Hank.

—¿Aceite y gasolina?

—Cuarenta horas.

—¿Refrigeración?

—En marcha.

—¿Pastillas antisomníferas?

—Comprobado.

—¿Pastillas de energía?

—Comprobado.

—¿Termo?

—Comprobado.

El director de salida mantenía enhiesto el banderín sobre su cabeza. La muchedumbre que llenaba las tribunas se había puesto de pie. Atenta. Expectante.

—¡Ahí vamos! —murmuró Willie.

El banderín se abatió. De la multitud surgió un rugido unánime. Pero Willie no lo oyó. Acelerando furiosamente, puso el coche a la velocidad máxima de trescientos kilómetros por hora en cuestión de segundos… disparándolo como un cohete en línea recta hacia Manhattan. Willie se sentía animado, invencible. Era un corredor. ¡Y con muchos trucos!

Willie enfiló por el túnel de Jersey.

—¿Y bien? —gruñó Hank—. ¿Puedo saber adónde vamos?

—A Toledo —repuso Willie—. Toledo, Ohio. Por el Thruway. Llegaremos antes de tres horas.

Estaba ligeramente molesto con Hank. No existía ningún motivo por el que su compañero estuviera tan emocionado. Sabía que un conductor no tiene que notificarle a nadie la ruta elegida. Las noticias tienen la mala costumbre de propalarse. Y esto le podía costar su puntuación a un corredor.

—No existen muchas probabilidades de que vayamos a tener dificultades hasta que lleguemos a Toledo —añadió Willie—, pero mantén los ojos bien abiertos, por si acaso.

Hank se limitó a gruñir.

Eran exactamente las 10.48 cuando «El Toro» se internó por las desiertas calles de Toledo.

—Bien… ¿y ahora qué? —inquirió Hank.

—Grand Rapids, Michigan —respondió lacónicamente Willie.

—¡Grand Rapids! ¡Pero eso significa un rodeo de quinientos kilómetros!

—Lo sé.

—¿Estás loco? Perderemos un par de horas.

—¡Gran Rapids es el camino ascendente entre los Lagos! ¿Crees que nos esperarán allí?

—Oh… ya entiendo.

—El tiempo no lo es todo, amigo. ¿Quién dijo que la distancia más corta entre dos puntos es la línea recta? La puntuación también cuenta. ¡Y tenemos que mejorar nuestra puntuación!

La primera tragedia, el primer accidente ocurrió poco después. «El Toro» atropelló a un hombre, arrojándole al aire y lo dejó deslizarse por la capota de plexiglás, con un charco rojo detrás y más sangre aún a la izquierda de Willie… todo en una fracción de segundo.

Cerca del Calvin College, una estudiante imprudente estaba demasiado lejos de todo refugio cuando el corredor, de repente, atravesó la explanada. Frenéticamente, la joven echó a correr, pero no tenía la menor posibilidad de salvarse, habida cuenta de que era Willie quien iba al volante. El afilado cuerno de la derecha le atravesó la espalda con tanta limpieza que el coche ni siquiera vibró.

Al salir de la ciudad, el corredor volvió a tener suerte. Una vieja acababa de abandonar el santuario de su jardín rodeado por una cerca de piedra para rescatar a un gato extraviado. Resultó tan fácil matarla que Willie casi se sintió defraudado.

A las 12.32 se hallaban corriendo a toda velocidad hacia Kansas City. Hank contempló a Willie con admiración.

—¡Tres! —murmuró soñadoramente—. ¡Una puntuación excelente! Y todos muertos… seguro. ¡Verdaderamente, sabes conducir!

Hank se retrepó satisfecho en su asiento, como si tuviera ya sus veinticinco mil dólares en el bolsillo. Empezó a silbar
Los corredores vienen a todo tren
, pero desafinando.

Incluso después de su buena puntuación, esto enojó a Willie. Y por un motivo desconocido recordó la súplica leída en los ojos de la vieja que había derribado. Era gracioso que se acordase de semejante tontería.

Calculó que llegarían a Kansas City a las 18.15, CST. Hank puso en marcha la radio. Peoría, Illinois, avisaba a sus ciudadanos la proximidad de un corredor. Todos los espectadores debían contemplar su paso desde un lugar seguro. Willie sonrió. Eso era un fastidio, pero él no buscaba ningún punto en Peoría.

Dayton, Ohio, habló de un corredor que había logrado un trágico accidente, y Fort Indiana pregonaba que tres corredores lo habían atravesado sin tocar a nadie. Por lo que oía, Willie estuvo seguro de que iba en cabeza, tanto en tiempo como en puntuación.

Ahora sintonizaba Kansas. Una voz untuosa iba dando, entre las diversas puntuaciones de los distintos corredores, una breve historia de la carrera.

«… Y los más populares deportes de la última mitad del siglo XX eran tan poco excitantes como el boxeo y la lucha libre. Naturalmente, los espectadores veían cómo los contendientes procuraban mutilarse o lesionarse al menos uno a otro, y siempre había la oportunidad de asistir a un fatal accidente.

»Sin embargo, nuestra carrera proporciona mayores oportunidades para los accidentes trágicos, por lo que son mucho más excitantes para los espectadores. Una de las más famosas pistas, la de Indianápolis, donde muchos corredores y espectadores sufrieron accidentes trágicos, es hoy día un lugar de peregrinación. Las carreras de coches eran muy populares en aquella época, y se celebraban en todo el mundo, a veces con tanteos de cien puntos, recomendóse ya largas distancias.

»Pero estas modernas carreras hacen posible que toda la población de un país participe en las mismas…»

Willie cerró la radio. ¿Por qué siempre tenían que hablar tanto de la puntuación? El tiempo también era importante. La
velocidad
… y la
resistencia
. Esto formaba parte de un s del volante, tanto como su habilidad en puntuar. Se tomó una pastilla de energía. Estaban entrando en Kansas City.

Los oficiales del punto de verificación le comunicaron a Willie que había tres corredores con mejor tiempo que él, y uno que empataba su puntuación. «El Toro» estuvo en el lugar de verificación el tiempo suficiente para que Hank pudiera echarle un rápido vistazo al motor… y volvieron a arrancar. Eran las 18.18, CST, cuando dejaron a sus espaldas los límites de la ciudad. Llevaban corriendo nueve horas.

A unos ochenta kilómetros por el Thruway hacia Denver, después de cruzar una población llamada Lawrence, Willie aflojó de repente la marcha. Hank, que estaba dormitando, se incorporó, sobresaltado.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó.

—No pasa nada —le contestó Willie, irritado—. Descansa. Eso lo haces muy bien.

—Pero, ¿por qué aflojas la marcha?

—Ya oíste a los de Kansas City. Alguien ha empatado nuestra puntuación. Tenemos que mejorarla —le contestó Willie torvamente.

Los neumáticos de plastigoma chimaron sobre la pista de cemento cuando Willie dobló hacia una salida que conducía a una carretera de segundo orden.

—¿Por qué vamos por aquí? —se extraño Hank—. Sólo podrás hacer ciento treinta por hora.

Al lado de la carretera, un poco al frente, apareció un cartel iluminado:

LONESTAR
17 kilómetros

—Por esto —anunció Willie escuetamente.

Pocos minutos después, Lone Star aparecía a la vista. Era un poblado pequeño. Willie llevaba el coche a la máxima velocidad por aquella carretera. Pasó por entre un enjambre de gallinas, arrolló a un perro que renqueó aullando hacia un lugar seguro de una casa donde le esperaba una chica con los brazos extendidos, consiguió rozar la pierna de un chiquillo que saltaba una valla de madera… y por fin penetró en Lone Star.

Hank activó la pantalla del tablero de mandos, que les dio una vista posterior.

—Esto no ha mejorado mucho nuestra puntuación —se lamentó Hank.

—¡Oh, cállate!-explotó Willie, con tanta sorpresa para él como para Hank.

¿Qué le pasaba? No era posible que estuviera ya cansado. Se tragó una píldora antisomnífera. Eso le ayudaría. Hank calló cuando atravesaron Topeka y cogieron el Thruway de Oklahoma City, pero por el rabillo del ojo miraba calculadoramente a Willie, inclinado sobre el volante.

Se acercaba el crepúsculo. Willie encendió los poderosos faros. Daban una luz rojiza debido al colorido de los ojos de «El Toro». Acababan de atravesar un pequeño burgo llamado Perry cuando sonaron varias detonaciones. Willie se sobresaltó.

—¡Ya están aquí de nuevo! —exclamó Hank—. Estos malditos campesinos jamás aprenderán que no pueden alcanzarnos con sus rifles de juguete —acarició la cubierta de plastiglás afectuosamente—. Se necesitarían bombas atómicas para perforar este material.

¡Naturalmente! Willie hubiera debido esperar una sorpresa por el estilo. Ya se había tropezado otras veces con los anticarreristas. Eran un puñado de descontentos. La Comisión de Carreras los había declarado ilegales. Sin embargo… en cada competición se apostaban en algún sitio estratégico para disparar contra los corredores, como una especie de desafío patético. ¿Por qué había seres que deseaban terminar con aquellas carreras?

Estaban llegando a los arrabales de Oklahoma City. Willie apagó los faros. No tenía por qué advertir su presencia.

De pronto, Hank le cogió una mano. Señaló sin hablar. Allí… alegremente, resplandecía el anuncio de neón de un cine…

Willie redujo la marcha casi por completo. Detuvo el coche junto a la acera, fundido entre las sombras. Consultó el reloj. Las 22.03… Quizá…

Un poco más abajo, un hombre se asomó por la puerta del local. Lentamente fue emergiendo por completo, mirando por la calle arriba y abajo. No divisó a «El Toro».

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