Vinieron de la Tierra (15 page)

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Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Vinieron de la Tierra
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Me sentí molesto, más de lo que deseaba, por el mero hecho de haber pensado en eso. Henri acababa de demostrar que Charas estaba en realidad más cerca de una pista de lo que lo estuvo cuando me habló de sus pensamientos referentes al pasatiempo de Hélène.

Por primera vez me pregunté si Charas no sabía en realidad más de lo que daba a entender. Por primera vez también me pregunté por Hélène. ¿Estaba loca de verdad? Un extraño y horrible sentimiento crecía dentro de mí y cuanto más pensaba en él, más sentía que, de alguna manera, Charas tenía razón. ¡Hélène estaba teniendo éxito con su plan!

¿Qué razón podía haber habido para tan monstruoso crimen?¿Qué le había llevado hasta eso?¿Y qué había sucedido?

Pensé en los centenares de preguntas que Charas había formulado a Hélène, a veces con suavidad, como una enfermera tratando de tranquilizar, otras veces serio y frío, en otras ladrando casi furiosamente. Hélène había respondido a muy pocas, siempre con una voz tranquila y baja, y sin parecer prestar nunca atención alguna al modo en que se le había presentado la pregunta. Aunque atontada, parecía entonces perfectamente cuerda.

Refinado, bien educado y culto, Charas era algo más que un inteligente inspector de policía. Era un agudo psicólogo, y tenía un modo sorprendente de olisquear una mentira o alguna afirmación errónea incluso antes de que fuese formulada. Yo sabía que había aceptado como ciertas las pocas respuestas que Hélène le diera. Pero quedaban todas aquellas otras preguntas a las que nunca contestó: las más directas e importantes. Desde el principio, ella había adoptado un sistema muy sencillo. «No puedo responder a esa pregunta», decía con su voz baja y tranquila. ¡Y eso era todo! La repetición de la misma pregunta nunca parecía enojarla. En todas las horas de interrogatorio que sufrió, Hélène ni una vez indicó al comisario que ya le había preguntado esto o aquello. Simplemente se limitaba a decir: «No puedo responder a esa pregunta», como si fuese la primerísima vez que aquella pregunta en particular se le hacía y la primerísima vez en que ella daba la respuesta.

Este clisé se había convertido en una formidable barrera, más allá de la cual el comisario Charas no podía captar ni siquiera un atisbo, ni una idea concebible de lo que pudiera estar pensando Hélène. De muy buena gana había respondido a todas las preguntas sobre su vida con mi hermano —que parecía feliz y monótona— hasta el momento de su final. Sobre su muerte, sin embargo, todo lo que ella diría era que le había matado con la prensa hidráulica, pero se negaba a decir por qué, qué es lo que la condujo hasta el drama y cómo consiguió que mi hermano metiese la cabeza debajo del martillo. Nunca se negó en redondo; simplemente se quedaba inexpresiva, y sin emoción aparente repetía: «No puedo responder a esa pregunta».

Hélène, como ya he dicho, había probado al comisario que sabía cómo ajustar y operar la prensa hidráulica.

Charas sólo pudo encontrar un único hecho que no coincidía con las declaraciones de Hélène: el que la prensa hubiera sido utilizada dos veces. Charas llegó a atribuir esto a la locura. Ese defecto evidente en la pétrea defensa de Hélène parecía una especie de grieta que el comisario quizá lograse ampliar. Pero mi cuñada la tapó por último reconociendo:

—Está bien, les mentí. Utilicé la prensa dos veces. Pero no me pregunte por qué, porque no se lo puedo decir.

—¿Ha sido su única… falsedad, señora Delambre?-había preguntado el comisario, tratando de aprovecharse de lo que parecía por fin una ventaja.

—Lo es… y usted lo sabe, señor comisario.

Y enojado, Charas se había dado cuenta de que Hélène podía leer en él como en un libro abierto.

Pensé en avisar al comisario, pero la certeza de que inevitablemente empezaría a interrogar a Henri me hizo dudar. Otro motivo también de duda fue una vaga sensación de miedo de que buscase y encontrase la mosca de la que hablara Henri. Y eso me irritaba mucho más porque no podía encontrar explicación satisfactoria a ese temor particular.

André no era uno de esos profesores distraídos que caminan en medio de un diluvio llevando bajo el brazo el paraguas cerrado. Era humano, tenía un agudo sentido del humor, amaba a los niños y a los animales y no podía soportar ver que nadie sufriese. A menudo le había visto abandonar su trabajo para ver pasar a los bomberos de la localidad, o a los ciclistas del Tour de France, o incluso seguir a la comitiva de un circo por todo el pueblo. Le gustaban los juegos de lógica y precisión, como el billar, el tenis, el bridge y el ajedrez.

¿Cómo era posible, entonces, explicar su muerte?¿Qué es lo que le hizo colocar la cabeza bajo el martillo de la prensa? A duras penas podía resistir que se hiciese alguna estúpida apuesta o una prueba de valor. Odiaba el juego y no tenía paciencia con aquellos que se dejaban llevar por él. Cuando se enteraba de que se proponía una apuesta, invariablemente recordaba a todos los presentes que, después de todo, una apuesta no era más que un contrato entre un estúpido y un timador, aunque tuviese que echarse a suertes quién era timador y quién estúpido.

Parecía que sólo había dos explicaciones posibles para la muerte de André. O bien se había vuelto loco, o tuvo algún motivo para dejar que su esposa le matase de una manera tan extraña y terrible. ¿Y cuál podía haber sido el papel de su mujer en todo esto?¿Acaso los dos se volvieron locos a la vez?

Después de decidir no decir nada a Charas sobre las inocentes revelaciones de mi sobrino, pensé en tratar de interrogar a Hélène.

Parecía estar esperando mi visita, porque entró en la sala casi tan pronto como me hice anunciar a la matrona y se me permitió la entrada.

—Quería enseñarte mi jardín —explicó Hélène, mientras yo miraba el abrigo que llevaba por encima de los hombros.

Siendo una de las reclusas «razonables», se le permitía ir al jardín durante ciertas horas del día. Pidió y obtuvo el derecho a tener una parcelita de terreno en donde cultivaba flores, y yo le envié semillas y algunos esquejes sacados de mi jardín.

Me llevó directamente a un rústico banco de madera que había sido construido en el taller de hombres y que estaba recién colocado bajo un árbol cerca de su parcelita de jardín.

Buscando el modo más apropiado para abordar la cuestión de la muerte de André, me senté durante un rato trazando vagos dibujos en el suelo con la punta de mi paraguas.

—François, quiero pedirte algo —dijo Hélène al cabo de un rato.

—¿Algo que puedo hacer por ti, Hélène?

—No, algo que quiero que sepas. ¿Las moscas viven mucho tiempo?

Al mirarla con fijeza, estuve a punto de decir que su hijo me había formulado la misma pregunta pocas horas antes, cuando de pronto me di cuenta de que aquí estaba la brecha que yo anduviera buscando y tal vez incluso la posibilidad de dar un gran golpe, un golpe quizá lo bastante poderoso como para derribar la defensa de su muralla de piedra, tanto si estuviese loca como cuerda.

Mirándola con atención, respondí:

—Pues no lo sé en realidad, Hélène; pero la mosca que buscabas estuvo en mi despacho esta mañana.

No me cupo la menor duda de que había dado un golpe certero. Giró la cabeza en redondo con tal fuerza que oí el chasquido de los huesos en su cuello. Abrió la boca, pero no dijo palabra; sólo sus ojos parecían vagamente gritar de miedo.

Sí, era claro que me había tropezado con algo, ¿pero con qué? Sin duda, el comisario hubiese sabido qué hacer con tal ventaja; yo no. Lo único que sabía era que él jamás le concedería tiempo para pensar, para recuperarse; pero todo lo que yo lograba hacer, y aun eso gracias a un esfuerzo, era mantener mi rostro bien inexpresivo, esperando contra toda esperanza que las defensas de Hélène siguiesen desmoronándose.

Debió de estar todo un rato sin respirar, porque de pronto abrió los labios y se llevó ambas manos a su boca todavía abierta.

—François… ¿La mataste?-susurró; sus ojos ya no estaban fijos sino que registraban hasta el último rincón de mi cara.

—No.

—Entonces la tienes… ¡La tienes! ¡Dámela! —casi gritó, tocándome con ambas manos, y supe que de haberse sentido bastante fuerte, hubiese tratado de registrarme.

—No, Hélène, no la tengo.

—Pero ahora lo sabes… lo has adivinado, ¿verdad?

—No, Hélène. Sólo sé una cosa, y es que no estás loca. Pero tengo intención de averiguarlo todo, Hélène, y sea como sea lo conseguiré. Elige: o me lo cuentas tú y veré lo que se puede hacer, o…

—¿O qué?¡Dilo!

—Iba a decirlo, Hélène… o te aseguro que tu amigo el comisario tendrá esa mosca mañana a primera hora.

Permaneció inmóvil, mirándose las palmas de las manos puestas sobre el regazo, y aunque estaba refrescando, le sudaban la frente y las manos.

Sin siquiera apartar a un lado una guedeja de largo pelo pardo que le caía hasta la boca a causa de la brisa, murmuró:

—Si te lo digo… ¿me prometes matar esa mosca antes de hacer ninguna otra cosa?

—No, Hélène. Sin saber no puedo hacer ninguna promesa.

—Pero, François, debes comprender. Le prometí a André que esa mosca sería destruida. Hay que cumplir esa promesa, y no podré decir nada hasta haberla cumplido.

Me di cuenta de que habíamos llegado a un callejón sin salida. Todavía no perdía yo terreno, pero sí la iniciativa. Traté de dar un palo de ciego.

—Hélène, has de comprender que en cuanto la policía examine esa mosca, sabrá que no estás loca y entonces…

—¡François, no! ¡Por amor a Henri! ¿No comprendes? Yo esperaba esa mosca; y esperaba que me encontrase aquí, pero ella no ha podido saber lo que había sido de mí. ¿Qué otro remedio le quedaba sino ir a las otras personas que ama, a Henri, a ti… a vosotros que podíais saber y comprender lo que era preciso realizar?

¿Estaba realmente loca o lo simulaba? Pero, loca o cuerda, se mostraba interesada. Preguntándome cómo seguir y cómo dar el golpe de gracia sin correr el riesgo de ver cómo se escabullía fuera de mi alcance, dije muy tranquilo.

—Cuéntamelo todo, Hélène. Entonces podré proteger a tu hijo.

—¿Proteger a mi hijo de qué?¿No comprendes que si estoy aquí es simplemente para que Henri no sea el hijo de una mujer que fue guillotinada por haber asesinado a su padre?¿No comprendes que preferiría con mucho la guillotina a vivir hasta la muerte en este asilo de lunáticos?

—Comprendo, Hélène, y haré cuanto pueda por el muchacho tanto si me lo cuentas como si no. Si te niegas a confiarte a mí, seguiré luchando por proteger a Henri; pero debes comprender que el juego se me escapará de las manos, porque el comisario Charas se apoderará de la mosca.

—¿Pero por qué tiene que saberlo?-exclamó, más que preguntó, mi cuñada, luchando por dominar su genio.

—Porque debo saber cómo y por qué murió mi hermano, Hélène.

—Está bien. Llévame a… la casa. Te daré lo que el comisario consideraría mi «confesión».

—¿Quieres decir que lo tienes escrito?

—Sí. En realidad no estaba destinado a ti, sino a tu amigo, el comisario. Tenía previsto que, tarde o temprano, se acercaría demasiado a la verdad.

—¿Entonces no te opones a que él lo lea?

—Actúa como consideres adecuado, François. Espérame un momento.

Dejándome a la puerta de la salita, Hélène subió corriendo las escaleras hacia su cuarto. En menos de un minuto había regresado con un gran sobre color pardo.

—Escucha, François; tú no eres tan inteligente como tu pobre hermano, pero tampoco eres tonto. Lo único que te pido es que lo leas a solas. Después, puedes hacer lo que se te antoje.

—Te lo prometo, Hélène —dije tomando el precioso sobre—. Lo leeré esta noche y aunque mañana no es día de visita, vendré a verte.

—Como quieras-dijo mi cuñada, sin siquiera despedirse mientras volvía a subir la escalera.

Sólo al llegar a casa, mientras caminaba desde el garaje hasta el edificio, leí la inscripción del sobre:

A QUIEN PUEDA INTERESAR
(Probablemente al comisario Charas)

Después de decir a los criados que tomaría sólo una cena ligera en mi despacho y que después no me molestasen, subí la escalera, arrojé el sobre de Hélène en mi escritorio y efectué otra búsqueda cuidadosa de la estancia antes de cerrar las persianas y correr las cortinas. Todo lo que encontré fue un mosquito muerto hacía tiempo, pegado a la pared, cerca del techo.

Después de señalar con un gesto a la criada que colocase la bandeja en una mesa junto a la chimenea, me serví un vaso de vino y cerré la puerta al salir la mujer. Luego desconecté el teléfono —siempre lo hago de noche— y apagué todas las luces excepto la lámpara de mi escritorio.

Tras abrir el grueso sobre de Hélène, saqué un manojo de páginas manuscritas. Leí las siguientes líneas casi centradas en mitad de la página superior:

Esto no es una confesión porque, aunque maté a mi marido, no soy una asesina. Simplemente y con fidelidad llevé a cabo su último deseo, aplastando su cabeza y su brazo derecho bajo el martillo de la prensa hidráulica en la fábrica de su hermano.

Sin tocar siquiera el vaso de vino que tenía al lado, volví la página y empecé a leer.

Durante casi un año antes de su muerte (empezaba el manuscrito), mi marido me había hablado de algunos de sus experimentos. Sabía muy bien que sus colegas del Ministerio del Aire le hubiesen prohibido algunos por demasiado peligrosos, pero estaba interesado en obtener resultados positivos antes de informar de su descubrimiento.

Mientras hasta ahora sólo habían podido transmitirse por el espacio sonidos e imágenes gracias a la radio y a la televisión, André afirmaba haber descubierto un modo de transmitir materia. La materia, cualquier objeto sólido, colocada en su «transmisor» quedaba instantáneamente desintegrada y se reintegraba en un aparato receptor especial.

André consideró su descubrimiento como quizás el más importante desde el de la primera rueda, obtenida con una rodaja de tronco de árbol. Calculaba que la transmisión de la materia por «desintegración-reintegración» instantánea cambiaría por completo la vida tal y como la habíamos conocido. Significaría el fin de todos los medios de transporte, no sólo de mercancías, incluyendo los alimentos, sino también de seres humanos. André, el científico práctico que jamás se permitía el lujo de que las teorías o los sueños le dominasen, ya preveía el momento en que no habría aviones, barcos, trenes o coches, y, por tanto, no harían falta carreteras o líneas de ferrocarril, puertos, aeródromos o estaciones. Todo quedaría sustituido por puestos transmisores y receptores de materia extendidos por el mundo. Los viajeros y las mercancías serían colocados en cabinas especiales y, a una señal dada, simplemente desaparecerían y reaparecerían casi instantáneamente en la estación receptora elegida.

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