Vinieron de la Tierra (14 page)

Read Vinieron de la Tierra Online

Authors: Jim Wynorski

Tags: #Ciencia-ficción

BOOK: Vinieron de la Tierra
5.92Mb size Format: txt, pdf, ePub

Este esfuerzo de dominar una reacción de terror puramente animal se ha hecho tan efectivo que cuando mi cuñada me llamó a las dos de la madrugada, pidiéndome que fuese, pero que primero avisase a la policía para decir que ella acababa de matar a mi hermano, le pregunté tranquilamente cómo y por qué había asesinado a André.

—¡Pero François…! No puedo explicártelo todo por teléfono. Por favor, llama a la policía y ven pronto.

—Quizá sea mejor que te vea primero, Hélène.

—No, es preferible que llames antes a la policía; de otro modo, empezarán a hacerte toda clase de preguntas difíciles. Ya les costará bastante creer que lo hice sola… Y a propósito: supongo que deberías hablarles de que André… el cuerpo de André, está en la fábrica. Quizá quieran ir allí a verlo primero.

—¿Dices que André está en la fábrica?

—Sí… bajo la prensa hidráulica.

—¿Bajo qué?

—¡La prensa hidráulica! Pero no hagas tantas preguntas… Por favor, ven pronto, François. ¡Por favor, comprende que tengo miedo… que mis nervios no resistirán mucho más!

¿Alguna vez intentó usted explicar a un adormilado agente de policía que acaba de telefonear su cuñada para decir que había matado a su hermano con una prensa hidráulica? Intenté repetir mi explicación, pero no me lo consintió.

—Sí, señor, sí, le escucho… Pero ¿quién es usted? ¿Cómo se llama?¿Dónde vive?¡Repito, dónde vive!

Fue entonces cuando el comisario Charas se hizo cargo del teléfono y del asunto. Por lo menos parecía comprenderlo todo. ¿Tendría que esperarle? Sí, me recogería y me llevaría a casa de mi hermano. ¿Cuándo? Dentro de cinco o diez minutos.

Acababa de ponerme los pantalones y un suéter, y tomado un sombrero y un abrigo, cuando un Citroën negro se detuvo ante la puerta con los faros encendidos.

—Supongo que tendrán ustedes vigilante nocturno en la fábrica, señor Delambre. ¿Le ha llamado?-preguntó el comisario Charas, soltando el freno de mano, mientras yo me sentaba a su lado y cerraba con fuerza la portezuela.

—No, no lo he hecho. Aunque, claro, mi hermano pudo haber entrado en la fábrica a través de su laboratorio, donde solía trabajar hasta muy tarde… a veces toda la santa noche.

—¿El trabajo del profesor Delambre tiene alguna relación con las ocupaciones de usted?

—No, mi hermano está, o estaba, efectuando investigaciones para el Ministerio del Aire. Como deseaba permanecer lejos de París, y, sin embargo, al alcance de todos los trabajadores expertos que pudiesen arreglar o preparar dispositivos grandes o pequeños para sus experimentos, le ofrecí uno de los viejos talleres de la fábrica, y se trasladó a vivir a la primera casa construida por nuestro abuelo en lo alto de la colina que respalda la fábrica.

—Sí, comprendo. ¿Le hablaba de su trabajo? ¿Qué clase de investigaciones hacía?

—Mire, raras veces hablaba de eso; supongo que se lo podrían decir en el Ministerio del Aire. Lo único que sé es que estaba a punto de llevar a cabo una serie de experimentos que llevaron meses de preparación. Algo referente a la desintegración de la materia, según me dijo.

Apenas sin reducir la marcha, el comisario se apartó de la carretera, penetró por la abierta puerta del recinto de la fábrica y se detuvo junto a un policía que en apariencia le esperaba.

No tuve necesidad de oír la confirmación del agente. Ahora sabía que mi hermano estaba muerto; parecía como si me lo hubiesen dicho años atrás. Temblando como una hoja de árbol, seguí al comisario.

Otro agente salió de la puerta y nos condujo hacia uno de los talleres en donde todas las luces estaban encendidas. Más policías rodeaban la prensa hidráulica, viendo cómo dos hombres ajustaban una cámara. Estaba inclinada hacia abajo e hice un esfuerzo para mirar.

Era mucho menos horrible de lo que me esperaba. Aunque jamás había visto a mi hermano borracho, parecía como si estuviese durmiendo una terrible curda, boca abajo, cruzando la estrecha línea por la que los lingotes al rojo blanco de metal eran conducidos hasta la prensa hidráulica. Con una mirada advertí que su cabeza y su brazo sólo podían ser una masa informe, pero eso parecía del todo imposible; tenía el aspecto como si alguien lo hubiese empujado metiendo su cabeza y su brazo derecho en la masa metálica del cuerpo de la prensa.

Tras hablar con sus colegas el comisario se volvió hacia mí:

—¿Cómo podemos levantar la prensa, señor Delambre?

—Yo la levantaré.

—¿Prefiere usted que lo haga uno de sus hombres?

—No, podré hacerlo. Miren, aquí está el tablero de mandos. Originalmente era una prensa o martillo pilón a vapor, pero hoy, aquí, todo funciona eléctricamente. Fíjese, comisario, el martillo ha estado ajustado a cincuenta toneladas y su impacto a cero.

—¿A cero…?

—Sí, a nivel del suelo, si así lo prefiere. También está ajustado para dar golpes sencillos, lo que significa que después de cada golpe hay que levantar el martillo. Yo no sé lo que Hélène, mi cuñada, tendrá que decir sobre esto, pero de una cosa estoy seguro: que no sabía cómo ajustar y hacer funcionar la prensa.

—¿Y no podrían habérsela dejado ajustada así anoche, cuando se finalizó el trabajo?

—Seguro que no. La caída jamás se ajusta a cero, señor comisario.

—Comprendo. ¿No se la podría levantar despacio?

—No. La subida no se puede regular. Pero, en cualquier caso, no es muy rápida cuando el martillo está ajustado para golpes sencillos.

—Bien. ¿Me indicará lo que hay que hacer? Creo que no será algo muy agradable de ver.

—No, no, señor comisario. Lo resistiré.

—¿Todo listo?-preguntó el comisario a los otros—. Está bien pues, señor Delambre. Cuando guste.

Mirando a la espalda de mi hermano, lenta, pero firmemente, oprimí el botón de subida.

El silencio extraordinario de la fábrica quedó roto por el suspiro del aire comprimido penetrando en los cilindros, un suspiro que siempre me hace pensar en un gigante inspirando de manera profunda antes de derribar con solemnidad a otro gigante, y la masa de acero del martillo de la prensa se estremeció y luego se levantó despacio. También oí el sonido de succión mientras abandonaba la base de metal, y pensé que me dominaría el pánico al ver el cuerpo de André agitarse mientras una masa repugnante de sangre se vertía de aquel caos dejado al descubierto por el martillo.

—¿No hay peligro de que vuelva a caer, señor Delambre?

—No, ninguno —murmuré, mientras accionaba el interruptor de seguridad y, dando media vuelta, comenzaba a vomitar delante de un joven policía de rostro verdoso.

Durante varias semanas después, el comisario Charas trabajó en el caso escuchando, interrogando, dando vueltas por todo el lugar, enviando informes, telegrafiando y telefoneando a diestro y siniestro. Más tarde nos hicimos muy amigos y me confesó que durante mucho tiempo me había considerado como el sospechoso número uno, pero que por último renunció a la idea porque no sólo carecía de pista de alguna especie, sino que ni siquiera tenía un móvil.

Hélène, mi cuñada, se mostró tan tranquila durante todo el asunto que los médicos confirmaron finalmente lo que desde hacía mucho se consideraba la única explicación posible: que estaba loca. Al llegarse a tal conclusión, no hubo, claro está, juicio alguno.

La mujer de mi hermano nunca trató de defenderse de ninguna manera, e incluso se mostró enojadísima al darse cuenta de que la gente la creía loca, y esto, evidentemente, fue considerado una prueba más de que en verdad era una demente. Confesó el asesinato de su marido y demostró fácilmente que sabía cómo manejar la prensa; pero nunca quiso decir por qué, exactamente cómo, o bajo qué circunstancias había matado a mi hermano. El gran misterio era cómo y por qué metió mi hermano tan complaciente su cabeza bajo el martillo pilón, la única explicación posible de su parte en el drama.

El vigilante nocturno había oído la prensa, sin duda; incluso la oyó dos veces, afirmó. Eso era extrañísimo, y el contador de golpes, que siempre se ponía a cero después de cada trabajo, parecía darle la razón, puesto que marcaba la cifra dos. También el capataz a cargo de la prensa confirmó que, después de limpiarla el día antes del asesinato, colocó como siempre el contador de golpes a cero. A pesar de ello, Hélène insistió en que sólo había utilizado la prensa una vez, y eso no parecía más que otra prueba de su insanidad.

El comisario Charas, que estaba al frente del caso desde el principio, se preguntó si la víctima era en realidad mi hermano. Pero de eso no había duda posible, aunque sólo fuese por la gran cicatriz que iba desde la rodilla hasta el muslo, resultado de un obús que estalló a pocos metros de él durante la retirada de 1940; y también estaban las huellas de la mano izquierda, que correspondían a las que se encontraron por todo el laboratorio y en sus pertenencias personales en la casa.

Habían puesto a un vigilante en su laboratorio, y al día siguiente llegaron media docena de agentes del Ministerio del Aire. Repasaron todos sus documentos y se llevaron algunos de sus aparatos; pero, antes de irse, dijeron al comisario que habían sido destruidos los documentos e instrumentos más interesantes.

El laboratorio de policía de Lyon, uno de los más famosos del mundo, informó que la cabeza de André había estado envuelta en un pedazo de terciopelo cuando fue aplastada por el martillo, y un día el comisario Charas me enseñó un maltrecho trapo que inmediatamente reconocí como la tela de terciopelo pardo que viese en una mesa del laboratorio de mi hermano, sobre la que le servían las comidas cuando no podía dejar el trabajo.

Tras sólo unos pocos días en la cárcel, Hélène había sido trasladada a un manicomio próximo, uno de los tres en Francia en donde eran recluidos los criminales locos. Mi sobrino Henri, un muchacho de seis años, la verdadera imagen de su padre, me fue confiado, y se llevaron a cabo todas las disposiciones legales para que me convirtiese en su custodio y tutor.

Hélène, una de las pacientes más tranquilas del manicomio, tenía permiso para recibir visitas, y yo iba a verla los domingos. Una vez o dos el comisario me acompañó, y, más tarde, averigüé que también visitaba a solas a Hélène. Pero nunca pudimos obtener ninguna información de mi cuñada, que parecía mostrarse indiferente a todo. Raras veces respondía a mis preguntas y apenas a las del comisario. Pasaba la mayor parte de su tiempo cosiendo, pero su entretenimiento favorito era coger moscas, que invariablemente soltaba sin hacerles daño, después de examinarlas con cuidado.

Hélène sólo tuvo un ataque de locura —fue más un derrumbamiento nervioso que un ataque, dijo el doctor que le administró morfina para tranquilizarla— el día en que vio a una enfermera matando moscas con un matamoscas.

Al día siguiente del único ataque de Hélène, el comisario Charas vino a verme.

—Tengo el extraño presentimiento de que ahí está la clave de todo el asunto, señor Delambre —dijo.

Yo no le pregunté cómo es que ya estaba enterado del ataque de Hélène.

—No le entiendo, comisario. La pobre señora Delambre pudo haber mostrado excepcional interés por cualquier otra cosa, en realidad. ¿No le parece que las moscas parecen ser el asunto límite de su tendencia a la locura?

—¿De veras cree usted que está loca en realidad?-preguntó.

—Mi querido comisario, no veo que pueda haber ninguna duda. ¿Acaso usted piensa lo contrario?

—No lo sé. A pesar de lo que dicen los médicos, tengo la impresión de que la señora Delambre posee un cerebro muy despejado… aun cuando cace moscas.

—Supongamos que tiene usted razón; ¿cómo explicaría su actitud con respecto a su hijo? Jamás parece considerarle como cosa propia.

—Mire, señor Delambre, he pensado en eso también. Quizá trata de protegerle. Quizá tema por el muchacho, o, dado lo que sabemos, le odie.

—Temo no comprenderle, mi querido comisario.

—¿Se ha dado usted cuenta, por ejemplo, de que jamás caza moscas cuando está el muchacho presente?

—No. Pero recapacitando, tiene usted razón. Sí, es raro… sin embargo, no comprendo…

—Ni yo, señor Delambre. Y temo muchísimo que nunca comprenderemos, a menos que su cuñada
mejore
.

—Los médicos parecen opinar que no hay esperanza de ninguna especie, ya sabe.

—Sí. ¿Está usted enterado de si su hermano experimentó con moscas?

—Lo ignoro en realidad, pero diría que sí. ¿Ha preguntado a la gente del Ministerio del Aire? Lo sabían todo acerca de su trabajo.

—Sí, y se rieron de mí.

—Lo comprendo.

—Es usted muy afortunado por comprender algo, señor Delambre. Yo no… pero espero que algún día…

—Dime, tío, ¿las moscas viven mucho tiempo?

Estábamos acabando el almuerzo y, siguiendo una tradición establecida entre nosotros, servía un poco de vino en la copa de Henri para que mojase un bizcocho.

De no haber estado Henri mirando cómo llenaba gradualmente su vaso hasta el borde, algo de mi expresión le hubiese asustado.

Era la primera vez que mencionaba las moscas, y yo me estremecí ante la idea de que el comisario Charas pudiese haber estado presente. Me imaginaba el brillo de sus ojos al responder a la pregunta de mi sobrino con otra pregunta. Casi podía oírle decir:

—No lo sé, Henri. ¿Por qué lo preguntas?

—Porque he vuelto a ver la mosca que mamá buscaba.

Y fue sólo después de que Henri se bebiese el vaso de vino, cuando me di cuenta de que había respondido a mi pensamiento tácito.

—No sabía que tu madre buscase una mosca.

—Sí, lo hacía. Era grande, mucho, pero la reconocí en seguida.

—¿En dónde viste esa mosca, Henri y… cómo la reconociste?

—Esta mañana, en tu escritorio, tío François. Su cabeza era blanca en vez de negra y tiene una pata bastante rara.

Sintiéndome más y más como el comisario Charas, pero tratando de demostrar despreocupación, proseguí:

—¿Y cuándo viste esa mosca por primera vez?

—El día en que papá murió. Yo la había atrapado, pero mamá me obligó a soltarla. Y después ella quiso que volviese a encontrarla. Había cambiado de idea —y encogiéndose de hombros como solía hacer mi hermano, añadió—: Ya sabes cómo son las mujeres.

—Creo que esa mosca ha debido de morir hace mucho tiempo y tú tienes que estar confundido, Henri —comenté, levantándome y caminando hacia la puerta.

Pero cuando estuve fuera del comedor, subí corriendo la escalera hasta mi despacho. No había a la vista ninguna mosca.

Other books

Susanna Fraser by A Dream Defiant
Coming Home for Christmas by Patricia Scanlan
Temptress by Lisa Jackson
You Own Me by Shiloh Walker
Distortion Offensive by James Axler
Praying for Sleep by Jeffery Deaver
Deep Blue by Yolanda Olson