El Gran Jugador puso una mano sobre el reluciente revólver frente a él y dijo, cuando todas las risas hubieron cesado abruptamente:
—Yo la quiero —con voz apenas susurrada—. Joe Slattermill, por mi parte aventuro todas mis ganancias de esta noche, y agrego todos los placeres y posesiones del mundo como apuesta adicional. Tú apostarás tu vida, y conjuntamente con ella tu alma. Serás tú mismo quien tire los dados. ¿Cuál es tu decisión?
Joe Slattermill vaciló, pero entonces sintió intensamente todo el drama de la situación. Lo pensó bien y decidió que no iba a dejar de ser el centro de este espectáculo para volver a su casa arruinado, a su esposa y a su madre expectantes, a su hogar que se caía en pedazos, y a un mister Guts que ya habría perdido las esperanzas. Tal vez, se dijo a sí mismo, tratando de darse coraje, no hubiera tal poder en la mirada del Gran Jugador, tal vez había cometido el primer error de su carrera de jugador de dados, y, además, se inclinaba a aceptar el juicio del señor Huesos acerca del valor verdadero de su vida.
—Apostado —dijo.
—Lottie, dale los dados.
Joe se concentró más intensamente que nunca en su vida. El poder cosquilleaba en su mano triunfalmente, y arrojó los dados.
Éstos nunca llegaron a la mesa. Describieron una curva hacia abajo, luego hacia arriba, en un loco giro que los apartó del negro fieltro, y finalmente se dirigieron, como pequeños meteoros de rojo brillo, hacia los ojos del Gran Jugador, colocándose en sus órbitas y mostrando, cada uno de ellos, la cara correspondiente a un as.
Ojos de víbora.
Y luego el susurro, mientras aquellos ojos rojos y brillantes lo miraban, despectivamente:
—Joe Slattermill, has perdido.
Con el pulgar y el índice, o mejor dicho, con los huesos correspondientes a esos dedos, el hombre de negro se quitó los dados de las órbitas y los dejó en la mano de Lottie, enguantada de blanco.
—Has perdido, Joe Slattermill —volvió a decir tranquilamente—. Y ahora puedes pegarte un tiro. —Tocó el revólver plateado—. O degollarte. —Sacó un cuchillo afiladísimo de su gabán—. O envenenarte. —Unió a las dos armas una botellita de veneno—. O dejar que te bese esta señorita, que te matará.
Atrajo hacia sí a la más bonita muchacha, de perverso aspecto. Ésta coquetamente dio un brinco, arregló su falda violeta y le dedicó a Joe una mirada provocativa y hambrienta, con una sonrisa que descubrió sus caninos blancos y largos.
—O también —agregó el Gran Jugador, haciendo un gesto indicador con la cabeza— puedes elegir la Gran Zambullida. Joe dijo con tranquilidad:
—Elijo la Gran Zambullida.
Puso su pie derecho en el fieltro negro, su izquierdo en el borde, y… súbitamente, con un salto de tigre, se abalanzó saltando a través de la mesa, a la garganta del Gran Jugador, pensando con cierto alivio que después de todo el poeta no parecía haber sufrido demasiado.
Mientras volaba por el aire, tuvo una perfecta imagen de lo que había debajo, pero su cerebro no tuvo tiempo de desarrollar la sensación, puesto que inmediatamente se hallaba cayendo sobre el hombre de negro.
Sintió en la sien el choque de una mano marrón, en un golpe de judo rápido como el relámpago… y luego vio que los dedos marrones, o mejor dicho los huesos, se desparramaban por el suelo en todas direcciones. La mano izquierda de Joe no encontró resistencia al presionar sobre el pecho del Gran Jugador, como si debajo del gabán satinado no hubiera más que vacío y su mano derecha, que dirigió hacia el cráneo oculto por el sombrero, sintió que bajo su contacto los huesos se rompían en pedazos. Pocos segundos después Joe se halló en el suelo rodeado por unas ropas negras y unos fragmentos marrones del esqueleto del hombre de negro.
Se puso de pie rápido como el relámpago, y alargó la mano hacia una de las pilas de fichas y dinero que había sobre la mesa del Gran Jugador. Sólo tuvo tiempo para dar un manotón. No pudo determinar si había a la vista alguna ficha negra o algún montón de oro o plata, así que tomó las fichas de tono claro que halló, llenándose con ellas el bolsillo izquierdo de su pantalón, y salió corriendo.
Entonces todos los presentes en el lugar se lanzaron en su persecución. Relucían los dientes, los cuchillos y los nudillos de acero. Se lo golpeó, arañó, pateó, pisoteó y punzó con toda clase de aguijones de metal. Uno de los músicos, con una cara negra, de ojos inyectados en sangre, lo golpeó con su trompeta. Como un fogonazo pasó ante sus ojos la imagen de la chica de los dados, y trató de aferraría, pero se le escapó. Alguien intentó aplastar un cigarrillo encendido contra uno de sus ojos. Lottie, sacudiéndose y retorciéndose como una boa constrictor, casi logra pasar por su cuello un lazo para estrangularlo, a la vez que intentaba atacarlo con unas tijeras. Flossie, erizada y agresiva como un maléfico duende felino trató de arrojarle ácido a la cara, de una botella cuadrada que llevaba en la mano. El señor Huesos desparramaba balas a su alrededor utilizando el revólver plateado. Se le apuñaló, se le atacó con agresivos ganchos puntiagudos, se le tendieron trampas, se le golpeó, se le dieron rodillazos y puntapiés, se le aporreó, se le mordió y se le dieron pisotones.
Pero algo sucedía que ninguno de los golpes o tomas de lucha tenían una fuerza capaz de destruir. Era como pelear con fantasmas. Finalmente, Joe comprendió que toda la concurrencia de «El Osario», unida en la agresión, tenía muy poca fuerza más que él.
Se sintió alzado por la multitud y llevado hacia las puertas. Allí fue arrojado al exterior, y cayó dando con el trasero en la vereda. Ni siquiera esto dolió mucho. Más bien parecía un golpe dado para alentar.
Inspiró profundamente y se palpó todo el cuerpo para determinar si sus huesos estaban sanos. No parecía haber sufrido ningún daño importante. «El Osario» quedó silencioso y sumido en las penumbras, como una tumba, como Plutón o como el resto de Ironmine, sin ir más lejos.
A medida que sus ojos se iban adaptando a la oscuridad, al débil resplandor de las estrellas y al paso ocasional de una espacionave, vio una puerta de hierro en el lugar donde habían estado las de vaivén.
Se dio cuenta de que estaba masticando algo que tenía una corteza dura, algo que había llevado en la mano durante todo el fracaso final. Realmente, era muy sabroso, como el pan que su esposa horneaba para los mejores clientes. En ese momento, su cerebro elaboró la percepción que había tenido en el instante en que saltaba por encima de la mesa de juego. Era una delgada cortina de llamas que se movía lateralmente en el centro de la mesa, y detrás de esa cortina las caras de su esposa, su madre y mister Guts, con expresión de asombro. Entonces se dio cuenta de que lo que masticaba era un fragmento del cráneo del Gran Jugador, y recordó la forma de las tres hogazas que su esposa había comenzado a hornear cuando dejó la casa. Y comprendió los procedimientos mágicos que ella había usado para permitirle una pequeña escapada en que él pudiera sentirse un poco más hombre, retornando luego a su hogar con los dedos quemados.
Escupió lo que tenía en la boca y arrojó el resto de trozo de cráneo horneado que tenía en la mano.
Sumergió la mano en su bolsillo izquierdo. La mayoría de las fichas pálidas habían sido aplastadas en la lucha, pero halló una íntegra y exploró la superficie con sus dedos. El símbolo grabado en ella era una cruz. La llevó hasta sus labios y comió un pedazo. Era de sabor delicado y delicioso. Entonces se la comió toda entera y sintió renacer las fuerzas. Palpó con placer su abultado bolsillo. Por lo menos, comenzaba el largo viaje bien aprovisionado.
Luego giró y comenzó a caminar hacia su casa. Pero tomando el camino más largo: alrededor del mundo.
* * *
La historia del coco es la más vieja y la mejor de todo el mundo, debido a que es la historia del valor, del miedo vencido por el conocimiento adquirido rebuscando en lo desconocido y corriendo riesgos, ciertos o aparentes: el descubrimiento de que la aterradora figura blanca no es más que un hombre con una sábana sobre su cabeza, o quizás un hombre negro manchado con ceniza blanca. Las tribus primitivas tales como los aborígenes australianos ritualizan la historia del coco en sus ceremonias de iniciación para muchachos, y hoy en día necesitamos de estos rituales más que nunca. Para el moderno macho norteamericano, al igual que para Joe Slattermill, el coco definitivo puede ser muy bien la imagen de Mamá: la Esposa o Madre dominante-dependiente, exagerando sus derechos sobre él más allá de toda razón y lazo. La propia ciencia es una batalla contra cocos tales como El Cáncer Es Incurable, El Sexo Es Sucio, Ganarás El Pan Con El Sudor De Tu Frente, La Gente No Puede Volar, Las Estrellas Están Fuera De Nuestro Alcance, El Hombre No Está Hecho Para Conocer (o Hacer) Esto, Eso o Aquello. Al menos eso era lo que sentía cuando escribí Voy a probar suerte.
He elegido la fanfarronada norteamericana como forma (o ella me ha elegido a mí) porque la era espacial encaja perfectamente con las hazañas locamente increíbles de las figuras legendarias tales como Mike Fink, Pecos Pete, Tony Beaver, el hombre de acero John Henry, y el dudoso viajero del cosmos Paul Bunyan, una cuarta parte genuino producto de los bosques del norte y tres cuartas partes invención del siglo XX. Me he divertido mucho rizando el rizo a mi historia acerca de la proposición elemental de la geometría espacial según la cual entre dos puntos en una esfera como la Tierra siempre hay dos caminos rectos o grandes círculos directos, incluso si uno tiene solamente un par de kilómetros de largo y el otro 40.000. Un talento salvaje para los dados es simplemente un sueño de jugador; la psicocinesis ejercida sobre los dados ha sido durante mucho tiempo un campo experimental de investigación entre estudiosos universitarios de la percepción extrasensorial. Me divertí añadiéndole la jerga del juego de dados por su poesía, y mezclando el vuelo espacial con la brujería, que es simplemente otra forma de calificar los poderes del autohipnotismo, la plegaria, la sugestión y el conjunto de la mente subconsciente. Es un error pensar que la ciencia ficción es un campo literario salvaje que se aparta de los caminos conocidos; puede ser un ingrediente más de cualquier tipo de ficción, del mismo modo que la ciencia y la tecnología actuales forman parte integrante de nuestras vidas en todos sus aspectos.
Joe L. Hensley
Estábamos sumergiéndonos hacia arriba por una peligrosamente retorcida carretera de montaña en Madison, Indiana. Los neumáticos chirriaban como gorrinos y yo me acurrucaba en el rincón de la derecha del asiento delantero. Era un coche grande, y él ejecutaba constantemente derrapajes controlados en las curvas que hacían que las ruedas traseras se asomaran por el borde. Tuve una clara visión del verde y agradable valle allá abajo donde se cobijaba Madison, mientras oscilábamos precariamente, y él aceleró para tomar otra curva. Detrás nuestro oí repentinamente la sirena de un coche patrulla del Estado de Indiana mientras empezaba a destellar una luz roja de advertencia. Estaba acortando rápidamente la distancia. La velocidad límite era de treinta kilómetros en aquellas locas curvas, pero el loco que iba tras el volante iba al menos a cien. Di un suspiro al ver aparecer a la poli; era posible que pasara la noche en el calabozo como cómplice involuntario del conductor, pero gracias a Dios, al menos estaría vivo cuando me condenaran. El conductor podía ver claramente el polimóvil por su espejo retrovisor, pero pareció importarle un pimiento. Aplastó el acelerador contra el piso del coche, y el enorme sedán tomó chirriando otra curva. Creo que grité. (Cosa inusual para mí. Conduje un camión con dinamita en Carolina del Norte, donde las carreteras no tienen menos curvas que aquí, y no me siento vencido tan fácilmente. Pero a menos que conduzca Norman Spinrad, soy un buen pasajero, y he conducido también coches deportivos. Pero esta vez…)
Finalmente llegamos a la cresta de la colina, y el gran sedán empezó a bajar a tumba abierta. Cuando alcanzamos los ciento setenta le grité al conductor que nos detuviéramos antes de que aquel maldito poli de Indiana se nos metiera por el tubo de escape. Sonrió por la comisura de los labios —que es la única forma en que puede sonreír— y pateó el freno. Derrapamos y nos detuvimos, medio saliéndonos al carril de dirección contraria, y me derrumbé en el asiento. El coche de la poli pasó por nuestro lado evitándonos por unos milímetros, y se detuvo también. El poli salió del coche y vino corriendo, el rostro congestionado por la furia. Daba pasos de siete leguas y gritaba estentóreamente antes incluso de meter su cabeza por la ventanilla. Llevaba la pistola desenfundada.
—¡Maldito hijoputa! —aulló, con los tendones de su cuello sobresaliendo como un altorrelieve—. ¿Sabe a qué velocidad iba, maldito payaso ignorante? ¿Sabe que podía haberme matado a mí, haberse matado usted y haber matado a todo el que pasara por esa maldita carretera, condenado imbécil…? Oh, hola, Joe. —Sonrió, y volvió a enfundar su enorme pistolón—. Perdona, Joe, no te había reconocido.
Sonrió ampliamente, se alzó de hombros como si supiera que aquello estaba en el Orden Natural de las cosas, y se alejó. Subió a su coche y se puso en marcha con una sacudida, y Joe puso también nuestro coche en marcha y lo siguió, quemando neumáticos.
—Es un amigo mío —dijo Joe L. Hensley, sonriendo con la comisura de sus labios.
Creo que me desmayé.
Carol Carr dice que Joe L. Hensley es un osito de felpa. Por supuesto que lo es.
Cambio de escena: Fort Knox, Kentucky, 1958. Estoy de pie frente al capitán al mando de mi compañía de infantería. Se siente muy disgustado conmigo. Le he engañado. Llevo seis meses viviendo fuera de los barracones en un remolque pese a que ya no estoy casado, como acaba de descubrir. Está furioso conmigo. He roto todas las reglas imaginables en su compañía. Me odia enormemente. Me está gritando que espera ver mi culo aposentado en Leavenworth, y habla en serio. Repentinamente echo a correr, abandonando su oficina, pasando por la sala de espera, recorriendo el pasillo y entrando en la sala de día. Me meto en la cabina telefónica y cierro la puerta, y me agacho llevándome conmigo el receptor. La parte inferior de la cabina, de madera, me oculta de la vista. Marco mi número en Madison.
—¡Joe! —aúllo—. ¡Están intentando meterme en chirona…! ¡AYÚDAME, JOE!
Me han localizado, están intentando entrar en la cabina. Yo tengo mi pierna bien situada, manteniendo cerrada la puerta. Toman un hacha contra incendios y rompen el cristal. Me arrastran fuera. Yo sigo aferrado al teléfono y gritando: