Además, en esa vuelta no había apostado dinero propio.
Con una voz que parecía el sonido del viento entre los árboles del Cementerio de los Cipreses, o en Marte, el Gran Jugador anunció:
—Apuesto un siglo.
Era la mayor de las apuestas de esa noche, y llegaba a diez mil dólares. Además, el énfasis que el hombre de negro había puesto en sus palabras la hacía parecer todavía más grande. En el lugar se hizo el silencio. El jazz comenzó a sonar como con sordina, los gritos de los croupiers se tornaron más débiles, y aun las bolitas de la ruleta parecían hacer menos ruido al detenerse en sus casilleros. La gente que rodeaba la Mesa Más Destacada aumentó en número, y las muchachas y muchachos al servicio del Gran Jugador lo rodearon procurando que nadie estorbara sus movimientos al tirar.
Joe vio que la apuesta era de treinta dólares más de los que tenía en la mesa. Tres o cuatro de los Hongos Importantes tuvieron que hacerse señales antes de aceptarla.
El Gran Jugador arrojó los dados y sacó otro siete en la misma forma infantil que lo había hecho la primera vez.
Volvió a apostar la misma cantidad, y volvió a repetir la misma simpleza.
Y otra vez más.
Y otra vez más.
Joe se estaba comenzando a preocupar y a indignar. Era injusto que el Gran Jugador estuviera ganando apuestas tan importantes con tales tiros maquinales y poco románticos. Si ni siquiera podía llamárselos tiros, porque los dados no giraban ni un ápice en el aire. Era el tipo de comportamiento que uno esperaría de un robot, y habría que admitir que no sería un robot programado con imaginación. Joe no había arriesgado ninguna de sus fichas cubriendo una apuesta del Gran Jugador, pero si las cosas seguían así, se iba a ver obligado a hacerlo. Dos de los Hongos Importantes se habían retirado de la mesa confesando su derrota, y ningún otro había ocupado sus lugares. Muy pronto surgiría una apuesta que el resto de los Hongos Importantes no podrían cubrir, y entonces Joe tendría que decidirse entre arriesgar algunas de sus fichas o bien retirarse del juego.
Y no podía hacer eso, no mientras el poder surgía de su mano derecha como el rayo encadenado.
Joe esperó y esperó confiando en que alguien aparecería para cuestionar la forma en que el Gran Jugador tiraba los dados, pero nadie lo hizo. Se dio cuenta de que, a pesar de sus esfuerzos de parecer imperturbable, su cara se tornaba más y más roja.
Con un gesto de su mano izquierda, el Gran Jugador detuvo el movimiento de la muchacha de los dados, cuando ésta se disponía a recogerlos. Los ojos, como pozos profundos, miraron directamente a Joe, quien se esforzó por mantener la mirada con tranquilidad. Todavía no se podía hallar en ellos expresión alguna. Joe comenzó a sentir en su cuello el roce helado de una sospecha nada agradable.
Con perfecta amabilidad y con los mejores modales, el Gran Jugador dijo:
—Tengo la impresión de que el excelente jugador que se halla frente a mí tiene dudas acerca de la validez de mi último tiro, si bien su caballerosidad le impide decirlo en alta voz. Lottie, por favor, la prueba de la carta.
La altísima muchacha de marfil sacó una carta de un mazo guardado bajo la mesa, y se la pasó a Joe con un venenoso relampagueo de sus pequeños y blancos dientes. Éste la tomó al vuelo y la examinó brevemente. Era la más delgada, rígida, chata y reluciente carta que jamás hubiera visto. Además, era el Joker, por si esto fuera significativo. Se la volvió a pasar perezosamente a la muchacha, y ésta la deslizó suavemente, dejándola caer por su propio peso, a lo largo del borde de la mesa junto al cual se hallaban los dados. Llegó hasta la pequeña depresión que dejaban los bordes redondeados entre la felpa negra y el resto del dado. Diestramente la muchacha la movió sin esfuerzo alguno, demostrando así que no existía ningún espacio entre los cubos o entre ellos y los bordes de la mesa.
—¿Satisfecho? —preguntó el Gran Jugador.
Contra su voluntad, Joe movió la cabeza afirmativamente. El hombre negro le dedicó una inclinación de cabeza. La muchacha de los dados le sonrió con una mueca algo despreciativa de sus delgados labios, mientras inspiraba adelantando sus senos, blancos y pequeños como picaportes de porcelana, hacia nuestro héroe.
Indiferentemente, casi con un aire de aburrimiento, el Gran Jugador continuó con su rutina de apostar su siglo y ganar con siete puntos. Los Hongos Importantes se marchitaron y uno a uno giraron sobre sus talones, con el rabo entre las piernas, alejándose de la mesa. Un tipejo de cara especialmente colorada fue llamado rápidamente para ver si tenía alguna ayuda que ofrecer, pero sólo pudo perder los adicionales dineros apostados. Mientras tanto, las pilas de fichas pálidas y negras del Gran Jugador habían alcanzado ya una enorme altura.
Joe se iba poniendo más y más furioso y, paralelamente, sentía cada vez más miedo. Observó, tal como lo haría un halcón o un satélite espía, el rebotar de los dados contra el borde de la mesa, pero no pudo hallar justificación alguna para pedir otra prueba, ni tampoco se animaba a cuestionar las reglas imperantes en esta casa de juego ahora que el hombre de negro había tirado ya tantas veces los dados. Era enloquecedor, realmente alienante el pensar que si hubiera podido poner sus manos sobre los cubos una vez más, habría destruido los negros pilares de esta supuesta aristocracia del juego. Se maldijo repetidamente por la forma suicida, presuntuosa y estúpida en que había pasado los dados cuando los tenía.
Para empeorar las cosas, el Gran Jugador comenzó a mirar a Joe fijamente con esos sus ojos que parecían minas de carbón. Ahora tiró tres veces sin mirar siquiera a los dados o a los bordes verticales de la mesa, tal como Joe pudo ver. Mientras lo observaba, parecía tan desagradable como la esposa o la madre. Mirando, mirando, mirando a Joe.
Pero la fija observación de esos ojos que no eran ojos, lo inundaba a Joe de un terrible miedo. Un terror sobrenatural se añadió a su certeza de que el Gran Jugador era un muerto. Nuestro héroe no cesaba de preguntarse con quién se hallaba jugando esa noche. Experimentaba curiosidad y miedo. Una curiosidad llena de terror, tan fuerte como su deseo de volver a tener en su mano los dados y ganar. Sintió que sus cabellos se erizaban y que la carne se le ponía de gallina, mientras que, paralelamente, el poder pulsaba en su mano como una locomotora frenada o un cohete que quiere ser disparado.
Mientras tanto, el Gran Jugador mantenía su compostura, su elegancia cubierta de satén y coronada por un sombrero cómplice, su compostura elegante, suave, cortés, letal. De hecho, lo peor que enfrentaba Joe era que, tras admirar el perfecto comportamiento del Gran Jugador en cuanto a las reglas del juego, ahora se veía confrontado al desencanto que le causaba su forma maquinal de tirar los dados, pudiendo únicamente atraparlo en algún mínimo detalle técnico.
La defección sistemática de los Hongos Importantes continuaba. Los espacios vados comenzaron a sobrepasar en número a los llenos, y finalmente sólo tres de ellos quedaron ocupados.
«El Osario» estaba ahora tan silencioso como el Cementerio de los Cipreses o como la Luna. La música se interrumpió y lo mismo sucedió con las risas alegres, el deslizarse de los pies, el chillido de las muchachas y el tintineo de los vasos y las monedas. Todo el mundo pareció concentrarse en lo que sucedía en la Mesa Más Destacada y los espectadores fueron agrupándose en una fila tras otra de silenciosa espera.
Joe se hallaba vapuleado por la sensación de que debía mantenerse alerta, por el desprecio que experimentaba por sí mismo, por las salvajes esperanzas que lo recorrían, por la curiosidad y por la audacia.
El tono de la piel del Gran Jugador continuaba oscureciéndose y llegó un momento en que Joe comenzó a preguntarse si no habría entrado en el juego con un negro, tal vez un brujo vudú a quien se le estaba disolviendo el maquillaje.
Muy pronto sucedió que hubo que enfrentar otra apuesta del mismo monto y los dos restantes Hongos Importantes no llegaron a cubrirla. Joe tuvo que sacar un diez de su pobre pila o decidirse a retirarse del juego. Luego de un momento de duda, optó por esto último.
Y perdió.
Los dos Hongos Importantes retrocedieron, renunciando al juego.
Joe sintió el impulso de confesarse vencido cuando los dos ojos implacables se dirigieron hacia él y oyó murmurar al Gran Jugador:
—Le apuesto su pila.
Después de todo, pensó Joe, sus seis mil dólares realmente impresionarían a su esposa y a su madre.
Pero no podía soportar la idea de tener que sentir las risas ahogadas de la multitud, o de pensar que debería recordar toda la vida que pudo tener una última oportunidad, no importa cuan débil fuera, de enfrentarse con el Gran Jugador y ganarle.
Asintió con la cabeza.
El hombre de negro tiró. Joe se inclinó sobre la mesa, olvidando su vértigo y siguiendo a los dados con ojos de águila, con la precisión de un telescopio espacial.
—¿Satisfecho?
Joe sabía que tendría que contestar con un «sí», y luego apartarse con la cabeza tan alta como le fuera posible. Después de todo, sería la forma de actuar de un caballero. Pero luego se dijo que él no era un caballero sino un pobre minero, que se partía en dos trabajando y que lo único que poseía era una gran precisión tirando los dados.
También se hizo a sí mismo la admonición de que era probablemente muy peligroso decir otra cosa que «sí», rodeado como estaba de enemigos y extraños a su causa. Pero, después de todo, se preguntó qué derecho tenía él, un miserable mortal, de preocuparse por el peligro, él, que se hallaba sometido a llevar a su casa las manos vacías por el fracaso.
Además, uno de los dados, reluciente de rubíes, se hallaba muy ligeramente desalineado con el otro.
Fue el mayor esfuerzo de toda la vida de Joe, pero tragó saliva y se atrevió a decir:
—No. Lottie, la prueba de la carta.
La muchacha de los dados hizo una mueca de desprecio y retrocedió como si fuera a escupirle a los ojos. Joe tuvo la sensación de que su saliva sería veneno mortal de cobra. Pero el Gran Jugador le hizo una seña con un dedo, reprobando su actitud, y ella tiró una carta en dirección a Joe, en forma tan cargada de desprecio que desapareció bajo la negra felpa durante un instante antes de llegar a las manos de Joe.
La carta estaba caliente y tenía un color marrón pálido, si bien no pudo hallar defectos en ella. Joe tragó con dificultad y se la devolvió.
Sonriéndole con un gesto venenoso, Lottie la hizo deslizar a lo largo del borde… Luego de un momento de suspenso, pasó por debajo del dado que a Joe le parecía sospechoso.
Una inclinación y luego un susurro.
—Tiene usted ojos de gran agudeza, señor. Mis más sinceras disculpas y… los dados son suyos.
Al ver que los cubitos se hallaban ahora enfrente suyo, Joe creyó que iba a sufrir un ataque de apoplejía. Todos los sentimientos que lo abrumaban, incluyendo su curiosidad, se elevaron hasta llegar a un máximo increíble de intensidad y cuando dijo: «Apuesto todo», y el Gran Jugador le contestó: «Acepto la apuesta», cedió a un impulso incontrolable y arrojó los dados a los ojos del hombre de negro, a esos ojos de medianoche, sin brillo alguno.
Los dados penetraron en el cráneo del Gran Jugador y allí quedaron rebotando, con un ruido sordo y horripilante.
Extendiendo las manos para indicar a sus servidores que nadie debía tomarse represalias en la persona de Joe, el hombre de negro hizo una gárgara con los cubos, los escupió sobre la mesa, y éstos se detuvieron en el centro, uno de ellos bien apoyado, pero el otro sostenido a media caída por su compañero.
—Los dados no han caído bien, señor —dijo el Gran Jugador—. Deberá usted tirar de nuevo.
Joe tiró los dados pensativamente, tratando de reponerse del susto. Luego de un rato llegó a la conclusión de que ahora sí era capaz de determinar cuál era el nombre real del Gran Jugador, pero que a pesar de todo seguiría adelante con su apuesta.
Con una pequeña parte de su yo, Joe trataba de dilucidar la forma en que un esqueleto podía mantenerse en pie. ¿Tendrían los huesos cartílago y tendones, se hallarían unidos por alambres, se lograría esto con campos de fuerza o sería cada uno de los huesos un potente imán cálcico, unido a su vecino? Tal vez allí residía la explicación de la rara electricidad de marfil, tan mortal en apariencia.
En el gran silencio de «El Osario», alguien carraspeó, una muchacha rió nerviosamente y una moneda cayó de la bandeja de la más desnuda de las encargadas del cambio, tintineó con sonido alegre y rodó musicalmente a través del piso.
—Silencio —fue la respuesta del Gran Jugador, y con un movimiento tal vez demasiado rápido para que pudiera ser seguido, llevó una mano al interior de su gabán, y luego la colocó en la mesa, frente a sí. Había extraído un revólver plateado, de cañón corto, que relucía sobre el negro fieltro—. La primera persona que haga el menor ruido, desde la más humilde de las empleadas negras hasta usted, señor Huesos, cuando mi digno adversario tire los dados, recibirá un balazo en la cabeza.
Joe se inclinó cortésmente, sintiéndose poseído de una extraña agitación, y luego decidió que comenzaría con un siete, compuesto por un as y un seis. Tiró los dados y esta vez el Gran Jugador, a juzgar por los movimientos de su cráneo, siguió el correr de los mismos con sus ojos inexistentes.
Los dados cayeron, rodaron y se detuvieron. Casi sin poderlo creer, Joe vio que, por primera vez en toda su vida de jugador de dados, había cometido un error. O tal vez fuera que el Gran Jugador poseía en su mirada un poder mayor que el de su mano derecha. El dado que había tirado para que mostrara un seis se hallaba bien colocado, pero el que debía señalar un as había rodado de más y ahora se veía un seis adicional.
—Fin del juego —dijo sepulcralmente el señor Huesos. El Gran Jugador levantó una mano marrón y esquelética.
—No necesariamente —susurró. Sus negras órbitas se dirigieron a Joe como los negros interiores de dos cañones que lo apuntaran—. Joe Slattermill, todavía tienes algo de valor que apostar, si así lo deseas. Tu vida.
A estas palabras contestó una serie de risitas, de gorgoteos histéricos, de carcajadas, de ruidos broncos, de gritos descontrolados, que surgieron de todo «El Osario». El señor Huesos resumió los sentimientos de todos cuando preguntó:
—¿Qué valor puede tener la vida de un vago como Joe Slattermill? Ni dos centavos.