El viejo ateísmo, que nos parecía a tantos de nosotros — incluido yo— válido en términos de nuestras experiencias, o mejor falta de experiencias, debería ser dejado momentáneamente de lado. La ciencia ficción, sondeando siempre lo que está a punto de ser pensado o de ocurrir, deberá finalmente enfrentarse sin preconcepciones a una futura sociedad neomística en la cual la teología constituya una fuerza tan importante como en el período medieval. Esto no es necesariamente un paso atrás, porque actualmente estas creencias pueden ser comprobadas…, obligadas a justificarse o a callarse. Yo, personalmente, no poseo auténticas creencias acerca de Dios; sólo mi experiencia de que Él está presente… subjetivamente, por supuesto; pero el reino interior es real también. Y en una historia de ciencia ficción uno proyecta lo que ha sido una experiencia interior personal en un medio determinado; se convierte en algo socialmente compartido, y en consecuencia discutible. La última palabra, sin embargo, sobre el tema de Dios, puede que ya haya sido dicha, en el siglo IX de nuestra era, por Juan Escoto Eríugena, en la corte del rey franco Carlos el Calvo: «No sabemos lo que es Dios. El propio Dios no sabe lo que Él es debido a que no es nada. Literalmente, Dios no es, porque trasciende el propio ser».
Una visión mística tan penetrante —y Zen—, aparecida hace tanto tiempo, será difícil de superar; en mis propias experiencias con las drogas psicodélicas he conocido muy pocas iluminaciones comparables a la de Eríugena.
Larry Niven
Se admite generalmente que, de entre los nuevos y más jóvenes escritores en la arena de la literatura especulativa, uno de los desafiadores más prometedores es Larry Niven. Ha estado escribiendo durante dos años y ha encontrado ya su propio estilo, su propia voz. Escribe lo que se denomina ciencia ficción «dura»…, es decir, sus extrapolaciones científicas están sólidamente basadas en lo que se sabe en la fecha en que lo escribe. En una historia de Niven no hallarán ustedes latas de cerveza en Marte, y ningún planeta oculto girando en torno al Sol al otro lado de la Tierra y sobre su misma órbita. Para quien examina superficialmente las cosas, podría parecer que esto debe limitar los horizontes de la obra de Niven. Ello podría ser cierto para un autor con menos imaginación. Larry Niven trabaja con minuciosidad; y en los detalles más insignificantes —muy a menudo despreciados por escritores que suponen equivocadamente que la ficción especulativa excitante no puede construirse más que en torno a temas enormes y evidentes— descubre fascinantes áreas para el desarrollo de historias totalmente personales y alejadas de todo convencionalismo.
Ha trabajado tan duro, y tan bien, en estos últimos dos años, que su quinta historia publicada, Becalmed in Hell (Encalmados en el infierno), estuvo a punto de ganar el premio Nébula de 1965 en su categoría de relato corto, presentado por los escritores de ciencia ficción de Estados Unidos. Ha sido incluida ya en un puñado de antologías de «lo mejor de…». Y la cosa no termina ahí. Larry Niven es, realmente, una formidable Gran Esperanza Blanca del género.
Larry es millonario. De veras. Un genuino, auténtico millonario en dinero. Una prueba de su dedicación a la ciencia ficción, a la que adora, es que ha elegido vivir únicamente del dinero que gana escribiendo. No hay muchos de nosotros, hambrientos, pálidos y mercenarios, que podamos decir lo mismo.
Larry Niven nació en Los Ángeles, retoño de la familia Doheny, y creció en Beverly Hills. Con una especialización en matemáticas en el Instituto Tecnológico de California, dejó en suspenso sus estudios durante cinco períodos… un año y dos tercios. Finalmente completó su licenciatura en matemáticas en la Universidad de Washburn, Topeka, Kansas, tras frenar el proceso siguiendo un montón de cursos de filosofía e inglés y un cursillo de psicología. Se graduó en matemáticas en la Universidad de California en Los Ángeles, y tras un año dio un giro repentino y declaró al mundo (que por otra parte no estaba, en aquel momento, demasiado atento a tales cosas): «He decidido que prefiero escribir ciencia ficción. Estamos en junio de 1963, y voy a comenzar ahora mismo». Vendió su primer relato, The Coldest Place (El más frío de los lugares), exactamente un año más tarde, a Fred Pohl, director de la revista Worlds of If. Larry comenta al respecto: «La historia había quedado totalmente obsoleta después de los descubrimientos astronómicos rusos relativos a Mercurio, aproximadamente en agosto de 1964. Yo había cobrado ya el cheque. Fred Pohl no sabía qué hacer con aquella maldita cosa entre las manos. Finalmente la publicó en diciembre de 1964. Mi familia, que me había lanzado los suficientes parásitos como para interferir todas las transmisiones de la Tierra durante el próximo siglo cuando les informé que estaba dispuesto a convertirme en escritor («¡Busca un trabajo honesto!»), dejó de aguijonearme inmediatamente. Ahora me voy a dormir tarde, que es lo que se supone debe hacer un escritor».
Un interesante aspecto secundario de Niven et famille. Poseyendo dos juegos de padres después de un divorcio en 1953, debe proporcionarles a cada uno de ellos un juego de las obras completas de ciencia ficción de Larry Niven, a fin de que puedan alabarlo cuando él está a tiro de oído. Su hermano y su cuñada le regalaron un álbum de recortes para su cumpleaños en 1965, así que ahora se ve obligado a comprar un tercer ejemplar de todas las revistas en donde aparece algo suyo para seguir completando los recortes, y un cuarto ejemplar para sus archivos. Así, cada vez que vende una historia pierde dinero.
Es el autor de una excelente novela publicada por Ballantine, The World of Ptavvs (El mundo de los Ptavvs), y el autor de la historia que sigue, un incisivo y estremecedor comentario lógico sobre la criminología del futuro, basada sólidamente en el hoy. Dios no lo quiera.
* * *
En el año 1900, Karl Landsteiner clasificó en cuatro tipos la sangre humana: A, B, AB y O, según las incompatibilidades. Por primera vez fue posible administrar una transfusión a un paciente sin peligro de que ésta le causase la muerte.
El movimiento para abolir la pena de muerte había comenzado y estaba ya condenado.
Vh83uOAGn7 era su número de teléfono y el número de su licencia de conducir, de su seguridad social, su cartilla militar y su historial médico. Dos de estos documentos habían sido anulados y los otros habían perdido toda importancia, excepto el historial médico. Se llamaba Warren Lewis Knowles. Iba a morir.
Faltaba un día para el juicio, pero el veredicto no era por eso menos cierto. Lew era culpable. Si alguien lo dudase, la acusación tenía pruebas contundentes. A las dieciocho horas del día siguiente, Lew sería condenado a muerte. Broxton apelaría basándose en una cosa u otra. La apelación sería denegada.
La celda era cómoda, pequeña y acolchada. Esto no era un menosprecio de la cordura del prisionero, aunque la locura ya no era una excusa para infringir las leyes. Tres de las paredes eran simples barrotes. La cuarta pared, la que daba al exterior, era cemento acolchado y pintado con un relajante tono verde. Pero los barrotes que le separaban del corredor, del apático anciano de la izquierda y del enorme adolescente de aspecto bobalicón de su derecha… tenían diez centímetros de grosor y estaban a veinte centímetros de distancia, recubiertos con plásticos de silicona. Por cuarta vez en aquel día, Lew cogió un puñado del plástico e intentó desgarrarlo. Tenía el tacto de un cojín de espuma esponjosa con un núcleo rígido del grosor de un lápiz, y no se rompía. Cuando lo soltó, volvió a convertirse en un cilindro perfecto.
—No es justo —dijo.
El adolescente no se movió. Durante las diez horas que Lew había estado en su celda, el muchacho estuvo sentado sobre el borde de su catre, con el lacio cabello negro cayéndole sobre los ojos y su sombra de las cinco de la tarde oscureciéndose cada vez más. Sólo durante las comidas movía sus largos y peludos brazos, pero el resto de su cuerpo no lo movía en absoluto.
El anciano levantó la vista ante el sonido de la voz de Lew. Habló con amargo sarcasmo.
—¿Te han acusado falsamente?
—No; yo…
—Por lo menos eres honrado. ¿Qué hiciste?
Lew se lo dijo. No pudo evitar que su voz mostrase la herida de la inocencia. El anciano sonrió burlonamente, asintiendo como si hubiese estado esperando algo así.
—Estupidez. La estupidez siempre ha sido un crimen capital. Si tenías que hacer que te ejecutasen, ¿por qué no por algo realmente importante? ¿Ves a ese chico al otro lado?
—Claro —dijo Lew sin mirar.
—Es un traficante con órganos.
Lew sintió que el asombro se le helaba en la cara. Consiguió lanzar otra mirada hacia la celda vecina… y todos los nervios de su cuerpo dieron un salto. El chico le estaba mirando. Con sus vacíos ojos oscuros, apenas visibles bajo la masa de cabello, miraba a Lew como un carnicero podría mirar un trozo de carne demasiado viejo.
Lew se acercó más a los barrotes entre su celda y la del anciano. Su voz era un susurró áspero.
—¿Cuántos mató?
—Ninguno.
—¿Ninguno?
—Era el que los cogía. Buscaba alguien que estuviese solo por la noche, lo drogaba y lo llevaba al doctor que dirigía la banda. Era el médico quien hacía todo el trabajo. Si Bernie le hubiese llevado un donante muerto, el doctor le habría quitado la piel a él.
El anciano se sentó, con Lew casi directamente detrás suyo. Se había retorcido para hablarle, pero ahora parecía haber perdido el interés. Sus manos, ocultas de Lew por su huesuda espalda, estaban en constante movimiento nervioso.
—¿Cuántos atrapó?
—Cuatro. Después le cogieron. Bernie no es muy inteligente.
—¿Qué hiciste tú para que te metieran aquí?
El anciano no contestó. Ignoró a Lew completamente, haciendo temblar sus hombros al retorcerse las manos. Lew se encogió de hombros y se volvió hacia su camastro.
Eran las diecinueve horas del jueves por la noche.
La banda había reclutado tres hombres para recoger víctimas. Bernie todavía no había sido juzgado. Otro estaba muerto. Al escapar por el borde de una pasarela móvil le dispararon un proyectil que le alcanzó el brazo. El tercero estaba siendo conducido en una camilla hacia el hospital contiguo a la cárcel.
Oficialmente todavía estaba vivo. Había sido sentenciado y su apelación denegada. Pero todavía estaba vivo cuando le introdujeron, drogado, en la sala de operaciones.
Los internos le levantaron de la mesa y le pusieron una pieza bucal de forma que pudiese respirar cuando le introdujesen en el líquido congelador. Le bajaron sin salpicarle, y mientras la temperatura de su cuerpo descendía le inyectaron algo más en las venas.
Su temperatura descendió hasta la congelación. Los latidos de su corazón se espaciaron más y más. Finalmente su corazón se detuvo. Pero podría haber sido reactivado de nuevo. Algunos hombres habían sido recuperados en aquel punto. El traficante de órganos estaba todavía vivo oficialmente.
El doctor era una línea de máquinas recorrida por un cinturón convector. Cuando la temperatura del cuerpo del traficante alcanzó un cierto punto, el cinturón se activó. La primera máquina realizó una serie de incisiones en su pecho: habilidosa y mecánicamente, el doctor realizó una cardiotomía.
El traficante estaba oficialmente muerto. Su corazón fue almacenado inmediatamente, seguido por la piel, la mayor parte en una sola pieza, y toda ella aún viva. El doctor le despedazó con exquisito cuidado, como si desarmase un rompecabezas flexible, frágil y asombrosamente complejo. El cerebro fue carbonizado y las cenizas reservadas para su entierro en una urna. El resto del cuerpo, en trozos, pequeños glóbulos, estratos finos como el pergamino, fueron almacenados en los bancos de órganos del hospital. A una orden, cualquiera de aquellas unidades podía ser guardada en un estuche y llegar a otra parte del mundo en menos de una hora. De ese modo, el traficante de órganos podía salvar más vidas de las que había sacrificado. Tal era la intención de todo aquello.
Tumbado de espaldas y contemplando el aparato de televisión del techo, Lew comenzó a temblar repentinamente. No había tenido energías para colocarse el auricular en el oído. El silencioso movimiento de las figuras de los dibujos animados se había vuelto horrible de repente. Apagó el aparato, pero aquello no hizo que las cosas fuesen mejor.
Le despedazarían y le almacenarían poco a poco. Nunca había visto un banco de almacenamiento de órganos, pero un tío suyo había tenido una carnicería…
—¡No! —ritó.
El muchacho levantó la mirada, su única parte viva. El anciano se retorció para mirar por encima del hombro. Al final del corredor, el guardián levantó la vista; después volvió a su lectura.
El cuerpo de Lew estaba lleno de pánico y su voz era sólo un reflejo.
—¿Cómo podéis soportarlo? El muchacho miró al suelo.
—¿Soportar qué? —ijo el anciano.
—¿No sabéis lo que van a hacer con nosotros?
—A mí no me destrozarán como si fuera un ternero. Instantáneamente, Lew se pegó a los barrotes.
—¿Por qué no?
La voz del anciano era un murmullo.
—Porque donde antes estaba el hueso de mi muslo izquierdo hay una bomba. Volaré en pedazos. Nunca usarán lo que encuentren.
La esperanza que el anciano había alentado se desvaneció. En su lugar quedó amargura.
—Chiflado. ¿Cómo pudiste colocar una bomba dentro de tu pierna?
—Extrayendo el hueso y practicando un agujero en sentido longitudinal al mismo, metiendo la bomba en el agujero, sacando del hueso toda la materia orgánica para que no se pudra y volviendo a colocar el hueso en su sitio. Por supuesto, el total de los corpúsculos rojos disminuye. ¿Quieres venir conmigo?
—¿Ir contigo?
—Pégate a los barrotes. Esto acabará con los dos.
Lew había retrocedido contra la pared de barrotes más alejada.
—Como quieras —ijo el ancian — Nunca te he dicho por qué estoy aquí, ¿verdad? Yo era el doctor, y Bernie cogía esos tipos para mí.
Al retroceder contra la pared opuesta, Lew sintió que le tocaban en el hombro; se volvió para encontrarse con el muchacho que le miraba inexpresivamente a los ojos a muy poca distancia. ¡Traficantes de órganos! ¡Estaba rodeado de asesinos profesionales!
—Sé lo que es eso —ontinuaba el ancian — A mí no me lo harán. Bueno, si estás seguro de que no quieres una muerte limpia ahora, protégete detrás de tu camastro. Es lo suficientemente grueso.