Se habían ido, perdidos en las múltiples dimensiones del espacio tiempo, y él se había quedado solo y la muerte caminaba por los cielos. «¡Y no te compadezcas, idiota! Guarda tus energías para la supervivencia.»
El coche se detuvo bruscamente en el borde de la carretera. Jason reunió su valor, abrió la portezuela, y saltó.
Quizá la radio tras él lanzó una maldición. El jet hizo un pronunciado viraje y picó como un halcón. Las balas tabalearon a sus talones.
Luego estuvo entre los árboles. Lo cubrieron con un techo de sombras salpicado de manchas de sol. Los troncos se alzaban con una masiva potencia masculina, sus ramas respirando una fragancia que cualquier mujer hubiera envidiado. Las agujas caídas amortiguaban sus pasos, un petirrojo cantó, un ligero viento refrescó sus mejillas. Se aplastó contra el abrigo de un tronco y se mantuvo allí inmóvil, respirando pesadamente y sintiendo latir tan fuerte su corazón que ahogaba el siniestro silbido sobre su cabeza.
Finalmente se alejó. Runolf debía de haber sido llamado de vuelta por su señor. Ottar enviaría ahora caballos y perros en su lugar, la única forma de perseguirle. Sin embargo, Jason tenía algunas horas de gracia.
Después de eso… Reviviendo su entrenamiento, se sentó y pensó. Si Sócrates, sintiendo el frío de la cicuta, había sido capaz de dar sabios consejos a los jóvenes de Atenas, Jason Philippou podía ser capaz de examinar sus posibilidades. Porque aún no estaba muerto.
Enumeró sus posesiones. Una pistola del tipo local, de balas; una brújula; un puñado de monedas de oro y plata; una capa que podía convertirse en una manta, sobre las ropas (túnica-pantalones-botas) típicas del centro de Westfall. Y él mismo, el instrumento definitivo. Su cuerpo era alto y musculoso —con los cabellos rubios y la nariz corta, una herencia de sus antepasados galos—, y había sido entrenado por hombres que habían ganado laureles en el Olimpeyón. Su mente, todo su sistema nervioso, estaba más adiestrado aún. Los pedagogos de Eutopía habían hecho que la lógica, la consciencia semántica, la perspectiva, fueran algo tan natural para él como el respirar; su memoria estaba bajo tal control que no necesitaba ningún mapa; pese a un error calamitoso, sabía que estaba entrenado para luchar con las manifestaciones más extrañas del espíritu humano.
Y, sí, por encima de todo lo demás, tenía una razón para vivir. Iba mucho más allá que cualquier deseo ciego de continuar una identidad; era simplemente algo que la molécula de ADN había elaborado a fin de fabricar más moléculas de ADN. Tenía a su amor aguardando su regreso. Tenía su país: Eutopía, la Buena Tierra, que su gente había fundado hacía dos mil años en un nuevo continente, dejando tras ella los odios y los horrores de Europa, llevándose consigo la obra de Aristóteles y escribiendo finalmente en su Syntagma: «La finalidad nacional es alcanzar la cordura universal».
Jason Philippou quería regresar a casa.
Se alzó y echó a andar en dirección al sur.
Estaba en Tetrade, que sus perseguidores llamaban Onsdag. Unas treinta y seis horas más tarde, supo que ya no estaba en Pentade sino cerca de las tierras del ocaso de Thorsdag. Porque andaba tambaleándose a través del bosque, la boca llena de un polvo de momia, el vientre una caverna de vaciedad, las rodillas estremeciéndose bajo él, las moscas zumbando a su alrededor mientras el sudor se secaba sobre su piel, y oyó el distante ladrido de los perros.
Un cuerno respondió, un largo grito de cobre que atravesó las arcadas de hojas. Habían encontrado su rastro, ya no podía despistar a los jinetes, jamás volvería a ver las estrellas.
Una mano cayó sobre su pistola. «Me llevaré a un par de ellos conmigo… No.»
Seguía siendo un heleno, que no mataba innecesariamente, ni siquiera a los bárbaros que pretendían abatirlo porque había infringido uno de sus tabúes.
«Me mantendré bajo un cielo abierto, recibiré sus balas, y me hundiré en la oscuridad recordando Eutopía y a todos mis amigos y a Niki mi amor.»
Se dio cuenta vagamente de que había abandonado el bosque de pinos y se encontraba en un segundo bosque de hayas. La luz doraba sus hojas y acariciaba los esbeltos troncos blancos. ¿Y qué era ese gruñido ante él?
Se detuvo. Podía haber todavía alguna posibilidad. Estaba al borde del colapso; pero el organismo posee una reserva a la que el hombre plenamente integrado puede apelar. Eliminó el sonido de los perros de su conciencia, sus dolores y su agotamiento. Inspiró bocanada tras bocanada de aire, todo tranquilidad y pureza, visualizando los átomos de oxígeno que penetraban a través de sus agotados tejidos. Hizo que los latidos de su corazón disminuyeran su ritmo, el pulso se hiciera más pausado; tensó y relajó los músculos hasta que cada uno de ellos funcionó de nuevo suavemente; el dolor dejó de alimentarse de sí mismo y desapareció; la desesperación cedió su lugar a la calma y al cálculo. Siguió adelante.
Las tierras cultivadas se extendían hacia el sur ante él, su joven grano germinando esplendorosamente a la luz de los últimos dorados rayos del sol que le llegaban del oeste. No lejos de él había un grupo de edificios como granjas, largos, bajos, y de techos puntiagudos. El humo de la chimenea manchaba el cielo. Pero sus ojos se fijaron primero en el hombre que estaba cerca de ellos. Estaba cultivando los campos con un tractor. Aunque el motor dieléctrico había sido inventado en este mundo, su uso aún no se había extendido tan al norte, y los humos de la gasolina irritaron el olfato de Jason. Siempre había pensado que aquel hedor era una de las peores abominaciones de América —¡esa porqueriza a la que llamaban Los Ángeles!—, pero ahora le parecía delicioso y vivificante, porque significaba esperanza.
El conductor le vio, se detuvo, y blandió un rifle. Jason avanzó con las palmas de sus manos alzadas, en signo de paz. El conductor se relajó. Era un típico magiar: rechoncho, de pómulos salientes, la barba trenzada, su túnica bordada con vivos colores. «¿Así pues, he cruzado la frontera! —exultó Jason—. ¡Estoy fuera de Norland y en el voivodaío de Dakoty!»
Antes de enviarle ahí, los antropólogos del Instituto de Investigaciones Paracrónicas le habían inculcado naturalmente de forma electroquímica las principales lenguas de Westfall. (Lástima que no hubieran sido más cuidadosos enseñándole las costumbres. Pero había sido reclutado apresuradamente para el puesto de Norlandia tras la muerte accidental de Megasthenes; y se suponía que su experiencia en América le proporcionaba calificaciones especiales para esta historia, que era también no alejandrina; y, en realidad, el objetivo principal de las misiones como aquella era precisamente aprender en qué formas variaban entre sí las sociedades de las distintas Tierras.) Formó las palabras ural-altaicas con facilidad.
—Mis saludos. Vengo como suplicante.
El granjero permanecía sentado inmóvil, tenso, mirándole y escuchando a los perros a lo lejos en el bosque. Su rifle estaba dispuesto.
—¿Eres un fuera de la ley? —preguntó.
—No en este reino, hombre libre. —(De nuevo otro nombre y concepto para «ciudadano».)—. Era un pacífico comerciante de la Madre Patria, visitando al Legislador Ottar Thorkelsson en Ernvik. Su ira cayó sobre mí, tan grande que rompió la sagrada hospitalidad e intentó robarme la vida a mí, su huésped. Ahora sus cazadores están tras mi rastro. Puedes oírles en la lejanía.
—¿Norlandeses? Pero esto es Dakoty.
Jason asintió. Dejó asomar sus dientes en una sonrisa que dividió en dos su sucio y polvoriento rostro.
—Exacto. Han entrado en vuestro país sin siquiera pediros autorización. Si tú no haces nada, entrarán en tus dominios y me matarán, a mí que te pido ayuda.
El granjero sopesó su arma.
—¿Cómo sé que dices la verdad?
—Llévame al voivode —dijo Jason—. Así defenderás a la vez la ley y tu honor. —Muy cuidadosamente, desenfundó su pistola y se la tendió, la culata por delante—. Seré tu deudor eterno.
Duda, miedo e irritación se alternaron en el rostro del hombre sobre el tractor. No tomó el arma. Jason aguardó. «Si le he interpretado bien, he ganado varias horas de vida. Quizá más. Eso dependerá del voivode. Mi única oportunidad es utilizar su propia barbarie… su división en pequeños estados, su loca idea del honor, su fetichismo hacia la propiedad y la intimidad… para sujetarles.»
«Si fracaso, entonces moriré como un hombre civilizado. Eso no podrán quitármelo.»
—Los perros te han olido. Estarán aquí antes de que podamos escapar —dijo el magiar, inquieto.
El alivio hizo tambalearse a Jason. Luchó por dominarse y dijo:
—Podemos hacernos cargo de ellos durante un tiempo. Dame algo de gasolina.
—¡Oh… eso! —El otro hombre se echó a reír, y saltó al suelo—. Bien pensado, extranjero. Y gracias. La vida ha sido muy aburrida por aquí desde hace demasiados años.
Tenía en su vehículo un bidón de carburante de reserva. Lo transportaron durante un considerable trecho a lo largo del camino por el que Jason había venido, regando suelo y árboles. Si eso no desviaba a la jauría, nada lo haría.
—¡Ahora apresúrate! —le urgió el magiar, echando a correr.
Las dependencias de su granja estaban edificadas en torno a un patio abierto. Suaves olores a heno y a ganado brotaban de los establos. Varios niños llegaron corriendo para verles. La mujer les gritó que volvieran dentro, tomó el rifle de su marido y montó guardia en la puerta sin apenas cambiar de expresión.
Su casa era sólida, amplia, estéticamente agradable si uno podía aceptar los tapices chillones y las columnas pintadas. Sobre la chimenea había una hornacina para el altar familiar. Aunque la mayoría de los habitantes de Westfall habían dejado los mitos muy atrás, esos campesinos parecían seguir adorando al Triple Dios Odín-Atila-Manitú. Pero el hombre se dirigió hacia un sofisticado radiófono.
—No tengo ninguna aeronave —dijo—, pero puedo conseguir una.
Jason se sentó para aguardar. Una muchacha se le acercó tímidamente con una jarra de cerveza y una loncha de queso puesta sobre una rebanada de pan moreno.
—Sé nuestro huésped santificado —dijo.
—Que mi sangre sea la vuestra —respondió Jason según la costumbre.
Consiguió tomar la comida y no devorarla como un lobo. El granjero regresó.
—Unos minutos más —dijo—. Soy Arpad, hijo de Kalman.
—Jason Philippou.
Le pareció que sería un error dar un falso nombre. La mano que estrechó era dura y cálida.
—¿Qué es lo que has hecho para caer en desgracia ante el viejo Ottar? —preguntó Arpad.
—Fui engañado —dijo Jason amargamente—. Viendo lo libres que eran las mujeres no comprometidas…
—Oh, claro. Son unos libidinosos, esos danskar. Casi tan desvergonzados como los tyrkers. —Arpad tomó una pipa y una bolsa de tabaco de un estante—. ¿Fumas?
—No, gracias.
«No nos degradamos con drogas en Eutopía.»
Los perros estaban cerca. Sus ladridos se convirtieron en gañidos desconcertados. Los cuernos resonaron. Arpad cargó su pipa tan fríamente como si aquello fuera una diversión.
—¡Cómo deben de estar maldiciendo! —sonrió—. Tengo que reconocer que los danskar son poetas, incluso en sus maldiciones. Y hombres valientes, lo admito. Fui a sus posesiones hace diez años, cuando el voivode Bela envió a gente a ayudarles tras las inundaciones que sufrieron. Les vi reír mientras luchaban contras las desencadenadas aguas. Y también nos proporcionaron duros momentos durante las viejas guerras.
—¿Crees que habrá nuevamente guerras? —preguntó Jason. Lo que más deseaba era evitar hablar de sus propios problemas. No estaba seguro de cómo podía reaccionar su anfitrión.
—No en Westfall. Hay demasiado trabajo que hacer. Si la sangre joven no se enfría lo suficiente con un duelo de vez en cuando, entonces siempre les queda el recurso de hacerse mercenarios entre los bárbaros al otro lado del mar. O bien los planetas. Mi chico mayor sueña con ir allí.
Jason recordó que varios reinos más al sur estaban reuniendo sus recursos para misiones astronáuticas. Hallándose aproximadamente en el mismo nivel tecnológico que la historia americana, y no necesitando mantener enormes programas militares o sociales, habían instalado una base en la Luna y enviado expediciones a Ares. A su debido tiempo, suponía, conseguirían hacer lo que los helenos habían hecho hacía mil años, convertir Afrodita en una nueva Tierra. (Tero tendrían entonces una auténtica civilización… serían hombres racionales en una sociedad racionalmente planificada? Desanimadamente, lo dudaba.
Un retumbar en el exterior hizo saltar a Arpad sobre sus pies.
—Es tu vehículo —dijo—. Será mejor que te vayas. Caballo Rojo te conducirá a Varady.
—Los danskar llegarán seguramente muy pronto —se preocupó Jason.
—Dejémosles que vengan —se alzó de hombros Arpad—. Avisaré a los vecinos, y ellos no son tan estúpidos como para no saber que voy a hacerlo. Mantendremos un combate dialéctico, y luego les ordenaré que abandonen mis tierras. Adiós, amigo.
—Yo… me gustaría poder pagarte tus bondades.
—¡Bah! Ha sido divertido. Y me has dado también una oportunidad de ser un hombre ante mis hijos.
Jason salió. La aeronave era un helicóptero —aquí aún no habían descubierto la gravítica— pilotado por un joven autóctono taciturno. Explicó que era un criador de ganado, y que llevaba al extranjero menos por hacerle un favor a Arpad que para darles una respuesta a la imprudencia de los norlandeses de entrar en Dakoty sin permiso, Jason se sintió feliz de no tener que entablar una conversación.
El aparato se elevó en vertical. Mientras tomaba rumbo al sur vio racimos de caseríos, la edificación ocasional de algún magnate, y aparte eso tan sólo feraces llanuras ondulantes. La población era mantenida dentro de las posesions familiares, tanto en Westfall como en Eutopía. Pero no porque supieran que los hombres necesitaban espacio y aire puro, pensó Jason. No, actuaban por egoísmo, en bien de la familia materializada. Un padre no deseaba tener que dividir sus posesiones entre varios hijos.
El sol se puso, y una luna casi llena ascendió por el cielo, enorme y del color de una calabaza, desde el horizonte oriental del mundo, Jason se reclinó en su asiento, sintiendo en sus huesos el palpitar del motor, casi saboreando su cansancio, y observó. No era visible el menor signo de la base lunar. Debería regresar a casa antes de poder ver la luna resplandeciendo llena de ciudades.