Lo limpió todo mecánicamente, casi sin pensar en ello, luego buscó a su esposo. No estaba en el salón ni en el dormitorio, de modo que finalmente los buscó en el estudio del sótano. Cuando entró en el sótano, las luces estaban apagadas en la sección principal, pero pudo ver un leve resplandor brotar por debajo de la puerta del estudio. Encendió la luz.
Pongo el gato estaba en el suelo, rígido y horrible en medio de un gran charco de sangre. Por un momento se preguntó qué habría ocurrido; luego vio el revólver arrojado al suelo junto a la destrozada cabeza del gato muerto. Se dirigió hacia la puerta del estudio. Todo lo que pudo oír fue una suave y monótona cantinela cuyas palabras no pudo comprender. Abrió la puerta, lenta y cuidadosamente.
Lo primero que la sorprendió fue el acre y aromático olor de hojas de laurel quemándose y las volutas de humo grisazulado que ascendían de un pequeño cenicero de cobre.
Su esposo estaba arrodillado frente a una gran casa de muñecas en un extremo de la habitación. Su mano izquierda sujetaba un pequeño cazo de madera e, incongruentemente, en su mano derecha tenía una botella medio llena de leche que estaba echando en el cazo. Lo llamó secamente, pero él no respondió. Entonces ella avanzó. El techo de la casa de muñecas estaba alzado. Nunca había mirado dentro, así que se inclinó hacia delante para hacerlo ahora. Todo lo que pudo ver fue un patio interior con un estanque vacío, y varias pequeñas habitaciones rodeándolo. En una de ellas había lo que parecía ser una reproducción en pequeño de una antigua cama, con algo tendido sobre ella. Tras un momento, Eliot se volvió para mirarla ciegamente. Luego metió la mano en la casa de muñecas y tomó de la cama lo que parecía una pequeña muñeca de trapo. Empezó a hablar a la muñeca, canturreando en un lenguaje que ella no conocía, ignorándola completamente. Seguía aún de rodillas, canturreando, cuando ella subió las escaleras, y no se había movido cuando, mucho rato después, llegó la ambulancia.
* * *
Para recrear los pasos que condujeron a la redacción de una determinada historia, normalmente se requiere algo parecido a una memoria total, a menos que uno sea uno de esos escritores realmente metódicos que apuntan todas sus ideas para futuras historias, desarrollos y progresos en un bloc de notas. En el caso de La casa de muñecas, sin embargo, recuerdo muy bien cómo empezó todo.
Yo estaba con mi hijo Brian, que entonces tenía dos años, y estábamos contemplando la fantástica casa de muñecas en el viejo edificio Smithsoniano de aquí. Brian estaba fascinado por alguna de las muñecas que había en la vieja casa de muñecas, y me preguntaba si eran realmente «gente auténtica», si se movían, y cosas así. Pensé en una historia de M. R. James sobre una casa de muñecas del siglo XVIII donde las muñecas cobraban vida después de medianoche, de una forma más bien aterradora; pero obviamente no podía utilizar de nuevo eso como una idea. Sin ninguna razón en particular, pensé entonces en el Palazzo Vettii de Pompeya, y en cómo aquella preciosa casa de verano romana haría una encantadora casa de muñecas. Luego, siguiendo mentalmente en la zona de Nápoles, recordé la historia de Petronio acerca del Oráculo que, de alguna forma, fue capturado y aprisionado en una botella. Cuando pensé de nuevo en la pregunta de mi hijo, y las diversas asociaciones de ideas fueron encajando, me encontré con un esbozo de argumento. (Todo esto ocurrió en unos treinta segundos.) Camino de casa, empecé a pensar más deliberada y sistemáticamente en ello; y cuando llegamos allí tenía ya una historia bastante esbozada. Así realizo la mayor parte de mis historias… utilizando todos los estímulos y todos los ratos que tengo disponibles; porque siempre he trabajado en otras cosas a tiempo completo y he escrito por diversión, para relajarme, porque he descubierto que me resulta difícil no escribir.
La parte peligrosa de la «visión peligrosa» en mi historia está realmente ahí desde el principio.» Jim Eliot es un arribista que no ha llegado, alguien con un gran futuro tras él. Le gustaría ser «ascendentemente móvil», como dicen los sociólogos, tanto de hecho como de temperamento. Se casó con alguien por encima de él, vive en un barrio caro, y espera que sus ingresos alcancen algún día su nivel de vida… del mismo modo que algunas culturas primitivas creen que produciendo los efectos que siguen a una causa lograrán realmente atraer a la causa: mójate y lloverá. Sigue teniendo la visión peligrosa que guía su vida… la visión del País de Pelf, las grandes extensiones verdes, los crujientes billetes cayendo suavemente de los árboles de dinero como hojas muertas; y mientras tanto, incluso antes de poseer la casa de muñecas, actúa como si la visión fuera cierta. Y lo que él no puede gastar, su mujer se encarga de ello. Está en descubierto; debe; los acreedores lo acosan; está en la cuerda floja; al borde de la depresión. Por eso está dispuesto a creer lo increíble. Por eso se siente ávido de aceptar un dudoso regalo de un hombre a punto de morir que es obviamente su enemigo. Y es por eso por lo que uno o dos fracasos —claras advertencias— no le detienen: sigue teniendo esa visión peligrosa de la operación perfecta que le abrirá las puertas de la Casa de la Moneda de los Estados Unidos.
«Es costumbre de los dioses —dijo César al Rey Ariovisto—, alzar altos a los hombres, de modo que más grande sea su caída.» Jim Eliot ni siquiera alcanza esas alturas, excepto durante algunos minutos; pero su caída es tan grande como si las hubiera alcanzado.
He descubierto que la mayoría de mis novelas y relatos cortos giran enormemente en torno al dinero, el sexo y el estatus. Esta en particular gira en torno al dinero y los diversos símbolos por los que los hombres lo cambian; en torno al dinero fácil y a la eterna visión peligrosa… la idea de que en algún lugar, a la vuelta de la esquina, en otro país, en otro tiempo, en otra dimensión, hay una forma infalible de conseguirlo.
Carol Emshwiller
Nadie escribe como Carol Emshwiller. Absolutamente nadie. Ni nadie ha escrito. Es única, es su propia voz, desafía toda comparación, tantea áreas normalmente consideradas como peligrosas, y está más cerca de ser la artista pura que cualquier otro escritor al que haya conocido.
Es difícil hablar de Carol…, como difícil es hablar de su obra. No se alinea con las simbologías y estándares habituales. Y Carol (con los que no la conocen) tiene problemas en hablar de sí misma. En sesiones de análisis críticos, tiene tendencia a caer en la gesticulación, murmullos, búsqueda de las palabras. Esta vacilación no se refleja en sus historias. (Puede que sea cierto que debe reescribir varias veces sus historias para hallar el lenguaje adecuado a cada una de ellas, pero eso es ex post fado. La idea estaba ahí, lo demás es solamente la habilidad del escritor en aceptar y rechazar los distintos elementos vibratorios hasta conseguir la armonía especial.) De esta disparidad extraigo una conclusión natural: Carol Emshwiller habla más elocuentemente a través de su obra. A menudo es así con los mejores escritores. A menudo es así también con la gente muy especial.
En cuanto a ser una artista pura, ella es el primer escritor al que haya encontrado nunca que diga que escribe por su propio placer, y me lo haya creído. El tipo de historias que Carol elucubra es raramente comercial. Son más bien visiones francamente personales. (Siempre he afirmado que un escritor debe aprender primero las bases de su arte, la forma comercial de contar una historia en su forma más simple y directa, antes que intentar romper las reglas y establecer nuevas aproximaciones. Carol es, de nuevo, una excepción a esa regla. Desde la primera obra suya que leí, era una innovadora, una experimentadora. O bien conoce las reglas tan bien, inherentemente, que puede aceptarlas o rechazarlas de acuerdo con las necesidades del proyecto, o bien se trata —como sospecho— de un talento natural que no es gobernado por las mismas reglas que el resto de nosotros. Esto es retórico, por supuesto, pues la prueba está en la lectura. Puede intentarlo todo, y siempre le sale bien.) Sus «visiones» no son nunca completamente sustanciales. Se retuercen y oscilan, como los arco iris de aceite en un estanque. Es casi como si las historias de Carol giraran una esquina en dirección a otra dimensión. Sólo una porción del trabajo total es visible. Lo que ella puede estar diciendo realmente está medio esbozado, entre claroscuros, alusiones, como una señal entre la niebla. No es como la parte visible de un iceberg, o el significado oculto de un haiku, o nada conocido anteriormente. Una vez más, es algo singular. Pero, a falta de otra explicación más a mano, me quedaré con el girar-la-esquina-en-dirección-a-otra-dimensión.
Pero ser un artista «puro» no es simplemente un resultado del tipo de trabajo que uno hace. Es un estado mental, desde el principio. Y es mucho más difícil, infinitamente más difícil, seguir esa senda que simplemente aspirar a vender lo que uno escribe. Carol parece no preocuparse acerca de la salida de sus historias… al menos en la forma en que preocupa a la mayoría de escritores. Naturalmente, desea la realidad de ver su obra publicada, siempre que ello no entrañe escribir lo que ella no desea escribir. Se ha fijado a sí misma un alto nivel de calidad y de ataque que casi roza lo imposible. Y escribe las historias totalmente consciente de que puede que nunca lleguen a ver la luz. No se trata, sin embargo, de una escritora de torre de marfil, alguien que escribe simplemente para sí, alguien que se siente demasiado inseguro como para presentar su obra al público. No hay nada de eso en Carol. Sin embargo, conoce perfectamente los hechos y los condicionamientos del mundo editorial. Hay muy pocas revistas y muy pocos editores que se atrevan a correr el riesgo de lo experimental, lo insólito, lo individual cuando pueden seguir ganando dinero con la fantasía antediluviana barata. Nada de eso preocupa a Carol. Ella prosigue su camino, escribiendo magníficamente.
El genio del talento de los Emshwiller (y utilizo la palabra «genio» plenamente consciente de cada una de las implicaciones de su definición) no está limitado a Carol, incidentalmente. Como mucha gente sabe, ella es la esposa del gran artista y realizador cinematográfico Ed Emshwiller, cuyos films de vanguardia hemos disfrutado antes de que los cinefilos underground lo alinearan erróneamente junto con Warhol y Brakhage y Anger y David Brooks. El genio de los Emshwiller —marido y mujer— es una combinación de talento profesional juiciosamente utilizado en la creación de un arte singular, sombrío y ocasionalmente ominoso, tanto en la literatura como en el cine. Sería una feliz inevitabilidad el que Ed trasladara la obra de Carol a la pantalla.
Describiéndose a sí misma, Carol se presenta como la imagen de un cuadro de Levittown de un ama de casa típica —tres hijos, no le gusta el trabajo de la casa, puede cocinar si hace un esfuerzo y a veces, no muy a menudo, lo hace—, y sospecho que la imagen es algo falsa. Carol el ama de casa es alguien a quien Carol la escritora tiene que verse obligada a apartar un poco a un lado. Pero bajo la superficie hay algunos detalles fascinantes que ayudan a conocer a la mujer: «Hubo un tiempo en que odiaba todo lo que tenía algo que ver con la literatura, pero si hubiera tenido a alguien que me hubiera explicado, aunque sólo fuera superficialmente, de qué se trataba, creo que la hubiera adorado como la adoro ahora. Casi suspendí el inglés en la universidad, y tuve que pasarme un horrible semestre extra estudiando inglés a causa de mi mala nota. (Tengo la fuerte sensación de que todo lo que tiene que ver con la literatura está generalmente muy mal enseñado.) Empecé en una escuela de música, tocando el violín, y luego me pasé a una escuela de arte. Conocí a Ed en la escuela de arte de la Universidad de Michigan. Obtuve una beca Fulbright para Francia. Cuando conocí a algunos escritores en Nueva York, más tarde, empecé a comprender que lo que quería era escribir. Veo todos los films underground que me es posible. Me gustan más los fallos interesantes que las obras en las que el artista siempre sabe exactamente lo que está haciendo».
La historia que cuenta Carol aquí no significa un fallo. Al contrario, es un completo logro, y con mucho la más extraña historia sexual jamás escrita, y funcionalmente ciencia ficción también. Se halla considerablemente mucho más allá que el conjunto de las historias que ha publicado Carol en las revistas comerciales, y está más cerca de ser «la nueva cosa» que cualquier otro relato de este libro. La recomiendo a todos los jóvenes escritores que buscan nuevos caminos de experimentación.
* * *
Podía poner mi reloj en hora al escuchar los pasos del señor Morrison en la escalera, no porque fuera extraordinariamente puntual, pero sí lo suficiente para mí. Más o menos las ocho y media. (Mi reloj adelanta.) Cada día que baja las escaleras tengo que retrasarlo diez minutos, ocho o siete. Supongo que podría hacerlo igualmente sin él, pero me parece una vergüenza desperdiciar esos fuertes pasos, esos resoplidos y otras formas de perder energía que pone en práctica al bajar las escaleras, de modo que he cronometrado mi vida de acuerdo con ese golpetear mañanero. Podría decirse que bajaba a ritmo de funeral, pero ello se debe a que el señor Morrison es grueso y por ello lento. En realidad, comparado con la media, es un hombre muy agradable. Siempre sonríe.
Yo le espero abajo, a veces mirando hacia arriba y a veces sosteniendo mi despertador en las manos. Sonrió con una sonrisa que espero no sea tan triste como la suya. La cara de luna del señor Morrison tiene algo de Monna Lisa. No cabe duda de que tiene secretos.
—Estoy poniendo mi reloj en hora con usted, señor Morrison.
—Je, je… yo, yo —respira fatigado—. Bueno —se pasa la mano derecha por el estómago—, espero que…
—Oh, usted va lo suficientemente en punto para mí.
—Je, je, oh, sí, sí.
Parece que sostiene el peso del mundo o tal vez está aplastado por cien kilómetros de aire. ¿Cuántos kilos de aire por centímetro cuadrado le deben corresponder? No tiene la suficiente energía interna. Todos sus músculos se expanden como mermelada en el interior de su piel.
—No tengo tiempo de charlar —dice.
(Nunca lo tiene.) Sale. Me gusta, y me gusta su acentillo de Boston. Pero sé que es demasiado orgulloso para ser amistoso. Bueno, orgulloso no es la palabra correcta. Es tímido. En fin, dejemos eso.
Se volvió con una mueca de mal humor y luego me hizo un guiño, como para suavizarla. Tal vez no fue más que una contracción nerviosa. Él debe de pensar, si es que piensa en mí de alguna forma: «¿Qué puede decirme ella y qué puedo decirle yo? ¿Qué puede ella saber que yo no conozca ya?» Y así atravesó, andando como un pato, la puerta.