Pero ahora le veo. Ahí, la piel cuelga en pliegues fláccidos, blandos, y hay un pequeño círculo color cobre como una moneda de cincuenta centavos. Hay un agujero en el centro, verdoso en los bordes. Eso debe de ser una especie de «traje desnudo», y sean los que fueran los órganos sexuales, han de estar ocultos tras esa caliente y abolsada imitación de piel.
Le miro a esos ojos que tiene y están tan vacíos como blancos son los globos oculares, tan vacíos como si no tuvieran sexo, huevos sin yemas, como si estuvieran hechos como los de un muñeco de sexo varón con un agujero redondo para evacuar el agua.
Dios mío, pienso. No soy religiosa, pero pienso, Dios mío, me levanto y de un salto alcanzo la puerta y echo a correr escaleras abajo dando saltos, con la sensación de volar. Cierro violentamente la puerta de mi habitación y me deslizo dentro de mi cama. Es el lugar más obvio para esconderse, pero una vez que estoy dentro no puedo moverme. Permanezco allí y escucho el trueno de sus pasos en la escalera, el arrastrar de sus pies por los peldaños, su mano deslizándose por la baranda.
Sé que yo diré:
—Acepto. Acepto. Te amaré. Te amaré, seas quien seas. (¿Cómo hace una para conocer esas cosas cuando todo está oculto?) Diles que nosotros aceptamos. Diles que son los trajes desnudos los que resultan feos. Aceptamos vuestros colgantes, vuestras arrugas, vuestras redondeces, vuestros bultos y jorobas, todo lo que sea. Vuestras curvas, fibras, gusanos, botones, higos, cerezas, pétalos de flores, vuestras pequeñas y suaves formas de sapo, vuestras lenguas de gato o vuestras colas de ratón, vuestras ostras, vuestro único ojo entre las piernas, vuestras culebras, vuestros caracoles, todo lo aceptamos. Creemos que la verdad es adorable.
Pero qué silencio tan prolongado. ¿Dónde está él? Porque él debe (¿o no?) venir por mí después de lo que he visto. ¿Pero adonde ha ido? Tal vez cree que he cerrado con llave mi puerta, pero no lo he hecho, no lo he hecho.
¿Por qué no viene?
* * *
Blake escribió: «La cabeza Sublime, el corazón Pathos, los genitales Belleza, las manos y pies Proporción».
Sería agradable vivir en una sociedad en la que los genitales fueran considerados realmente Belleza. Me parece que cualquier otra forma de verlos es obscena. Después de todo, ahí están. ¿Por qué no amarlos? No podemos mantenerlos así ocultos y dejar que la gente crezca sin pensar que hay una razón para ocultarlos. (Y cuando pensamos en que todos los animales, o casi todos los animales, del mundo, han surgido a la existencia de lo que llamamos una palabra «sucia», la sociedad parece realmente enferma.)
He escrito una serie de historias sobre este tema. El sexo y/o el señor Morrison me vino a la cabeza mientras contemplaba el ballet Los ritos de la primavera en el Metropolitan Opera House. No suelo acudir a ese tipo de espectáculos, pero nos habían regalado las entradas. Los bailarines llevaban «trajes desnudos», leotardos color piel con huellas de manos y rayas imitando maquillaje. Sentada ahí en medio de aquella gente de apariencia madura y casada (cada uno de ellos era de uno de los sexos y solamente hay dos… ¡Señor, tan sólo dos!), recordé repentinamente que de niña había llegado a creer realmente que la gente se ocultaba tan cuidadosamente porque eran completamente distintos los unos de los otros. Imaginaba que debía haber una oposición general macho-hembra, ya saben, los machos fuera, las hembras dentro (aunque a aquella edad supongo que sentía, los machos fuera, las hembras nada), pero que esa era toda la semejanza posible. Y si la gente no llevara ropas, pensaba, qué cosas más peculiares y maravillosas veríamos.
Todo eso volvía a mí mientras permanecía sentada allí contemplando el ballet. Repentinamente me parecieron muy extraños todos aquellos trajes de desnudo, como si lo que había pensado de niña fuera la única explicación posible y lógica de toda aquella ocultación. Si no, ¿por qué unos adultos, especialmente aquel público, de apariencia educada y más bien maduros, pertenecientes a ambos sexos y seguramente casados entre sí, por qué acudirían a ver un espectáculo en el que los bailarines llevaban una falsa piel? ¡Ridículo!
Así nació esta historia…
Damon Knight
De alguna manera, inexplicablemente, mi amistad hacia Damon Knight, primer presidente y fundador de la Science Fiction Writers of America, la asociación de escritores de ciencia ficción de los Estados Unidos, ha ido creciendo con el tiempo. Pensándolo bien, debe ser debido al hecho de que está casado con Kate Wilhelm, que es mejor escritora que yo, lo cual me ofende mucho, pero es una de esas verdades a las que uno debe finalmente enfrentarse. Además, es mucho más hermosa. En consecuencia, puesto que Kate es mejor escritora que yo, reconozco que es mejor persona que yo, y siendo mejor persona que yo, tiene que haber algo que ella ve en Damon que lo hace a él encantador e interesante, de modo que, por respeto y admiración hacia Kate, he debido deslizar mis sentimientos hacia Damon. Una situación delicada y totalmente impropia, en el mejor de los casos.
Hay quienes pretenden que Damon Knight es de admirar por derecho propio. Como autor de Hell's Pavement (El pavimento del infierno) y The Analogs (Los análogos) y Mina Switch (Interruptor mental), que muchos afirman son brillantes novelas de pura ficción especulativa. Como antologista de A Century of Science Fiction (Un siglo de ciencia ficción) y Citíes of Wonder (Ciudades de maravilla) y 13 French Science Fiction Stories (13 relatos franceses de ciencia ficción) y otras once antologías, consideradas corno la cima literaria del género. Como crítico, compendiado en su colección de ensayos In Search of Wonder (En busca de la maravilla), que le ayudó a ganar un Hugo en 1956 como mejor crítico de ciencia ficción. Todo eso se dice en defensa de Damon Knight. Puede que incluso sea cierto.
Pero si esto es así, si Knight es realmente el modelo que sus fans pretenden hacernos creer, entonces explíquenme lo que sigue:
Knight, sentado en un restaurante con unos amigos, observando a James Blish y a mí mismo en otra mesa, mientras Blish me explicaba con gran pantomima un divertido chiste del periódico, totalmente perplejo y casi a punto de echarse a llorar cuando Blish se negó a explicarle el significado de los extraños movimientos de sus manos…
Knight, habiendo incurrido en la cólera de un grupo de escritores que asistían a la Conferencia de Escritores de Ciencia Ficción en Milford, Pennsylvania (de la que es fundador y director desde 1956), hallando dos vigas de madera de cinco metros clavadas en los cristales delantero y trasero de su coche, sin pronunciar una sola palabra de irritación o protesta, sino simplemente permaneciendo malhumorado durante dos días…
Knight, consiguiendo no sólo vender «The Man in the Jar» (El hombre en la tinaja) a una revista de gran circulación, sino teniendo la audacia de incluirlo en su última recopilación, Tuming On (Conectando), sin variar la engañosa lógica de su desarrollo…
Knight, teniendo un montón de brillantes historias de Kate Wilhelm compradas ya para sus antologías Orbit de relatos originales de ciencia ficción, negándose a venderme una perfecta joya de Kate para esta antología, obligando a la pobre mujer a venderle la historia a él para alguna nebulosa y lejana antología que está preparando…
Cada uno de estos imponderables fuerza a llegar a la conclusión de que Damon Knight es un aguafiestas. ¡Hablemos más bien de sus pies de arcilla!
Aguafiestas nació en Baker, Oregón, en 1922. Fue semieducado en Hood River, Oregón, en escuelas públicas. Pasó un año después de la escuela superior estudiando en el Centro de Arte de Salem, Oregón, y luego se trasladó a Nueva York, donde en 1941 se unió a una de las primeras fraternidades de fanáticos de la ciencia ficción, llamada Los Futurianos. Realizó algunas ilustraciones de ciencia ficción (admite que malas), trabajó para Popular Publications como director ayudante en sus revistas pulp, y como lector en la Agencia Literaria de Scott Meredith. Es un escritor independiente desde 1950, no dejando de enfurruñarse desde entonces.
Su primera historia publicada (como resultado de una flagrante intimidación y un ataque de histeria infantil) lo fue por Donald Wollheim en la revista Stirring Science Fiction) cuando tenía dieciocho años; desde entonces ha publicado casi un centenar de relatos, cinco novelas, cuatro recopilaciones de historias y las antologías antes citadas, y etc.
Acerca de esta historia de Damon Knight: me la envió pese al hecho de que yo le había dicho claramente que no había lugar para su tipo de literatura en una antología tan augusta como esta. Me gustaba lo suficiente, pero iba a enviársela devuelta, sólo para demostrarle que a nadie le gustan las imposiciones, cuando recibí una carta de Kate. Me decía que él estaba convirtiendo su vida en un infierno. Ambos viven en «una gran y delicada mansión victoriana en Milford, con tres activos chicos, tres gatos machos y un número indeterminado de peces tropicales», y Damon estaba realmente vengándose de Kate porque yo le había pedido a ella una historia, pero no a él, y la amenazaba con que si la historia de él era rechazada y la de ella aceptada, iba a enviarla directamente a través de una organización de trata de blancas al mercado de Marrakech.
Es inútil decir que, como siempre, obtuvo lo que quería. De modo que hallarán en esta antología una historia de Damon Knight, y ninguna de Kate Wilhelm. Pero arreglaremos esto en la próxima Inquisición de la Science Fiction Writers of America.
* * *
Y el Día de la Cólera llegó. El cielo resonó con trompetas, angustiantes, ominosas. Por todas partes las secas rocas se alzaron, gimiendo, y cayeron desmoronadas. Luego el cielo se hendió, y en el resplandor apareció un trono de fuego blanco, en un arco iris que ardía verde.
Los relámpagos zigzagueaban desde todos los horizontes. Alrededor del trono flotaban siete majestuosas figuras vestidas de blanco, con cintas doradas cruzando sus pechos; y cada una llevaba en su gigantesca mano una redoma que humeaba hacia el cielo.
Desde el resplandor del trono llegó una voz:
—Seguid vuestros caminos, y verted vuestras redomas de la cólera de Dios sobre la tierra.
Y el primer ángel descendió, y vació su redoma en un torrente de oscuridad que humeó por encima de toda la desierta tierra. Y se hizo el silencio.
Luego el segundo ángel voló bajando a la tierra, y planeó de un lado a otro, sin vaciar su redoma: y finalmente regresó junto al trono, diciendo:
—Señor, debo vaciar la mía en el mar. ¿Pero dónde está el mar?
Y de nuevo se hizo el silencio. Porque las resecas y polvorientas rocas de la tierra se extendían ilimitadamente bajo el cielo; y allá donde habían estado los océanos había tan sólo cavernas abiertas en las rocas, tan resecas y vacías como el resto.
El tercer ángel exclamó:
—Señor, la mía es para los ríos y fuentes de agua. Y luego el cuarto ángel dijo:
—Señor, déjame vaciar la mía.
Y vertió el contenido de su redoma hacia el sol; y en un instante ardió con una terrible radiación: y planeó de un lado para otro dejando caer su luz sobre la tierra. Tras un cierto tiempo vaciló y regresó junto al trono. Y de nuevo se hizo el silencio.
Entonces del trono brotó una voz diciendo:
—Ya basta.
Bajo el amplio domo de los cielos, no volaba ningún pájaro. Ninguna criatura reptaba o se arrastraba sobre la superficie de la tierra; no había ningún árbol, ninguna brizna de hierba.
La voz dijo:
—Este es el día señalado. Descendamos.
Entonces Dios anduvo sobre la tierra, como en los viejos tiempos. Su forma era como una moviente columna de humo. Y tras Él avanzaban los siete ángeles con sus redomas, murmurando. Estaban solos bajo el cielo gris amarillento.
—Aquellos que están muertos han escapado de nuestra cólera —dijo el Señor Dios Jehová—. Pero no escaparán al juicio.
El reseco valle en el que se encontraban era el Jardín del Edén, donde el primer hombre y la primera mujer habían recibido un fruto que no debían comer. Al este se hallaba el paso por el que la pareja condenada había sido arrojada al desierto. A una poca distancia hacia el oeste se divisaban las dentadas formas del monte Ararat, donde se había posado el Arca tras el Diluvio purificador.
Y Dios dijo con una gran voz:
—Abramos el libro de la vida; y que los muertos surjan de sus tumbas, y de las profundidades del mar.
Su voz resonó bajo el tenebroso cielo. Y de nuevo las resecas rocas se alzaron y cayeron; pero los muertos no aparecieron. Sólo el polvo se retorció, como si sólo esto quedara de los miles de millones de habitantes de la tierra, vivos y muertos.
El primer ángel sujetaba en sus brazos un gran libro abierto.
Cuando el silencio se hubo establecido durante un cierto tiempo, cerró el libro, y en su rostro hubo miedo; y el libro se desvaneció de entre sus manos.
Los otros ángeles murmuraban entre sí y suspiraban. Uno dijo:
—Señor, terrible es el sonido del silencio, cuando nuestros oídos deberían estar llenos de lamentaciones. Y Dios dijo:
—Este es el día señalado. Sin embargo, un día en el cielo son mil años en la tierra. Gabriel, dime, según como cuentan los hombres el tiempo, ¿cuántos días han transcurrido desde el Día?
El primer ángel abrió un libro y dijo:
—Señor, tal como los hombres cuentan el tiempo, ha pasado un día desde el Día.
Un impresionado murmullo recorrió a los ángeles. Y volviéndose a ellos, Dios dijo:
—Sólo un día: un instante. Y sin embargo no se alzan. El quinto ángel se humedeció los labios y dijo:
—Señor, ¿no eres Tú acaso Dios? ¿Qué secretos pueden haber para el Hacedor de todas las cosas?
—¡Paz! —dijo Jehová, y los truenos resonaron hacia el sombrío horizonte—. A su debido tiempo, haré que estas piedras se levanten y hablen. Seguidme, vamos un poco más lejos.
Vagaron por las resecas montañas y por entre los vados cañones del mar. Y Dios dijo:
—Miguel, tú estabas encargado de velar sobre esa gente. ¿Cómo fueron sus últimos días?
Hicieron una pausa cerca del fisurado del Vesubio, que en una época de distracción celeste había entrado en erupción dos veces, enterrando vivas a miles de personas.
El segundo ángel respondió:
—Señor, cuando los vi por última vez, estaban preparando una gran guerra.