Y ahora comienza el día.
En verdad hay bastantes cosas que yo pueda hacer. Normalmente paso el tiempo en el parque. A veces alquilo un bote, remo un rato y alimento a los patos. Adoro los museos, y están todas esas galerías de arte y los escaparates de las tiendas, y si soy cuidadosa con mi presupuesto, de vez en cuando puedo hacer algún gasto. Pero no me gusta estar fuera de casa después del regreso del señor Morrison. ¿Cerrará su habitación mientras está en su trabajo?
Su habitación está situada directamente sobre la mía, y él es demasiado grande para ser un hombre silencioso. La casa gime con él y retumba cuando salta fuera de la cama. El suelo cruje bajo sus pies. Incluso las paredes tiemblan y caen los trozos de pintura seca. Pero a mí no me importa el ruido. Gracias a él puedo seguirle la pista. A veces imito desde mi apartamento sus movimientos. De la cama a la cocina, pasos, de la cocina al lavabo y otra vez de vuelta. Le imagino allí, en zapatillas. Le imagino. Imagino cómo mete sus enormes piernas en los pantalones, anchas como las de un dios (porque ningún hombre normal puede tener unas piernas como ésas), esas piernas que se introducen en unos pantalones grandes como cuevas. Imagino esos dos paisajes, con un vello escaso, en forma de cepillo del color del trigo, dirigiéndose ciegamente a sus anchos calcetines de lana marrón que están todavía húmedos del día anterior. Oooh. Ugh. Arriba con las ligas. Creo que puedo escuchar su respiración desde aquí.
Puedo cepillarme el pelo tres veces antes de que él lo haga una y estar fuera esperándole al pie de la escalera cuando él abre la puerta.
—Estoy poniendo mi reloj en hora con usted, señor Morrison.
—No tengo tiempo, no tengo tiempo. Salgo ahora. Bueno…
Y empuja la puerta de entrada tan cuidadosamente que una piensa que tiene miedo de sus propias manos gruesas.
Y así, como ya he dicho, comienza el día.
La cuestión es (y tal vez sea la cuestión de hoy): ¿Quién es en realidad, uno de los Normales o uno de los Otros? No va a ser fácil averiguarlo siendo tan gordo. Me pregunto si llegaré a ello. Sin embargo, estoy dispuesta a llegar lejos y todavía estoy ágil. Todo ese escándalo y todo ese andar de arriba abajo; y luego, recientemente, me pasé toda una noche arrebujada bajo un arbusto en el Central Park y he subido dos veces por la escalera de incendios hasta arriba (pero no he visto demasiado y no puedo estar segura aún de los Otros).
No creo que estén en el armario porque no hay cerradura, pero podría abrir la puerta una rendija y luego hacer cuña con mi zapato. Puede que no se percate. O ponerme debajo de la cama. Aunque es verdad que soy delgada y bajita, se podría decir que del tamaño de un niño, no va a ser fácil; pero tampoco es fácil buscar amantes en el tejado.
A veces me gustaría ser una pequeña y rápida lagartija, verde o marrón amarillenta. Podría escabullirme bajo su estómago cuando abriera la puerta y no me vería, aunque sus ojos son tan rápidos como torpes sus pies. Sin embargo, yo lo sería más. Me escondería en la biblioteca o en la parte de atrás de su escritorio, o tal vez me haría un ovillo en un rincón, porque lo más seguro es que no mire con mucha frecuencia al suelo. Su habitación no es mucho más grande que la mía y su presencia debe llenarla, o más bien su estómago, que le ocultará sus piernas de gigante. Él mira el techo y los cuadros de las paredes, las superficies de la mesita de noche, el escritorio y la mesa; pero el suelo y las mitades inferiores de las cosas están fuera del alcance de su mirada, y es en ellas donde estaré a salvo. Pero no, ni siquiera tengo que lamentar no ser una lagartija, excepto por la cuestión de introducirme en su apartamento. Pero si no cierra su habitación con llave no habrá ningún problema y puedo pasarme el día eligiendo mi escondite. Puedo llevar conmigo también un poco de comida si decido quedarme por la noche. Nada de nueces ni avellanas; sólo cosas silenciosas, como el queso y los higos.
Ahora que pienso en ello, creo que estoy dejando al señor Morrison para el final, como un niño que deja la costra de su pastel para comérsela después de haberse acabado éste por completo. Pero me doy cuenta de que me estoy portando como una tonta, porque puesto que él es una de mis mejores esperanzas, ha de ser el primero.
Por consiguiente, este día comienza con un aprovisionamiento de alimentos y una expedición de exploración a la parte de arriba.
La habitación está desordenada. No hay librería, pero hay libros y revistas a centenares. Investigo tras los montones. Investigo en el armario, lleno de trajes y abrigos gigantes donde puedo esconderme fácilmente. No hay más que ver cómo sobresalen los hombros por las perchas normales. Investigo bajo la cama y bajo la mesa escritorio, en el hueco destinado a meter las rodillas. Paso la mano bajo la mesita de noche. Revuelvo por entre los zapatos y los calcetines sucios apilados en un rincón. Oh, hay lugares para esconderse mucho mejores que los del Central Park. Decido utilizarlos todos.
Hay algo muy agradable en el hecho de estar aquí, porque me gusta el señor Morrison. Incluso su tamaño es confortable; es lo suficientemente grande como para ser el padre de cualquiera. Su cuarto tranquiliza con todas esas cosas adecuadas a un padre que hay en él. Aquí me siento joven.
Me como unos pocos higos mientras me siento en el armario sobre sus zapatos. Luego echo una siesta entre las camisas sucias. Parece que hubiera dieciséis o así, aunque sólo hay siete y algunos calcetines. Luego me acomodo debajo de la mesa del escritorio, arrodillada, espero y comienzo a tener mis dudas. Aquel estómago colgante va a ser más grande de lo que había esperado. No hay nada que pueda esconderse, de modo que, ¿por qué permanecer aquí, agarrada a las patas del escritorio, cuando podía estar fuera dando de comer a las palomas? «Sal ahora —me digo—. ¿Vas a pasarte realmente todo el día, o tal vez incluso toda la noche, oculta y confinada aquí?» ¿Pero no lo he hecho ya antes multitud de veces y siempre para nada? ¿Por qué no intentarlo una vez más? Pues el señor Morrison es, con toda seguridad, el más prometedor de todos. Sus ojos, la forma en que sus gordas mejillas se inflan bajo sus ojos, le dan un aspecto achinado. Su nariz romana en una cara normal sería excesiva, pero en la suya se pierde, queda empequeñecida. «¡Sálvenme! —grita la nariz—, ¡me hundo!» Yo lo intentaría, pero haré otras cosas más importantes antes de que el señor Morrison regrese. La tarea es también para bien de todo, y quiero decir todo, pero no crean que yo soy la menos perjudicada en esto.
¿Saben? Hace unas semanas fui a una matinée y vi al Royal Ballet bailar Los ritos de primavera y se me ocurrió entonces… Bueno,¿qué pensarían ustedes si les vieran enfundados en unos trajes que simulaban ser la piel desnuda? Trajes desnudos, yo les llamé. Y toda aquella gente bien vestida, culta, aplaudiéndoles, aceptándoles pese a que sabían perfectamente bien…, como una especie de Traje Nuevo del Emperador al contrario. Pero deténganse a pensar sólo una cosa. Hay solamente dos sexos y cada uno de nosotros pertenece a uno de ellos, y sin duda, o al menos es lo más probable, cada uno sabe algo acerca del otro. Pero pudo ser allí donde yo cometí mi error: ¿Nunca han pesado ustedes…? Bueno, eso que yo comencé a pensar: «Ha de haber Otros entre nosotros».
Pero no es a causa del miedo o del desagrado por lo que yo los busco. Soy una persona abierta y sin prejuicios. Pueden darse cuenta de lo que soy cuando les diga que yo nunca vi (¿no parece realmente extraño?) los auténticos órganos de mi propia concepción, ni los de mi padre ni los de mi madre. ¿Quién sabe lo que eran?
De modo que esperé allí, mordiéndome las uñas. Contemplaba la madera sin barnizar de la parte interior del escritorio. Estuve arañándola. Comí más galletas y estuve considerando si hacerle la cama. Finalmente, decidí que no lo haría. Me chupé un brazo hasta que se puso rojo en la parte interior del codo. El tiempo transcurría tan lentamente como en el reloj de un colegio, y me arrastré por el suelo y me oculté tras los libros y las revistas. Leí los primeros párrafos de decenas de ellos. Debido al polvo que había allí y tendida sobre los calcetines y la camisas, sentí un cierto olor y una especie de aliento animal que me hizo sentirme segura, como si realmente perteneciera a esa habitación y pudiera pasearme por ella sin que el señor Morrison lo notase, a excepción de que tal vez me diera un ligero golpecillo en la cabeza al pasar.
Zump…, pausa. Clump…, pausa. Sus pasos no pueden pasar inadvertidos. La casa proclama su presencia. El suelo vibra y las ondas se extienden hacia la escalera. La baranda se desliza y se inclina desde su base. El papel de la pared parece llenarse repentinamente de insectos. Él debe de estar pensando: «Bueno, esta vez no me está espiando desde la entrada de su casa. Qué descanso. Puedo concentrarme totalmente en su ascenso.» Ooo. Ump. Pausa. Parece estar contemplando la pintura de la pared. Vuelvo a arrebujarme bajo el escritorio.
Resulta extraño que lo primero que haga es poner el periódico sobre el escritorio y sentarse con las rodillas rozándome la nariz, unas rodillas como hornos que desprenden calor y humedad y exudan un delicado olor a lana húmeda y a sudor. Qué redondas son esas rodillas. Como senos maternos presionándome. Probablemente igual de suaves. ¿Por qué no puedo apoyar mi mejilla sobre ellas? Observo cómo es capaz de permanecer sentado sin moverse, sin agitar los tobillos ni golpear rítmicamente con la punta de los pies. Él no es como nosotros. ¿Pero puede acaso un hombre como éste hacer cosas pequeñas!
Todo lo que puedo reunir son evidencias circunstanciales, pero ya es hora de hacer algo concreto. Una cosa, nada más que un hecho es todo lo que necesito.
Lee, coloca su ropa en la percha y vuelve a leer. Su aliento huele a salchichas y entonces me acuerdo de que ya ha pasado la hora de cenar y como mi queso lentamente, a pequeños mordiscos. Tardo media hora en comer un trozo pequeñito.
Finalmente abandona la sala y se dirige al baño y yo me deslizo bajo las camisas y los calcetines y encojo las piernas. ¿Y si se desnuda como lo hacía mi abuela, bajo una bata? ¿Bajo una enorme cosa del tamaño de dos camas?
Pero no lo hace. Cuelga su chaqueta en una percha y su corbata en otra adherida a la puerta del armario. Me echa encima la camisa y debo hacer otro huequecito para seguir espiando. Luego se quita los zapatos. Después los calcetines. Los pantalones caen con lentitud, sin esfuerzo, mientras él mira hacia la ventana. Se queda con unos calzoncillos amarillentos, rascándose por detrás y provocando un auténtico terremoto en su trasero.
¿Dónde puede haber comprado esos calzoncillos de elefante? ¿En qué almacenes los tuvieron colocados en sus estantes? En qué fábrica cosieron las mujeres, una tras otra, aquellas indescriptibles prendas? ¿En Marte? ¿Venus? ¿Saturno? Seguramente en Saturno. O tal vez, por el contrario, en un lugar pequeño, en alguna luna de Júpiter, con menos aire por centímetro cuadrado sobre la piel y menos gravedad, donde el señor Morrison podría subir las escaleras de tres en tres, y saltar (porque estoy segura de que no es demasiado viejo) y bailar toda la noche con jóvenes de su estatura.
Dirige sus ojos orientales hacia el techo y se quita los calzoncillos, dejándolos caer en el suelo. Veo montañas de muslos y trasero. ¿Cómo puede un hombre como ése permanecer desnudo incluso delante de un pequeño espejo? Me quedo hipnotizada. Es imposible descubrir el color de su piel, como sucede con los ojos verde azulados y con el océano. Es bronceado, rosado, oliváceo, rojizo y a veces cubierto de un vello gris elefante. Sus ojos han de estar acostumbrados a multiplicidades como aquellas, y a plétoras, conglomeraciones, a una opulencia de sí mismo, a una exuberancia desmedida, a lo universal, a lo astronómico.
Me siento totalmente avasallada. Me acurruco en mi nido de camisas sin atreverme a respirar. Mis ojos no dan crédito a lo que ven. Está más allá de mi comprensión. ¿Pueden imaginar lo diminutas que deben de parecerle mis muñecas? Estará pensando (si es que piensa en mí): «Ella debe de ser de otro mundo. Qué extrañas son sus caderas y los huesos de sus piernas. Cómo miran sus ojos. Qué verdosas son las sombras que se forman en los bordes de su cara». (Porque debo admitir que tal vez estoy tan lejos en la escala de mi humanidad como él en la suya.)
De pronto me doy cuenta de que estoy cantando. Mi aliento vibra en mi garganta, formando himnos tan lentamente como lo haría el propio señor Morrison. Me pregunto si esto será amor. ¿Será mi primer auténtico amor? ¿Pero acaso no he estado siempre apasionadamente interesada en la gente? ¿O tal vez sólo en aquellos que captan mi fantasía? ¿Pero no es acaso diferente este sentimiento de ahora? ¿He amado verdaderamente, así como ahora, en algún otro momento de mi vida? (La, la, la, li, la.) Cierro los ojos y escondo la cabeza entre las camisas. Sonrío entre los calcetines sucios. ¡Imagínenselo haciendo el amor conmigo!
Mucho más abajo de sus miradas abstraídas dirigidas hacia el techo, me escondo apoyada en codos y rodillas tras los viejos libros. Un lugar seguro para desterrar la estupidez. Porque soy lo suficientemente vieja como para que él sea (nunca me he casado) mi hijo más pequeño. Sólo que si fuera hijo mío, difícilmente podría haber crecido tan desmesuradamente más que yo. Veo que no puedo ni tan siquiera seguirle (como sucede con los hijos). Puedo amarle como ama el ratón la mano que limpia su jaulita, de un modo igualmente limitado, porque aquí yo tampoco veo más que una parte de él. Tengo más sensaciones. Siento una mayor grandiosidad. Siento el exceso de volumen que no puedo ni siquiera imaginar. Redondeadas imágenes posteriores bailan en mis globos oculares. Parece haber una oscuridad misteriosa en los rincones de la habitación, y su sombra cubre, al mismo tiempo, la ventana que hay en una de las paredes y el espejo situado en la otra. No cabe duda de que él es como un iceberg, sumergido en sus siete octavas partes.
Pero ahora se vuelve hacía mí. Lo contemplo desde el montón de libros sosteniendo una revista sobre mi cabeza como hace la gente cuando llueve. Lo hago para protegerme de la excesiva enormidad de su persona que de repente aparece ante mí más que para ocultarme.
Y ahí estamos los dos, mirándonos a los ojos. Nos miramos y él no parece comprender aún como yo le comprendo a él, y sin embargo, normalmente su cabeza está por encima de la mía, saltando sobre frases inacabadas. Sus ojos no comprenden todavía la situación y aún no muestran sorpresa. Pero su ombligo, eso es otra cuestión. Al fin, ahí está el ojo de Dios. Anida en un cielo blando y extenso, como un sol en su curva por el universo que brilla y me lanza un cálido guiño, un guiño grueso y benigno. El ojo del estómago acepta y comprende: el ojo del estómago me reconoce y me mira como si siempre hubiera deseado mirarme. (Sí, aunque yo camino a través del valle de sombras de la muerte.) Ahora te veo.