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Authors: Charlaine Harris

Vivir y morir en Dallas (14 page)

BOOK: Vivir y morir en Dallas
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—Simplemente me gustaría ver cómo coges la tuya —dijo.

De repente me sentí de mejor humor.

—Quizá prefieras encontrarla por ti mismo —sugerí.

Un vampiro con una melena negra que le llegaba hasta la cintura apareció por el pasillo, rodeando con su brazo a una pelirroja rellenita de rizos. Cuando entraron en la habitación del otro extremo del pasillo, Bill empezó a buscar la llave.

No tardó mucho en encontrarla.

Nada más entrar, Bill me cogió y me dio un largo beso. Teníamos que hablar. Habían pasado muchas cosas durante la dilatada noche, pero ninguno de los dos estábamos de humor.

Descubrí que lo bueno de las faldas es que se pueden deslizar hacia arriba, y si sólo llevas un tanga debajo, éste puede desaparecer en un abrir y cerrar de ojos. La chaqueta gris acabó en el suelo y la blusa blanca desterrada. Mis brazos se aferraron al cuello de Bill antes de que nadie pudiera decir «Tírate a un vampiro».

Bill estaba apoyado contra la pared del salón tratando de desabrocharse los pantalones mientras yo seguía enroscada en él cuando alguien llamó a la puerta.

—Maldita sea —me susurró al oído—. Largo —dijo en voz más alta. Me contoneé contra él y el aliento se le atropello en la garganta. Me arrancó las horquillas del pelo y me deshizo el recogido, de modo que el pelo se me derramó por la espalda.

—Tengo que hablar contigo —dijo una voz familiar amortiguada por la densa puerta.

—No —me lamenté—. Dime que no es Eric —la única criatura del mundo que estábamos obligados a dejar entrar.

—Soy Eric —dijo la voz.

Liberé a Bill de la presa de mis piernas, quien me posó suavemente sobre el suelo. Como alma que lleva el diablo, me metí en el dormitorio para ponerme la bata. Al demonio con tener que vestirme de nuevo.

Volví a salir justo cuando Eric le decía a Bill que lo había hecho bien esa noche.

—Y, por supuesto, tú también has estado maravillosa, Sookie —dijo Eric, reparando en la corta bata rosa con una mirada exhaustiva. Yo le clavé la mía, se la clavé más y más, deseando poder hundirlo en el fondo del Red River; a él, a su espectacular sonrisa, a su dorada melena y a todo lo que hiciera falta.

—Oh —dije con malevolencia—, gracias por venir y decírnoslo. No podríamos habernos acostado sin una palmada tuya en la espalda.

Eric parecía encantadísimo.

—Oh, vaya —dijo—. ¿He interrumpido algo? ¿Esas... bueno, eso es tuyo, Sookie? —dijo, sosteniendo una de las tiras que antes componían mi ropa interior.

—Digamos que sí —dijo Bill—. ¿Hay algo más de lo que quieras hablar con nosotros, Eric? —ni el hielo habría sido tan frío como el tono de Bill.

—No hemos tenido tiempo esta noche —dijo Eric con pesar—. Está a punto de amanecer y tengo que encargarme de unas cosas antes de dormir. Pero mañana tenemos que vernos. Cuando sepas qué es lo que Stan quiere que hagas, déjame una nota en recepción y haremos un arreglo.

Bill asintió.

—Bien, pues buenas noches.

—¿No tomamos un chupito antes de irte a dormir? —¿acaso esperaba que le ofreciésemos una botella de sangre? Los ojos de Eric fueron a la nevera y luego hacia mí. Lamenté llevar puesta una fina bata de nailon en lugar de algo más abultado y de felpilla—. ¿Recién ordeñado de un vaso sanguíneo?

Bill mantuvo un silencio pétreo.

Mirándome hasta el último minuto, Eric salió por la puerta y Bill la cerró.

—¿Crees que se habrá quedado escuchando desde fuera? —le pregunté a Bill mientras desataba el lazo de mi bata.

—Me da igual —dijo, poniendo el empeño en otros menesteres.

Cuando me desperté a eso de la una de la tarde, el hotel se encontraba sumido en el silencio. La mayoría de los huéspedes dormían, por supuesto. Las señoras de la limpieza no entraban en las habitaciones durante el día. La noche anterior reparé en la seguridad; en los guardias vampiros. De día sería diferente, puesto que la custodia durante esas horas era el motivo por el que los huéspedes pagaban tanto. Llamé al servicio de habitaciones por primera vez en mi vida y encargué el desayuno. Tenía tanta hambre que me hubiera comido un caballo, pues no había tomado nada desde la tarde anterior. Me había duchado y me había embutido en mi bata cuando el camarero llamó a la puerta. Una vez que me aseguré de que era quien decía ser, le dejé pasar.

Tras el intento de secuestro del aeropuerto del día anterior, no tenía intención de dar nada por sentado. Mantuve a mano el spray de pimienta mientras el joven depositaba la comida y la cafetera. Si hubiera dado un solo paso hacia la habitación en la que Bill dormía dentro de su ataúd, le habría rociado. Pero el muchacho, que respondía al nombre de Arturo, estaba bien entrenado y ni siquiera dejó escapar una mirada hacia el dormitorio. Tampoco me miró directamente a mí. Lo que sí hacía era pensar en mí, y entonces deseé haberme puesto un sujetador antes de dejarle pasar.

Cuando se marchó —después de que, tal como Bill me había indicado, yo añadiera una pequeña propina a la nota que tuve que firmar—, me comí todo lo que había traído: salchicha, tortas y un cuenco de bolas de melón. Oh, Dios, qué bueno estaba. El jarabe era auténticamente de arce, y la fruta estaba en su punto de madurez. La salchicha estaba riquísima. Me alegré de que Bill no estuviera delante y me hiciera sentir incómoda. No le gustaba mucho verme comer, y detestaba que comiese ajo.

Me lavé los dientes y el pelo, y me maquillé. Había llegado la hora de prepararme para mi visita al Centro de la Hermandad. Me recogí el pelo y saqué la peluca de su caja. Era de pelo corto y moreno, bastante vulgar. Pensé que Bill se había vuelto loco cuando me propuso comprar una peluca, y seguía preguntándome por qué pensaba que necesitaría una, pero ahora me alegraba de tenerla. Me puse unas gafas como las de Stan, con la misma intención de camuflarme. Eran bifocales, así que podría alegar legítimamente que servían para leer.

¿Qué se ponían los fanáticos para ir a sus reuniones? Por mi limitada experiencia, sólo sabía que los fanáticos solían ser conservadores en cuanto a sus hábitos de vestimenta, ya sea porque estaban demasiado preocupados con otras cosas como para pensar en ello o porque veían algo maligno en vestirse con estilo. De haber estado en casa, me habría pasado por el Wal-Mart y habría dado justo en el clavo, pero me encontraba en un hotel de lujo sin ventanas. Aun así, Bill me dijo que llamara a recepción si necesitaba cualquier cosa. Así que eso hice.

—Recepción —dijo un humano que trataba de imitar la tranquila frialdad de un vampiro antiguo—. ¿En qué puedo servirle? —sentí la tentación de decirle que no siguiera intentándolo. ¿Quién querría una imitación cuando bajo ese mismo techo había vampiros de verdad?

—Soy Sookie Stackhouse, de la tres catorce. Necesito una falda vaquera larga de la talla ocho y una blusa floreada de tono pastel o una camiseta de punto de la misma talla.

—Sí, señorita —dijo al cabo de una larga pausa—. ¿Para cuándo quiere tenerlo?

—Pronto —caramba, esto sí que era divertido—. De hecho, cuanto antes mejor —me estaba acostumbrando a aquello. Me encantaba vivir a costa de una cuenta de gastos ajena.

Vi las noticias mientras esperaba. Era el telediario típico de cualquier ciudad estadounidense: problemas de tráfico, problemas de urbanismo, problemas de homicidios.

—Se ha identificado a una mujer hallada la noche pasada en el contenedor de desechos de un hotel —dijo un locutor con la voz apropiadamente grave. Bajaba las comisuras de sus labios para mostrar una seria preocupación—. El cuerpo de Bethany Rogers, de veintiún años, fue hallado en la parte trasera del hotel Silent Shore, famoso por ser el primer hotel de Dallas que admite a vampiros. Rogers fue asesinada de un solo disparo en la cabeza. La policía ha descrito el asesinato como «una ejecución». La inspectora Tawny Kelner informó a nuestro reportero de que la policía está siguiendo varias pistas —la imagen pasó de la expresión artificialmente sombría a una genuina. La mujer rondaba los cuarenta, pensé. Era muy baja y llevaba una larga melena que le caía por la espalda. La cámara giró para incluir al reportero, un hombre de escasa estatura y tez oscura con un traje impoluto—. Inspectora Kelner, ¿es cierto que Bethany Rogers trabajaba en un bar de vampiros?

La mujer pronunció más si cabe su expresión ceñuda.

—Sí, así es —contestó—. Aun así, trabajaba como camarera, no como chica de compañía —¿una chica de compañía? ¿Qué demonios haría una chica de compañía en el Bat's Wing?—. Sólo llevaba un par de meses trabajando allí.

—¿Cree que el lugar en el que se ha hallado el cadáver puede indicar que haya vampiros implicados en el caso? —el reportero era más insistente de lo que habría sido yo.

—Al contrario, creo que el lugar fue escogido para enviar un mensaje a los vampiros —le espetó Kelner, y luego pareció lamentar haberlo dicho—. Ahora, si me disculpa...

—Por supuesto, inspectora —dijo el reportero, un poco perturbado—. Bien, Tom —dijo volviendo la cara hacia la cámara, como si pudiera ver a su compañero a través de ella—, me temo que estamos ante un caso de provocación.

¿Eh?

El locutor también se dio cuenta de que lo que el reportero decía no tenía mucho sentido, por lo que pasó rápidamente a otro tema.

La pobre Bethany había muerto, y no tenía a nadie con quien compartir aquello. Reprimí las lágrimas; sentía que no tenía derecho a llorar por la chica. No podía evitar preguntarme qué le habría pasado a Bethany Rogers después de que se la llevaran fuera del redil de los vampiros. Si no había marcas de colmillos resultaba evidente que ningún vampiro la había matado, raro sería que uno de ellos dejara pasar la oportunidad de probar sangre.

Mientras sorbía mis lágrimas y me dejaba abrazar por la consternación, permanecí sentada sobre el sofá, hurgando en mi bolso en busca de un lapicero. Finalmente desenterré un bolígrafo. Lo usé para rascarme bajo la peluca. Picaba incluso bajo el aire acondicionado del hotel. A la media hora, alguien llamó a la puerta. Una vez más, observé por la mirilla. Era Arturo, con la ropa doblada sobre el brazo.

—Devolveremos las que no quiera —dijo, tendiéndome los bultos. Procuró no mirarme el pelo.

—Gracias —le contesté, dándole una propina. Podría acostumbrarme a aquello en un abrir y cerrar de ojos.

No pasaría mucho tiempo hasta que tuviera que verme con Ayres, el noviete de Isabel. Dejé la bata en el suelo y examiné lo que Arturo me había traído. La falda y la pálida blusa aterciopelada con motivos florales blancos y toques crema podrían servir... Hmmm. Al parecer no había conseguido encontrar una falda vaquera, y las dos que había traído eran caqui. Pensé que no importaba, y me puse una. Parecía demasiado ajustada para causar el efecto que yo buscaba, por lo que me alegré de que hubiera una alternativa de otro estilo. Ideal para la imagen que quería. Me puse las sandalias planas, unos pendientes diminutos y lista. Incluso tenía un viejo bolso de mimbre para acompañar al conjunto. Por desgracia, se trataba del bolso que usaba normalmente. Pero encajaba a la perfección. Extraje todo lo que pudiera identificarme, lamentando haber caído en ello ahora, y no con más antelación. Me pregunté qué otras medidas de seguridad podría estar olvidando.

Salí al silencioso pasillo. Estaba tal cual lo dejamos la noche anterior. No había espejos ni ventanas, y la sensación de aislamiento era absoluta. El granate de la moqueta y el azul oscuro, rojo y crema del papel de las paredes tampoco ayudaban gran cosa. La puerta del ascensor se abrió en cuanto pulsé el botón de llamada y pude bajar sola. No había siquiera hilo musical. El Silent Shore era tan silencioso como sugería su nombre.
[2]

Cuando llegué al vestíbulo, comprobé que había guardias armados a ambos lados de la puerta del ascensor. Miraban hacia la entrada principal del hotel. Era obvio que las puertas estaban bloqueadas. Un circuito cerrado de televisión vigilaba la acera de la entrada y otro tomaba una panorámica más general.

Pensé que iba a producirse un atentado inminente y me quedé paralizada mientras el corazón se me desbocaba en el pecho. Pero al cabo de unos segundos de calma supuse que siempre estaban ahí. Aquello explicaba por qué los vampiros se hospedaban allí y en otros lugares especializados similares. Nadie podía entrar en los ascensores sin tener que lidiar antes con los guardias. Nadie podría llegar hasta las habitaciones donde los vampiros descansaban indefensos. También explicaba por qué las tarifas eran tan elevadas. Los dos guardias que había en ese momento eran enormes y lucían el uniforme negro del hotel (hmmm, todo el mundo parecía pensar que los vampiros estaban obsesionados con el negro). Sus armas me parecieron gigantescas, pero lo cierto es que no estoy muy familiarizada con el tema. Me miraron de reojo y luego volvieron a su aburrida tarea de vigilar el frente.

Hasta los recepcionistas iban armados. Tenían escopetas recortadas en los estantes que había debajo del mostrador. Me preguntaba hasta dónde serían capaces de llegar para proteger a sus huéspedes. ¿Estarían dispuestos a disparar a otros humanos, por muy intrusos que fueran? ¿Qué prescribía la ley al respecto?

Un hombre con gafas se sentó en uno de los sillones acolchados que salpicaban el suelo de mármol del vestíbulo. Rondaba los treinta, era alto y desgarbado, y tenía el pelo de color arena. Vestía un traje, uno de verano color caqui, a juego con una corbata conservadora y mocasines. Lo reconocí: era el que limpiaba los platos.

—¿Hugo Ayres? —pregunté.

Se levantó para estrecharme la mano.

—Tú debes de ser Sookie. Pero tu pelo... ¿Anoche no eras rubia?

—Lo sigo siendo. Es una peluca.

—Parece muy natural.

—Bien. ¿Estás listo?

—Tengo el coche fuera —me tocó la espalda brevemente para orientarme hacia la dirección adecuada, como si de lo contrario no fuera capaz de ver las puertas. Agradecía su cortesía, aunque no tanto la insinuación. Mientras, trataba de hacerme una idea acerca de Hugo Ayres. No era de los que dicen mucho de sí mismos.

—¿Cuánto hace que sales con Isabel? —le pregunté, mientras nos abrochábamos los cinturones en su Caprice.

—Ah, eh, creo que unos once meses —dijo Hugo Ayres. Tenía unas manos grandes con pecas en el dorso. Me sorprendía que no viviese en los suburbios con una esposa con mechas en el pelo y unos hijos igual de rubios que el padre.

—¿Estás divorciado? —pregunté impulsivamente. Me arrepentí cuando vi la pena dibujarse en su rostro.

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